29/01/2014

Comentarios en noticias y en redes sociales

El periodista que ha escrito esto no tiene ni idea (o el problema de los comentarios en los medios)

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Escrito por Delia Rodríguez

En la actualidad, el periodista está obligado a someterse a los comentarios acerca de su trabajo como parte de la rutina diaria. La autora reflexiona sobre qué ocurre en la mente del periodista, cómo le afecta a él y a su forma de elaborar las noticias. Asimismo, analiza qué pasa por la mente del comentarista y las decisiones que puede adoptar un medio de comunicación ante este problema.

DELIA RODRÍGUEZ*

Llega un punto en la carrera de un periodista digital (es decir, en la carrera de un periodista) en el que descubre que los comentaristas tienen vida más allá del final de sus textos.

En Soitu.es, el extinto nativo digital, mi amigo Guillermo López se encargaba de vigilar qué pasaba en esos circuitos subterráneos en los que los periodistas intentamos no pensar. Como gestor de la comunidad, Guillermo leía, escribía, animaba y repartía palos por escrito. Uno de los muchos comentaristas destacó pronto: escribía bajo el seudónimo Ambrosius. Sus artículos empezaron a aparecer en portada, como los de cualquier otro periodista. Cuando fue uno de los primeros españoles en pescar la Gripe A, el director de Soitu.es le llevó un portátil al hospital en el que estaba aislado y aburrido para que lo contara en una crónica. Ambrosius se ganó que lo llamáramos por su nombre real, Emilio Sánchez. Cuando Soitu.es cerró, montó la editorial Libros del K.O. junto con su moderador y otro periodista del medio, Álvaro Llorca.
La relación entre periodistas y comentaristas no es siempre así de idílica. A veces descubrimos que los autores de esas letras clavadas bajo nuestros artículos son humanos también para lo peor.

Hace año y medio, escribí en mi blog Trending Topics de El País una entrada sobre una pequeña ONG y los mecanismos con los que había conseguido prefabricar un vídeo que fue en su momento el más viral de la historia, tan efectivo y lacrimógeno que consiguió cinco millones de dólares en donaciones en 48 horas. Lo titulé “Así te ha manipulado el vídeo de Kony 2012”, publiqué y esperé . El artículo tuvo éxito y se hizo viral en sí mismo. Fue compartido decenas de miles de veces y recibí cientos de comentarios, muchísimos de ellos, insultos. Uno de los que se pueden reproducir decía: “Delia, ojalá acabes en el paro por esto y nunca más te vuelvan a contratar. Hay que ser frívola, egoísta y mala persona. Esto solo hace poner a la altura de cualquier programa de corazón la credibilidad de El País”. Las amenazas llegaron por correo electrónico e incluso por Twitter, con nombres y apellidos. Después de 15 años escribiendo en la red, como periodista y como bloguera, pocas veces había sufrido ataques tan virulentos. Ese fue el germen de un libro, Memecracia, precisamente sobre lo que ocurre cuando una idea contagiosa controla las mentes.

Todos tenemos 1.000 historias sobre los comentarios. No solo están los que te llevan a encontrar grandes amigos o a escribir libros, sino también los que te dan pistas para buenas historias, los que te dejan sin dormir, los que te hacen dudar, los que tiran por los suelos tus artículos, los que te hacen querer dejar el oficio, los que te obligan a seguir adelante. A veces están todos juntos al final de un mismo texto.

Cada bloguero conoce el vaivén emocional que supone hacer scroll y leer las opiniones ajenas sobre algo tan íntimo como las palabras que has escrito, pero, de entre todos los oficios del mundo, resulta que solo el periodista está obligado a someterse a ello como parte de su rutina diaria. De momento, Santiago Calatrava no está obligado a ver junto a sus puentes en un cartel las opiniones de quienes pasan por encima, ni Amancio Ortega recibe un papelito con mis agradecimientos cada vez que uno de sus vestidos se desintegra.

Es cierto que, en general, los periodistas odiamos y despreciamos los comentarios. Es verdad que no deberíamos y que la mayoría de las veces esa emoción la causa un infantil intento de autoprotección del ego que necesitamos para comunicar. Pero también es cierto que somos los canarios de la mina de la información, los primeros en sufrir enfermedades de la civilización que después alcanzarán al resto. Las redes sociales –sobre todo, Twitter– se parecen bastante al papelito entregado a Ortega o al cartel de Calatrava. Aunque no quieran, gracias a internet, todos los oficios están empezando a tener que oír lo que los demás opinan de ellos, y eso es maravilloso y revolucionario.
Siempre he vivido con esas notas al margen de mi trabajo. No he tenido el placer de visitar la famosa torre de marfil de la profesión, desde donde podías disparar flechas que jamás volvían. Para mi generación, cada escrito es un bumerán que siempre vuelve y con el que hay que tener cuidado y saber apartarse o recogerlo según el momento.
A cambio de no haber vivido los tiempos de los medios unidireccionales, mi generación y las siguientes conservan una pequeña venganza. Cada vez que un periodista “histórico” exige que quiten los comentarios de su blog y se le niega o un aguerrido columnista agarra una pataleta y deja de escribir por no leerlos, estamos ahí, sonriendo, condescendientes. Nosotros ya hemos aprendido a desarrollar la piel dura que exige enfrentarse de forma instantánea e irremediable a tu propio trabajo, como en un espejo negro. Sabemos que es cuestión de segundos que alguien adhiera su mensaje debajo de tu firma y que se quede ahí hasta el fin de los tiempos.

Hay algo de schadenfreude [regodearse en el mal ajeno] en nuestra reacción ante quienes cuentan batallas sobre cómo obtenían la respuesta de sus lectores por las cartas del director, las llamadas a la redacción, las opiniones en antena o lo que les decían los taxistas. Ahora ellos “también” van a tener que aguantar que el primer comentario a ese tema que miran con orgullo sea “el periodista que ha escrito esto no tiene ni idea”, nos decimos, o que descubran que quizá la opinión de sus fans no es la opinión de todos.

En la mente del periodista
Cuando se habla de la psicología de los comentarios, se suele hacer desde el punto de vista del comentarista, pero apenas se habla de qué ocurre en la mente del autor, cómo esta relación le afecta a él y a su forma de elaborar las noticias. Si los periodistas pensamos que los comentaristas no son personas, está claro que ellos también opinan lo mismo de nosotros.

Es habitual llegar al bullying, acoso, insulto o amenaza

Es habitual llegar al bullying, al acoso, al insulto, a la amenaza y en formas mucho más graves de las que sufrí con el artículo de Kony. En ello también somos pioneros: llevamos años experimentando uno de los grandes problemas de internet, la facilidad con la que las masas pisotean sus cortafuegos racionales y se organizan para acometer un linchamiento público. Podría argumentarse que esto siempre ha sido así –y es cierto que está en el alma humana–, pero ahora la información se propaga más rápidamente entre más personas y más alejadas físicamente entre sí. Y con ella, las emociones, tanto las positivas como las negativas. Si en los primeros tiempos de internet solo los grandes hubs [concentradores] de atención (los famosos y los medios de comunicación) podían provocar una respuesta de este tipo, ya cualquiera puede catalizarla.

Quienes publican en internet se han acostumbrado a utilizar ciertas convenciones para quitar hierro a ese problema cotidiano. La primera: se trata de “cosas de internet” que no tienen que ver con las de la vida “real”. La segunda: esas interacciones no les afectan. Aunque la mente humana –incluso la de los periodistas– no distingue entre una agresión de “fuera de internet” y una de “dentro de internet” porque la vida es un continuo y la separación vida real/vida virtual, una falacia. En todo este tiempo, no he conocido a ningún profesional que verdaderamente fuera ajeno al feedback [respuesta o reacción] que provocaban sus temas. Los hay que no los leen jamás, los que participan solo de vez en cuando, los que responden a cada provocación, los que hacen como si no les importara, pero todas esas reacciones demuestran preocupación.

En España, la réplica negativa es la norma

Uno de los columnistas más agresivos de la prensa española, capaz él mismo de los mayores exabruptos, me confesó una vez que algunos comentarios le amargaban el día. Entre 100 buenos, solo recordaba el malo. La cuestión es innata y existe un nombre para la tendencia del cerebro humano a dar más peso a lo desagradable: sesgo de negatividad. En un país indignado, en el que el periodismo es la segunda profesión peor valorada, las condiciones de las empresas de medios son precarias y la calidad de la noticia media deja mucho que desear, la réplica negativa es la norma.

A falta de estudios sobre cómo esta dinámica afecta a los medios de comunicación, se me ocurre que algunos profesionales pueden crecerse ante las críticas y refinar su trabajo, mejorando la calidad de sus empresas. Quizá los más narcisistas y menos preocupados por la opinión de los otros firmen más, mientras los más sensibles a la percepción ajena sean menos visibles y se anticipen a las críticas tomando menos riesgos. Es posible que una comunidad excesivamente crítica genere una inercia conservadora en las redacciones y se frenen impulsos innovadores (siempre peor recibidos al principio) antes de nacer. O que el desdén que los periodistas suelen sentir por los comentaristas provoque desprecio real a sus lectores. Quizá todo sean problemas de adaptación de una nueva generación de periodistas y las siguientes –si es que encuentran empleo– jamás los sufran. También es posible que freelances y blogueros, sin la red de apoyo social que proporciona una redacción, estén más solos que nunca. O quizá esta sea solo una etapa de transición hasta que los medios futuros encuentren la solución definitiva al problema de los comentarios.

En la mente del comentarista
La sociología de las comunidades virtuales ha sido mucho más observada. Ocurren de forma espontánea: si abandonas a dos personas el suficiente tiempo juntas, crearán su propia minisociedad con sus memes compartidos y sus reglas de juego únicas. En realidad, las comunidades estaban allí desde los tablones de anuncios BBS y los grupos de noticias Usenet, mucho antes de que los medios de comunicación y los periodistas llegáramos a internet.

El comentario crítico y la tendencia a subir de tono aprovechando que no se ve la cara del otro también estaban ya allí esperándonos. La ley de Godwin explica que, según se intensifica una discusión en internet, la probabilidad de que aparezca una comparación con los nazis o Hitler se aproxima a uno. Nació cuando el abogado Mike Godwin se dio cuenta de que en las BBS era frecuente que los debates acabaran con alguien diciendo que cierta idea era nazi. Era 1990 y su ley clásica de la cibercultura sigue vigente.

Más académica es la teoría de la desinhibición online, formulada por el psicólogo John Suler, que explica cómo la red permite cierta desconexión entre uno mismo y lo que dice en internet, facilitando hacer o decir ahí lo que desea sin restricciones. Los seis razonamientos son “no me conoces” (el anonimato otorga un sentido de protección), “no puedes verme” (solo un seudónimo une a la persona con el personaje), “te veo luego” (la comunicación es asíncrona, por lo que se pueden lanzar comentarios incendiarios y desconectarse), “todo está en mi cabeza” (se proyectan características en desconocidos), “es solo un juego” (se produce un sentimiento de escapismo de las normas de la vida cotidiana) y “tus normas no son válidas aquí” (en internet nadie sabe cuál es el estatus de nadie).

Por definición, cada comunidad es diferente, porque las ideas y las personas que la forman lo son. La unión entre humanos crea redes impredecibles. De forma individual, nuestro comportamiento es irracional, inconsciente, emocional, sesgado..., así que su suma también lo es. Además, somos influidos por lo que creemos que van a hacer los otros. Stanley Milgram realizó en 1968 un sencillo y elegante experimento para comprobarlo en las calles de Nueva York. Un grupo de personas se compinchó para detenerse en mitad de la acera y mirar una ventana en la que no ocurría nada. Si había una única persona parada, se detenía a mirar el 4 % de los peatones. Si el grupo era de 15, la cifra ascendía al 40 %.

Un comentario extremo afecta a quien comente después y a los lectores

Si pensamos en los lectores como en paseantes influidos por lo que ven en su camino, tiene sentido imaginar que un comentario extremo afectará tanto a quienes comenten después como a los lectores, alterando la pequeña red social que se esté creando. Cuando la revista Popular Science anunció este septiembre que suprimía sus comentarios, causó una pequeña conmoción en la red, sobre todo por los argumentos (científicos, naturalmente) que esgrimieron. Citaron un estudio de la Universidad de Wisconsin-Madison que afirma que cualquier aportación a una historia puede cambiar la percepción del lector. ¿Una revista científica respetable debería permitir comentarios al pie de un artículo que cuestione, por ejemplo, la evolución, dejando paso a que entre la duda en la mente de sus lectores?

Una de las ideas más citadas sobre la deriva de las comunidades en internet es la teoría de las ventanas rotas, aparecida en un artículo de The Atlantic en 1982. Explicaba cómo en un vecindario la degradación podía comenzar por algo tan sencillo como una ventana rota que mandara el mensaje de “aquí se puede hacer cualquier cosa”, haciendo crecer así la percepción social de que el vandalismo es aceptado, cuando podría ser atajado en sus primeros estadios. La teoría se hizo muy popular hace unos años, cuando los blogs debatieron de forma abierta la sospecha que ahora afrontan tantos medios: una vez “ensuciados” los comentarios con opiniones racistas, violentas, desagradables o incorrectas, era muy difícil volver a reconducir la discusión. Cuando un meme negativo está en el aire, puede contagiarlo todo.

Portada del libro de Delia Rodríguez 'Memecracia' (Gestión 2000)

Portada del libro de Delia Rodríguez 'Memecracia' (Gestión 2000)

En cierto modo, cada medio posee los comentaristas que merece; y cada comentarista merece el medio al que aporta contenido. Y todo ello es único e inimitable. Eso no quiere decir que los periodistas comprendan a sus lectores más participativos: pese a que habiten las mismas páginas, la comunidad a la que pertenecen es distinta, y no comparten normas. Aunque nos parezca inconcebible en nuestra lógica laboral, un comentarista puede elegir un medio y no otro porque le guste más el sistema de comentarios o el “ambiente” de un digital, y no por la calidad de la información.

La opinión de los que más participan no es el espíritu de los lectores

La obviedad a veces se olvida: lector no es lo mismo que comentarista; solo algunos de los más activos lo son. En el caso de los comentarios –al igual que en otras formas de participación–, se suele recurrir a la norma clásica del 90-9-1 formulada por Jacob Nielsen: el 90 % de los usuarios nunca participa; el 9 % lo hace a veces, generando el 10 % del contenido, y es una minoría del 1 % la responsable del 90 % de la actividad. La opinión de los que más participan no es el espíritu de los lectores, es solo la opinión de los que más participan.

Por poner un ejemplo de hasta qué punto una comunidad puede tomar vida propia lejos del radar de la redacción: un día, en El Huffington Post –el medio digital en el que trabajo–, descubrimos un blog en el que algunos de los miembros más fieles de la comunidad estaban organizando un encuentro físico para conocerse. La idea se llevó a cabo y, durante julio, se celebró el “Primer encuentro de amigos de El Huffington Post en el Ateneo de Madrid, con un elaborado programa de conferencias. Los periodistas fuimos invitados amablemente a participar, pero nos sentimos un poco como esos padres que se dejan caer por el cumpleaños de sus hijos adolescentes. Aquella no era nuestra fiesta.

Intentar adivinar la deriva de una comunidad es tan difícil como tratar de prever el destino de un pueblo. Ethan Zuckerman advierte del peligro de las cámaras de eco, burbujas habitadas por grupos afines que, al retroalimentarse y respirar unos el mismo aire que los otros, radicalizan aún más las opiniones compartidas. Dicho de otro modo, las comunidades digitales cerradas tienden a extremar sus opiniones de una forma que no harían en círculos más abiertos. Los usuarios de Menéame, el gran agregador español en el que transcurre gran parte de la conversación que no se celebra en los medios, forman una de estas cámaras de eco, tan poderosa como incomprendida por los que son ajenos a ella.

Redes sociales y agregadores han ido terminando con el lector fiel

De hecho, las redes sociales y los agregadores han ido terminando con el lector fiel, y eso también ha afectado a las comunidades de los medios de comunicación. No es lo mismo que “tu” lector participe porque ha entrado en la noticia desde la portada a que “un” lector cualquiera comente porque ha visto la publicación en Facebook, en Twitter o en un agregador como Menéame. No pertenecen a la misma comunidad. Al externalizarse el debate y trasladarse a las redes sociales, los medios y los blogs están perdiendo uno de sus mayores intangibles, regalándoselo a otros agentes: sus comunidades.

Pero ¿qué lleva a alguien a querer formar parte del grupo fiel de comentaristas de un diario? ¿Y a seguir y a responder a su director en Twitter? ¿Y a contestar a la publicación de sus noticias en Facebook? Suele ser una cuestión de atención, el más escaso de los bienes en esta sociedad en la que ha crecido el volumen de todo (relaciones, información, etc.) menos el número de horas del día. Como los periodistas solemos ir sobrados de ella, minusvaloramos lo que los desposeídos de la atención hacen para conseguirla. Todos necesitamos la pequeña y adictiva descarga de oxitocina que nos indica que hemos creado un lazo, aunque sea efímero, con alguien.

En algunas ocasiones, lo más natural del mundo puede llegar a extremos patológicos. Es el caso del trol, el ser que disfruta reventando la convivencia de una comunidad haciendo preguntas estúpidas de forma intencionada, corrigiendo la ortografía por sistema, persiguiendo a otros usuarios, tomándola con los administradores, promocionando otras webs... La palabra, usada en internet desde que los grupos de noticias los detectaron en los primeros 90, enseguida pasó a la jerga periodística.

Si cada medio digital tiene la comunidad que merece, cada uno también tiene su trol. El más memorable de Soitu.es llegó a poner una denuncia por desvelar sus datos personales al redactor que le comunicó que había ganado un lote de libros en un sorteo... porque le informó en un correo en el que estaban copiados otros dos ganadores. El de El Huffington Post nos llamaba a la redacción y estaba convencido de que formábamos parte de una conspiración internacional para espiarle.

Sigue sin existir una “solución” técnica para el problema humano de los trols, a pesar de que casi cada blog, foro, medio o lista de correo los ha sufrido, sobre todo cuando esa persona pertenece al pequeño porcentaje de la población con problemas mentales graves. La convención es “no alimentarlos”, es decir, ahogarlos negándoles lo que anhelan, esa atención ajena. Pocos gestores de comunidades dudan antes de “asesinar” su personalidad digital, bloquearlos, borrar su identidad y negarles el acceso. La solución suele durar el tiempo en que se tarda en crear una nueva identidad.

El gran éxito de un trol consiste en desequilibrar el sistema por completo, obligando al cierre de comentarios o al cambio de normas. En los primeros sistemas de gestión de blogs, los comentarios no existían y el bloguero debía instalar un servicio complementario, una pizarra o un libro de visitas. Cuando se empezaron a incluir por defecto, se dieron por hecho en el formato hasta que, a mediados de los 2000, el crecimiento de la comunidad y, con ella, de los trols (y, sobre todo, los del género spammer) provocó que los grandes blogueros se plantearan si merecía la pena el desgaste mental, económico y de tiempo que implicaba mantenerlos abiertos. En España, el caso más sonado fue el de Microsiervos: cerraron en diciembre de 2005 y no los han vuelto a recuperar. Si alguien desea aportar algo a sus textos, debe hacerlo en privado o a través de las redes sociales.

Ese mismo dilema que sufrieron hace unos años los blogs se lo plantean en los últimos tiempos los medios de comunicación. ¿Cómo “arreglar” los comentarios? ¿Se puede conseguir una conversación interesante? ¿Cómo lograr que la gran cantidad de trols, spammers y comentarios vacíos no desplacen las aportaciones interesantes? ¿Compensa el esfuerzo?

En la mente de los medios
En la práctica, las opciones ante las que se encuentra un medio de comunicación que se enfrenta a su propia comunidad son las siguientes (ordenadas por su coste económico):

- Cerrar los comentarios
- Desentenderse de la conversación y cruzar los dedos para que no lleguen muchas denuncias
- Desoír los lloros de los becarios y obligarles a moderar
- Exigir registro con nombre real o enlazar los comentarios con una red social como Facebook o Twitter que autentifique hasta cierto punto la identidad de los usuarios
- Externalizar el servicio de moderación y olvidarse del problema
- Facilitar herramientas (basadas en karma, en gamificación, etc.) para que la comunidad se modere por sí misma, optando por premiar a los buenos usuarios y confiando en que los alborotadores serán expulsados
- Adquirir o desarrollar tecnologías de moderación automática
- Crear un equipo de editores de comentarios y tratarlos con rigor, seleccionándolos, editándolos y destacándolos, como si fueran un contenido propio más

En general, los digitales españoles han mezclado varias de estas aproximaciones o subcontratado el problema. La empresa Interactora, que combina moderación automática y humana, cuenta entre sus clientes con gran parte de ellos. En noviembre de 2013, El País anunció que, a partir de ese momento, destacaría a los comentaristas identificados con nombre y apellido y con un cierto historial a sus espaldas. El resto quedaría escondido tras una pestaña.

Durante el verano, Arianna Huffington anunció que The Huffington Post dejaría de admitir comentarios anónimos. Ni siquiera el sofisticado software interno de moderación, ayudado por unos 40 moderadores humanos, podía mantener el control de 25.000 comentarios por hora. De todos los recibidos, tres cuartas partes eran borrados. La decisión implicó enlazar las cuentas de los usuarios con Facebook, un lugar en el que la tasa de anonimato es relativamente baja.

Existen dudas sobre si el anonimato es el origen de estos males

A pesar de estos movimientos, siguen existiendo dudas sobre si el anonimato es o no el origen de todos los males en los comentarios. En un estudio publicado en febrero, el profesor de la Universidad de Houston Arthur D. Santana encontró que, en los periódicos que permitían comentarios anónimos, el 53 % de ellos eran “incívicos”, mientras el porcentaje en aquellos que exigían nombres auténticos o utilizaban los comentarios de Facebook descendía al 29 %. La gran experiencia “real”, por contra, ofrece resultados opuestos: en 2007, Corea del Sur exigió por ley a las grandes webs que sus usuarios se identificaran con nombres reales. Los comentarios maliciosos apenas se redujeron en un 0,9 %. Los investigadores buscan la explicación en un hecho sabido del comportamiento humano: la tendencia a comportarse mejor ante vigilancia, pero también a que ese cambio dure solo hasta que la persona se acostumbra a ella. O, como decían en Gran Hermano, “llega un momento en el que te olvidas de las cámaras”.

El anonimato sirve también para fomentar la participación y la innovación. En su charla TED, Christopher Poole, fundador del mayor nido de trols de internet, el foro 4chan –en el que no existe la posibilidad de realizar un registro ni de consultar un archivo– realizó un alegato magistral en su defensa como generador, sí, de un torrente de estupideces que forma la cultura popular de internet, pero también de creatividad y de movimientos sociales. Anonymous, por cierto, nació en 4chan como una forma de “trolear” en la vida real a la Iglesia de la Cienciología.

Desde una perspectiva más amplia, no hay que olvidar que internet es lo que es –para lo bueno y para lo malo– gracias al anonimato. La decisión de terminar con él no solo la están adoptando los medios, sino también los agentes más poderosos de internet. Fue Facebook el que cambió la cultura predominante, que se resistía hasta ese momento a dar datos personales en la red. Estos días, los usuarios de YouTube están en plena lucha contra la integración de sus perfiles con Google+, lo que les obliga a salir del anonimato. Incluso, estamos más cerca de lo que creemos de una identificación biométrica sencilla: Apple incorpora lector de huellas digitales en su último modelo de iPhone.

Me pregunto si los medios de comunicación tienen el derecho moral a exigir a sus usuarios que lleven el DNI entre los dientes cuando acabar con el anonimato en internet significaría el fin de la red libre tal y como la conocemos. Quizá los medios tengan que decidir si están del lado de Facebook y Google o de sus usuarios, sus trols, sus –en suma– ciudadanos. Aunque sean incómodos, y sean caros de mantener y controlar.

Otros medios como Quartz (The Atlantic) o plataformas como Medium (de Evan Williams, fundador de Blogger y Twitter) están explorando soluciones muy atractivas y que prefieren alentar los comentarios de calidad y utilizarlos para mejorar los textos. Es la vía de las “anotaciones”, en la que los comentaristas pueden dejar sus opiniones no debajo de los artículos sino al lado, como glosas modernas. El autor decide cuáles se pueden ver y el lector los despliega según va leyendo el tema. Parece que el nuevo sistema, al promover el sentido de la responsabilidad del comentarista y su intimidad con el autor, mejora la calidad de los apuntes.
Detrás de esta filosofía sobre los comentarios, subyace una ideología opuesta a la de la lucha contra el anonimato, influencia de la utópica idea de una internet comentada, una en la que cualquiera pueda ver lo que opinan los demás sobre cualquier web, de forma transparente y ajena a sus propietarios, como una especie de subtítulos de internet. Marc Andreesen intentó implantar la idea hace años en el navegador Mosaic, aunque terminaron con ella las dificultades prácticas (¿cómo pagar un servidor que contenga tal volumen de conversaciones? ¿Cómo convencer a los grandes de internet de que pierdan control sobre algo tan delicado?).

A la par que estas tendencias animan el panorama de medios, el problema escondido bajo la alfombra de las noticias continúa. Dentro de las redacciones, los periodistas siguen preguntándose si sus comentaristas pertenecen a su misma especie, mientras fuera se vive al contrario.