01/10/2020

Periodistas pegados a un argumentario

La teletertulia, ¿fagocitando el periodismo?

Se está naturalizando la figura del periodista pegado a un argumentario de uno u otro partido.El arte del reality show ya se había interiorizado como natural en la teatralización exagerada de la política y ahora está fagocitando la independencia de estos periodistas al ser reconvertidos en predicadores de púlpito. Ello ha proyectado cierto descrédito en la imagen social del periodismo. Ha crecido la percepción del periodista vinculado a una ideología que defiende por encima de su rigor. Esta situación la aprovechan los generadores de bulos y los populismos para desacreditar la profesión.


BORJA TERÁN*

El 23 de abril de 2020, Gran Hermano cumplía 20 años de su estreno en España con, paradójicamente, la sociedad confinada en su hogar por la crisis sanitaria de la pandemia del coronavirus. El reality de encierro de Endemol supuso una revolución paulatina en las narrativas televisivas, no solo en entretenimiento, también en información. Aquella primavera del año 2000, el modus operandi de las grandes cadenas generalistas empezaba a mutar... ¿para siempre?

En estas dos décadas, la pretensión de asistir a “la vida en directo” ha ido ganando terreno en el interés de un espectador que ha perdido paciencia. La audiencia siente que cuenta con acceso a tantos contenidos que prioriza el atractivo de la televisión-acontecimiento. Sucede en los estrenos de series o talents shows y, a la vez, en las maneras de presentación de la información. Ello ha provocado un aumento paulatino del tratamiento de la actualidad informativa con armas básicas del entretenimiento que bebe de la telerrealidad. En este sentido, tres elementos son fundamentales para atraer la curiosidad del público con la fuerza de lo inaudito, ya sea en un show de variedades o en una tertulia de máxima cuota de pantalla:

 

  1. Músicas épicas. El gran padre de la televisión española, Chicho Ibáñez Serrador, incorporaba una minuciosa gama de músicas de fondo en sus programas que servían para guiar con sutileza la emoción del espectador. Una táctica que era habitual en la ficción, pero que Chicho no dudó en utilizar en todos sus programas, desde Hablemos de sexo hasta Waku, Waku. Las bases musicales del Un, dos, tres... eran tan reconocibles en el oído del público como lo era en las retinas colectivas la Ruperta. Había una melodía para cada estado de ánimo. Del terror a la comedia. Sin olvidar la melancolía. Qué importante es en televisión la melancolía... Y siempre con unas grandes fanfarrias para empezar y terminar en alto cada emisión. El ímpetu musical ayudaba a despertar en la conciencia colectiva esa atmósfera de evento irrepetible, incluso de hecho histórico. Desde luego, el retrato de la ingenuidad española que hizo el Un, dos, tres... a través del entretenimiento fue histórico.

Los programas informativos se han quitado corsés a la hora de incorporar músicas para movilizar la atención del espectador. Los Telediarios siempre han contado con sintonías identificables. Que se lo digan a la BBC. Y, por supuesto, a nuestra TVE. Pero ya no solo basta con un toque de color al inicio. Las bandas sonoras épicas se han incorporado directamente al fondo de los informativos en directo. Al rojo vivo es el gran ejemplo de un formato de actualidad que ha marcado agenda con la autoría apasionada de Antonio García Ferreras y con una buena selección de épicas músicas de película. Estas bandas sonoras otorgan más ímpetu a la narración. En ocasiones, tanto ímpetu que empuja a sentir al espectador que está viviendo un día histórico. “Día histórico”, semana tras semana. Y es que, desde hace una década, tenemos “días históricos” por encima de nuestras posibilidades. Porque el “día histórico” se ha transformado en una especie de reclamo infalible.

 

  1. Letreros y multipantallas. Las músicas de ambiente en el Un, dos, tres... también servían para disimular los cortes de edición de la grabación, otorgando unidad al programa una vez salido de la sala de montaje. En este sentido, a Ferreras las músicas le valen para tapar los susurros de un formato que él mismo dirige en directo a pesar de estar presentando a la vez. La música disimula las instrucciones del jefe, junto con las multipantallas que muestran varias señales de vídeo al mismo tiempo. Así, el espectador tiene más impactos visuales en emisión. Con estas diferentes señales de directo simultáneas, hasta se crea intriga. Por ejemplo, mantener una ventana abierta en una esquina de la pantalla con una retransmisión en vivo de una fachada en la que no pasa absolutamente nada, pero con la que la cadena engancha dando la sensación de que, si allí sucede algo, están para contarlo cuando pase.

Hasta las entretelas de la tele ayudan a dar más emoción a la cruda realidad

En la crisis del coronavirus se han visto en prácticamente todos los canales las cartelas grises que precedían a las ruedas de prensa del Gobierno. No tenían valor informativo, pero de esta manera el público intuía que la cadena estaba lista para conectar con la sala de prensa de Moncloa. Se dejaba ver al público la cuenta atrás técnica para avisar a los realizadores que la comparecencia empieza. Hasta las entretelas de la tele ayudan a dar más emoción a la cruda realidad.

Asimismo, en los debates electorales no se empieza el encuentro con los líderes políticos colocados en su atril. Para calentar, se muestra cómo llegan a los estudios e incluso cómo son maquillados. Los asesores de los políticos estudian hasta la forma de llegar a las instalaciones de la cadena para lograr ese titular a favor. Así, vimos a Pablo Iglesias apareciendo en un taxi, mientras que sus contrincantes iban en coche oficial.

Estamos frente a una treta narrativa que introdujo Gran Hermano en nuestro país. Bueno, en realidad, ya la probaron Gabi, Fofó y Miliki en El gran circo de TVE para que se viera bien la cara de los niños disfrutando de sus emblemáticas canciones, a la vez que los payasos de la tele cantaban Cómo me pica la nariz. Eran los 70 y se atrevieron a abrir otras indiscretas ventanas en emisión para que viéramos a Fofó cantar al mismo tiempo que observábamos los coros de felicidad infantil.

Cuarenta años después, la productora Zeppelin reinventó esa partición de pantallas con objeto de que las conexiones con la casa de Gran Hermano fueran más atractivas. El plano de reacción de los tertulianos en plató ya no se veía pequeño en una mínima ventana en la esquina y se adaptaba a todo el lateral del televisor. Ganaba presencia. Había una apuesta de diseño para hacer más visuales las imágenes en directo simultáneas.

Estas técnicas después se fueron contagiando a programas de debate y hasta a informativos con un objetivo claro: que el espectador se quede en su canal, porque no solo le cuentan la información, se la envuelven con todo tipo de impactos visuales que ya no molestan como antaño, pues la sociedad se ha acostumbrado al ruido visual con la velocidad de uso de las redes sociales, apps móviles y televisión bajo demanda.

Por eso mismo, proliferan los rótulos para recalcar cada declaración o noticia con rotundidad ante un público que ya no siempre escucha. Y la televisión lo intenta reenganchar con un buen titular. No importa tanto la noticia como el argumento de venta que, al estilo de las teletiendas, posiciona esa noticia en un luminoso escaparate llamado televisor.

De hecho, los límites de la forma de comunicar las noticias entre los distintos medios se han desdibujado en los últimos tiempos. Todos los medios aprenden de sus complementarios. Es habitual observar en la prensa digital carteles de “Última hora” o “Directo”. Mejor si van aderezados con el efectismo de un botón rojo al lado del enunciado, icono que favorece el clic por su presencia dramática. Hasta los diarios decanos en papel siguen la estela de los canales televisivos de información continua, escuela CNN. La prensa ha incorporado indicativos de la tele más efectista: “Exclusiva”.

Pero ahora hasta la dinámica de la CNN parece vieja. El espectador no demanda tanto boletines de noticias porque espera ver en directo la acción noticiosa. El público elige el “está pasando, lo estás viendo”, eslogan de la desaparecida CNN+. Como consecuencia, parece que rinde más un programa si cuenta con un plató que está vivo, más allá de los vídeos de noticias grabados, aunque estén cuidadosamente elaborados. Una sensación que ha llevado a la proliferación de las tertulias. Pese a no estar en el lugar de la noticia, el propio estudio del canal se transforma en un epicentro noticioso donde se disecciona la realidad a través de opinadores de cabecera. Y a un bajo coste, en todos los sentidos.

  1. El choque de la opinión. Uno de los factores del colosal éxito de Gran Hermano es que el propio programa propiciaba un debate en el estudio que favorecía más tensión. El espectador se sentía con el poder de evaluar las vidas de quienes concursaban. Como en un culebrón, los guionistas dibujaban perfiles antagonistas de los personajes del espectáculo, lo que obligaba al espectador a posicionarse. Esto mismo ya hacía Tómbola, de la extinta Canal 9, con la materia prima del mundo del corazón, universo del que, dos décadas después, tanto aprendió La Sexta Noche. De hecho, más de alguno de los mandamases de este formato de “debate político” venía del mundo de la “salsa rosa”. Parte del éxito del programa del sábado noche está en que fusionó periodismo con reality. Los cebos dignos de aquellos Aquí hay tomate que vendían, con ese “qué fuerte, qué fuerte”, lo que se iba a desvelar durante la emisión –aunque no tuvieran nada que desvelar– empezaban a adaptarse a los espacios políticos. Es decir, el suspense como treta para enganchar y que el público aguantara hasta el último minuto del show. En efecto, la información se empezaba a parecer más a una telenovela.

Pero con la intriga no era suficiente. Como los protagonistas de los realities o de Sálvame Deluxe, los periodistas de estos programas se colocaron en remarcados bandos previsibles. Unos a la izquierda, otros a la derecha. Sin dar casi posibilidad al matiz, puesto que, en realidad, se estaba transformando al periodista en personaje estereotipado para que el espectador empatizara, para bien o para mal. El show había empezado, como si fuera una teleserie juvenil. Las posiciones extremas funcionan mejor en el fango, pues son más efectistas. Y empezaron a proliferar programas de este tipo. También en Telecinco, donde se creó El gran debate o, después, Un tiempo nuevo. No fue tan nuevo, y fracasó.

El 'prime time' televisivo está desvirtuando la esencia del periodismo

Los contertulios empezaban a ser aplaudidos por un público entusiasta. Y, claro, se crecían en la búsqueda de la ovación. Ya eran polemistas de trinchera. Nadie parecía percatarse de ello, pero el prime time desvirtuaba la esencia del periodismo. Es más, naturalizaba la figura del periodista pegado a un argumentario de uno u otro partido. El arte del reality show ya se había interiorizado como natural en la teatralización exagerada de la política y estaba fagocitando la independencia del periodista al ser reconvertido en predicador de púlpito. Ello ha proyectado cierto descrédito en la imagen social del periodismo.

Ha crecido la percepción del periodista vinculado a una ideología que defiende por encima de su rigor. Esta situación la aprovechan los generadores de bulos y los populismos para desacreditar la profesión. ¿Cómo? Intentando posicionar siempre a los medios de comunicación y sus profesionales en argumentarios de partido o directamente en la percepción de censores del Estado. Así, anulan la imagen de su función esencial. El posicionamiento exagerado de determinados periodistas en las tertulias televisivas les facilita la labor para propagar este estigma.

La instantánea pasión con la que se manejan las redes sociales facilita que el usuario comparta con más fuerza aquello que le indigna y no se fije tanto en la buena pieza periodística que le enriquece. Creemos que estamos más informados que nunca, pero los nuevos consumos audiovisuales también favorecen la especulación como nunca. Fluye mejor la conspiración que el reportaje documentado. Mientras tanto, la televisión también ha estructurado su programación con largos magacines que necesitan rellenar horas y horas con muchos minutos de trepidante información que no cree indiferencia. Incluso, aunque no se dispongan de novedades informativas.

Para este cometido, es perfecta la figura del periodista-tertuliano que puede estar un día entero hablando de lo que se le proponga y, encima, entendiendo el lenguaje claro, conciso y folclórico que necesita el programa para trascender. Con el competitivo coste de producción de una tertulia se pueden completar extensos tramos de programación.  Una dinámica que es barata y, además, facilita el freno a la fragmentación de los contenidos, ya que en la televisión actual se tiene miedo a la bajada de audiencia cuando el espectador siente que se cambia de tema. Solución: que no parezca (mucho) que se da paso a otro tema. De ahí que, por ejemplo, El programa de Ana Rosa ya prácticamente no se mueva de su mesa principal, en la que se abre el debate. Los magacines no atesoran tantas secciones como antes, en los que los presentadores iban moviéndose por diferentes sets del decorado para intentar impedir la monotonía con un abanico diferenciado de contenidos, colaboradores y estéticas. Ahora, la uniformidad es un aliciente para que nadie cambie de canal y se intenta romper el ritmo de la emisión con microconexiones, últimas horas y entrevistas en el lugar de la noticia, que, al final, son elementos que alimentan (o reparten juego) a esa efervescente tertulia de la mesa. Porque la tertulia es la gran y rentable protagonista.

La actualidad reconvertida en una especie de Gran Hermano que se comenta intensamente. Y esta televisión ha sido abrazada por el público, porque también se vive con pasión. El problema está cuando ese debate es previsible y cada protagonista tiene un rol asumido según el cual busca justificar su posición y no intenta alcanzar la verdad. De esta manera, poco a poco, se va construyendo un espectador que no es crítico, es creyente. Quiere que le digas lo que quiere pensar. Idénticamente pasa con un determinado tipo de opinólogos-periodistas: van con el titular ya listo antes incluso de hacer la entrevista al experto. Es más, rascan en su trabajo para confirmar sus tesis y no para descubrir aquello notable que se desconoce. Es el resultado de una sociedad que va cayendo en la trampa de la simplificación del todo, en un mundo que, en realidad, se define a través de los matices y sus circunstancias.

Ahí, en el detalle, en saber encontrar y entender el matiz estriba el pilar del buen periodismo. El periodismo es que lo superfluo no nuble lo relevante. El periodismo no es intentar corroborar tus pensamientos de tu posición ideológica, significa tratar de buscar respuestas que hagan entender por qué hemos llegado hasta aquí y hacia dónde vamos. Incluso, comprender que, en ocasiones, no hay certezas. Pero en la televisión de usar y tirar se necesita la confirmación al minuto, el titular efectista al segundo, el día histórico perpetuo. Una meta a la que es más fácil llegar con esa simplificación del todo a la que asistimos.

La tele no debería propagar la polarización, sino otorgar criterio y pensamiento crítico

Al final, la televisión es un reflejo de la sociedad: en un tiempo de polarización, el medio con más poder social está reflejando y hasta replicando la polarización del ruido de las redes, los hemiciclos y los debates que posicionan siempre en el mismo lugar a los contertulios. Como si no se pudiera cambiar de opinión. Con lo sano que es evolucionar los pensamientos y aprender de las diferencias. Pero la tele no debería propagar la polarización, debería otorgar criterio y pensamiento crítico. El éxito social de series como Cuéntame o El Ministerio del Tiempo se sustenta justamente en que han tenido la sensibilidad de plasmar las sensibilidades que definen la sociedad española sin quedarse atascadas en la superficialidad del frentismo básico y el cliché fácil. Y lo hacen con un toque de la mejor emoción, la que se sustenta en el ingenio de la ironía.

Paradójicamente, la ironía es una de las grandes salvadoras del periodismo televisivo en la actualidad. Por la comedia, Jordi Évole dio el salto al prime time. Si no hubiera sido un periodista disfrazado de cómico, pocos hubieran confiado en su formato documental político en horario de máxima audiencia. Pero lo que iba a ser un programa de risas, Salvados por la campaña, fue creciendo hasta alzarse como un emblema periodístico de grandes audiencias. Y sin bajar a las barricadas de las tertulias del rifirrafe previsible que tanto abundan. Porque Évole es periodista. Porque Évole es irónico. Y ambas cosas no son incompatibles. Al contrario, se complementan con destreza.

Salvados y, después, Lo de Évole apunta a que el periodismo más reposado puede triunfar sin estridencias en los horarios de máxima competitividad. ¿A qué se debe? En ocasiones, se dice que el periodismo no está reñido con el entretenimiento. Depende, todo depende de cómo se haga; lo que el periodismo sí debe ser es interesante y atractivo. En televisión, eso se consigue a través de la autoría tanto del prescriptor como del realizador. En cada programa, el equipo de Évole realiza un análisis para crear un envoltorio que no tiene miedo a esos matices que otros piensan que pueden bajar la audiencia y, por eso mismo, solo se quedan en el frenesí del tertuliano tópico.

Como Chicho Ibáñez Serrador en sus programas y series, el programa de Évole no necesita pantallas partidas para captar la atención y elige el camino de la narración de los contextos. Como Chicho Ibáñez Serrador, el programa de Évole se fija más en el primer plano que muestra la expresividad de cerca que en el ruido del plano general. Como Chicho Ibáñez Serrador, el programa de Évole entiende que un silencio no es un enemigo que baja el share. Un silencio es un socio que comunica más que tantas palabras. Y, además, el programa no deja de grabar cuando el periodista ha dejado de preguntar. Quizá unos segundos después el entrevistado diga algo inesperado que otorgue más perspectiva a la historia que no solo se cuenta, sobre todo se narra tejiendo la imagen, la luz, la fotografía, las tonalidades.

No solo se debe preguntar lo que esperas que te digan, el periodismo es tener margen para aprender. Pero la televisión de hoy en directo lo último que tiene es tiempo y se queda atrapada en las tendencias de lo que funcionan o lo que no, cuando estas están para romperlas y reinventarlas. Es la manera de avanzar. En este sentido, en su primera temporada, Lo de Évole decidió eliminar cualquier rótulo explicativo durante el programa. Toda una osadía en una televisión que da todo masticado con esa explosión de letreros y grafismos constante. ¡La audiencia sin rótulos no entenderá Lo de Évole!, quizá gritaron algunos. En cambio, la idea funcionó. Como pasa en las series, el público no dejó de entender lo que acontecía por no tener rótulos, pero sí tuvo que ejercitar un esfuerzo mayor de atención al no ver esos rótulos. Resultado: la audiencia se sumergió aún más en la experiencia de visionado del formato. Incluso se concentró más en la propuesta que en otro programa cargado de tretas narrativas sobreimpresionadas. El televidente no se marchó a otro canal, se quedó viendo con más interés la propuesta.

De esta forma, Lo de Évole se distingue. No se parece a nadie. Porque es inteligente a la hora de innovar. Lo consigue alcanzando el más difícil todavía: sin desvirtuar la esencia del periodismo. Al fin y al cabo, la tecnología parece que arrasa ahora con todo, si bien el buen periodismo siempre será contar historias con la honestidad de la mirada propia. Esa que hace el relato pedagógico, interesante, envolvente, provechoso para la sociedad.

Los límites entre el 'show' y la información son difíciles de vislumbrar por momentos

No obstante, los límites entre el show y la información se han delimitado mucho en estos años. Parecen hasta difíciles de vislumbrar por momentos. Tanto, que hay presentadoras de magacín que, como justificándose, repiten y repiten que no quieren hacer show, que no quieren especular y, al mismo tiempo, abren mesa durante horas de debate a la especulación.

Puede parecer contradictorio, pero es parte del espectáculo. La dignidad profesional que se recalca en directo también se puede deformar como un ingrediente más del engranaje de mutar en culebrón una realidad en la que se incide con músicas y sobreimpresiones que dicen ser escrupulosas, cuando verdaderamente remiten más a un polígrafo como si de un Sábado Deluxe se tratara: “¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”, repetía un gran rótulo en un vídeo-cebo de El programa de Ana Rosa por el caso de un suceso trágico. Es el sensacionalismo, que no pretende informar, busca crear sensaciones instantáneas: de la pena a la cólera, del miedo al odio. Y eso no representa el significado del periodismo. Se trata de un rimbombante show que gana la batalla a la información. Sobra intensidad morbosa y falta profundidad que explique, analice y enfoque con datos contrastados una información en la que no todo vale.

Pero, tras años de abuso de esta fórmula del debate como televisión de la prestidigitación rápida, fácil, competitiva y barata, puede empezar a existir un desgaste de la tertulia. El futuro del periodismo no está en el tertuliano-celebrity omnipresente. Los canales que busquen la credibilidad deberán poner el punto de mira en los expertos. La divagación debe pasar el testigo al conocimiento práctico preguntado y repreguntado, desde la curiosidad incesante y no alarmante. Y el espectador lo verá con ahínco, pues será útil para su vida cotidiana.

Es el momento de recuperar el protagonismo de la entrevista con más calma en directo

Es el momento de recuperar el protagonismo televisivo de la entrevista con más calma en directo, que será aliada del buen género documental que ya se realiza en España y que congrega interés cuando se ubica con orden en la parrilla de la televisión.

En tiempos de cadenas de mensajes por WhatsApp intentando sugestionar a la opinión pública con la fuerza de la conspiración o el morbo de la sensiblería sin contrastar, el espectador demandará comunicadores en los que confiar. Al igual que es relevante que cada noticia o reportaje tenga una autoría detrás, del periodista y del realizador o cámara, la audiencia busca a prescriptores que atesoren esa credibilidad en su ámbito y que ordenen ideas en un momento de constantes multiimpactos informativos, los cuales llegan a nuestras manos sin saber quién está detrás. Nombres propios empáticos y reputados contra el anonimato del universo informativo viral.

No es nada nuevo. Jesús Hermida, María Teresa Campos, Iñaki Gabilondo, Julia Otero, Gemma Nierga, Concha García Campoy, Pedro Erquicia, Matías Prats, Lorenzo Milá... son referentes periodísticos del audiovisual que han generado fuertes vínculos con los espectadores por su capacidad de radiografiar la realidad, intentando hacer el equilibrio para no desvirtuar esa misma realidad. El futuro es de los prescriptores de confianza, ya sean de una temática específica o más amplia.

Necesitamos en quien confiar. La televisión en España cuenta con grandes formatos de información que van de Informe Semanal a La Sexta Columna, aunque necesita recuperar la conversación en la que la honestidad crítica prevalece sobre la individualista defensa que remite más al hincha de un equipo de fútbol que al periodismo. La evolución de las cadenas tradicionales de televisión va inevitablemente hacia “la vida en directo”. Es su punto fuerte frente a los videoclubs bajo demanda, que no pueden acompañar al espectador pegados a la actualidad. Al contrario, compañías como Netflix prefieren, de momento, que sus contenidos sean temporalmente o, mejor dicho, atemporalmente duraderos para que nutran la videoteca durante años y años. La televisión tradicional, en cambio, sigue definiéndose como compañera de viaje del espectador en su día a día. Y los medios de comunicación ya vivimos más el presente que nunca. Todo se cuenta desde el ahora, prácticamente en tiempo real. Pero la vida no es un rápido reality show. El periodismo, tampoco. El periodismo es, en cierto sentido, la capacidad de abrazar el matiz con la perspectiva suficiente para que la prisa, el ruido y la ovación no nos impidan ver, entender y avanzar. Aunque creamos que seguimos viendo, entendiendo y avanzando.

*Borja Terán es periodista (La Información, El Heraldo de Aragón y Julia en la Onda) y autor del libro Tele: los 99 ingredientes de la televisión que deja huella (Somos Libros)