26/11/2019

Casos de tragedias personales narrados en directo

Pasión televisiva por los sucesos: ¿evitable, comprensible, condenable?

Escrito por Fernando González Urbaneja

Desde hace unos pocos años, las televisiones elaboran y dirigen la agenda informativa, a través de entrevistas a los protagonistas y testigos, la intervención de expertos, el uso de imágenes y el trabajo de periodistas capaces que entienden el medio y saben usarlo. Un medio, además, que cuenta con la ventaja de la inmediatez, del directo, que en periodismo supone un valor añadido muy trascendente. Es fácil criticar desde el cómodo sillón del salón o del despacho a los que están en la zona caliente. Pero no hay que olvidar que todo se produce en directo, en caliente, sometidos a no pocas presiones y pulsiones.


FERNANDO GONZÁLEZ URBANEJA*

Criticar los contenidos informativos de la televisión forma parte de los usos y costumbres. A la televisión se le acusa de trivial, intrascendente, desconsiderada, irrespetuosa… En resumen, que informa mal, manipula y carece de profundidad. Pero la información en/por televisión es la que llega a públicos más amplios, la que goza de una razonable credibilidad efectiva (aunque no sea reconocida), la que apasiona a cuantos quieren llegar a ese público, especialmente políticos y líderes sociales y culturales. Lo que pasa por/en televisión tiene relevancia, es importante, incluso obtiene credibilidad; lo que no llega a la televisión parece de menor cuantía.

Va siendo hora de tomarse más en serio la relevancia de la información en televisión, el ejercicio del periodismo en televisión, y de dar de lado la crítica fácil o el desdén de oficio hacia el medio. La televisión es un artefacto (un electrodoméstico, decía un veterano periodista que conocía el medio) muy poderoso, con exigencias y limitaciones específicas, con cierta magia, con una influencia capital, desafiada ahora por la emergencia de las redes sociales, de internet, y de esos gigantes que se apellidan Twitter, WhatsApp, Google…, los cuales antes o después perderán dominio arbitrario y saldrán del limbo de intocables irresponsables en el que se han instalado, mientras sus cajas registradoras registran ingresos sin pausa.

Hubo un tiempo en el que los periodistas miraban con desdén a los fotógrafos; aceptaban que la foto podía acompañar sus brillantes textos, añadirles color, hasta mejorar el contenido, aunque con el fotógrafo siempre a las órdenes del redactor, subordinado. Pero aparecieron fotógrafos profesionales que ejercían el periodismo como el más sagaz periodista (literario); la fotografía maridaba con la realidad, con la información y la explicación (es decir, con el periodismo), obteniendo excelentes resultados. Tanto que hizo fortuna hasta el tópico la pretensión de que “una imagen vale más que mil palabras”, que es tan cierta como falsa. Como tantas cosas en la vida, depende, depende de la imagen, de las palabras, del contexto, de las circunstancias, lo cual supone que la proposición es una frase brillante con demasiadas excepciones y muy difícil verificación.

Para el buen periodismo cuenta lo bueno, imágenes y relatos para ver o para leer, una calidad fruto del talento. Todo junto –palabras, imágenes, gráficos, vídeos, fotos…– mejora el trabajo y confirma el juego de ganador-ganador, ventaja para cada parte y para el conjunto. Periodistas, fotógrafos, grafistas, ilustradores, cámaras, etc. pueden y deben trabajar juntos, periodismo cooperativo que mejora a todos.

Hubo un tiempo en el que los periodistas de la palabra escrita e impresa recibieron con recelo la incursión en el periodismo del fenómeno audiovisual: la radio y la televisión como soportes o medios adicionales, tan alternativos como complementarios. Soportes nuevos con algo de magia y creciente influencia en una audiencia mucho más amplia que la de los medios escritos. Es evidente que lo audiovisual incorpora el periodismo como contenido relevante, pero también tiene otras pretensiones y objetivos que tienen que ver con el entretenimiento y el espectáculo que pueden llegar a convertirse en enemigos del buen periodismo.

El relato periodístico audiovisual, el ejercicio del periodismo en televisión, requirió de tiempo y de experiencia acumulada, de acerbo y algo de doctrina, si bien se ha impuesto como espacio para un ejercicio periodístico influyente, convincente y universal. Frente a los nuevos soportes audiovisuales, los periodistas tradicionales precisaban de nuevas habilidades, de enfoques más exigentes y nuevos métodos.

La televisión ocupa un espacio cada vez más influyente en la opinión pública

La televisión ocupa un espacio cada vez más influyente en la opinión pública, amenazada ahora por las redes sociales e internet. Pero la información televisiva toma distancia de los medios escritos a la hora de captar, seleccionar y orientar la información y la opinión. Hace años, la agenda de prioridades la establecían los medios escritos tradicionales, los diarios serios con sus primeras páginas y editoriales. Los informativos audiovisuales leían los diarios influyentes antes de elaborar sus escaletas y enfocar su contenido, que, en buena medida, era seguidista.

Ahora, desde hace unos pocos años, radios y televisiones elaboran y dirigen la agenda informativa, a través de entrevistas a los protagonistas y testigos, la intervención de expertos, el uso de imágenes y el trabajo de periodistas capaces que entienden el medio y saben usarlo. Un medio, además, que cuenta con la ventaja de la inmediatez, del directo, que en periodismo supone un valor añadido muy trascendente.

Ante la creciente preeminencia de radios y, sobre todo, televisiones en la formación de la agenda y de la opinión, la reacción del periodismo tradicional fue resistente, incrédula y confusa, más atentos al espejo retrovisor que al horizonte por delante. Por un lado, se negaron a admitir que los informativos de televisión y radio fueran capaces de configurar la agenda, de volar por su cuenta; y, por otro, trataron de colonizar e influir en los medios audiovisuales para publicitar la información y contenido de los medios tradicionales. Es frecuente ver a periodistas de medios escritos aparecer en programas de televisión para aludir y publicitar sus medios de forma más o menos explícita. Un pacto implícito entre diarios y televisiones para ayudarse, protegerse, incluso encubrirse, con poca trasparencia, en conflicto de intereses, y con escaso respeto a sus audiencias, a los ciudadanos. Un pacto no escrito por el que “yo hablo bien de lo tuyo, y tú no hablas mal de lo mío”. Hay casos especialmente llamativos, por ejemplo, el de columnistas de diarios elogiando la cadena de televisión que les invitó la noche anterior a intervenir como expertos. Ingenuidad, poca vergüenza o todo al tiempo.

Este prólogo pretende advertir que la tensión entre los medios escritos tradicionales y los programas informativos de radios y televisiones forma parte de la naturaleza de las cosas. Es casi instintiva. La televisión, más que la radio, intimida, requiere habilidades y talentos poco frecuentes. Y frente a esa magia, que no lo es tanto, los medios escritos incurren, a la defensiva, en superioridad intelectual frente a la superficialidad y ligereza de los audiovisuales. Los profesionales de los primeros se sienten gente seria, reflexiva, mientras que los segundos se entregan a la audiencia, cometiendo excesos y pecando de amarillismo.

Tras los terribles atentados del 11 de marzo en Atocha, los medios, casi todos ellos, cubrieron los hechos con profesionalidad, diligencia e intensidad. Pronto aparecieron no pocas críticas al tratamiento televisivo, a las imágenes exhibidas, a los comentarios con poca sensibilidad, sin reparar ni ponderar la dificultad que entrañaba en aquel momento informar con inmediatez, responder a las exigencias, expectativas y a la angustia de los ciudadanos que querían saber. Semanas más tarde, con toda la información procesada, no faltaron expertos que visualizaron los informativos para criticar algunos planos, algunos comentarios. Eso sí, desde la comodidad de un sillón y sin la tensión de la actualidad y del directo.

Este año, durante el pasado mes de enero, un suceso excepcional y llamativo acaparó todo el interés del público y de los medios, especialmente las televisiones: un niño (Julen) atrapado en un pozo de complicadísimo acceso, cuyo rescate tuvo en vilo a la opinión pública durante dos semanas. Ningún medio se sustrajo a la tragedia, todos dedicaron su atención en espacio y recursos humanos y técnicos al fenómeno. También los medios llamados serios, que dedicaron una atención permanente a través de sus soportes digitales con tanta intensidad y desparpajo como las televisiones más atrevidas y poco consideradas. Los hechos dicen que el público reclamó información, actualizada y en directo, a lo largo de todo el tiempo que ocupó el rescate de Julen. Las audiencias a horas inverosímiles, a primera hora de la mañana, a última hora de la noche, al mediodía, crecieron de forma espectacular. La gente quería saber y los medios tenían que informar y satisfacer esa demanda.

Además, la tragedia proporcionaba elementos para un relato constante y emocionante, había foco, imágenes, testimonios, acción, dilemas técnicos… Es decir, todos los elementos que hacen posible un relato periodístico capaz de atraer una atención generalizada. Y no solo los espacios informativos dedicaban a la tragedia de Julen y su familia sus espacios principales, también los programas de entrenamiento dedicaron tiempo, mucho tiempo, a la tragedia. No hacerlo significaba perder audiencia, huir o evitar la actualidad.

Criticar que las televisiones dedicaran muchas horas al caso Julen es tan gratuito como banal

Criticar ahora, con el caso ya pasado, que las televisiones dedicaran muchas horas al día (entre el 10 y el 20% de la programación) a la tragedia es tan gratuito como banal. Había información, había emoción, había relato… había tragedia. ¿Qué hace el periodismo ante semejante cuadro? Pues no tiene otra alternativa que informar. Eso sí, informar bien, ajustados a las viejas reglas del oficio, que básicamente pasan por la búsqueda de la verdad, la explicación y el respeto a las personas. La crítica a la cantidad de horas es irrelevante, no conviene confundir peso y volumen, no son lo mismo. Hubo mucho espacio porque había información, detalles que contar e interés por todo ello. Otra cuestión es la referida a la calidad de la información, a lo que pudiera ser irrelevante, falso, manipulado, exagerado o sin sentido; lo que fuera intromisión en el espacio privado que la ética periodística exige respetar.

Que en algunos casos se produjeran excesos informativos, intrusiones en la intimidad de algunas personas y errores en los datos y en los juicios forma parte de la naturaleza de las cosas. Enfatizar el deber de prudencia, de profesionalidad, va de suyo. Así debe ser y así deben tenerlo presente los periodistas en el sitio, los editores y realizadores en la redacción y en la mesa de emisión. Y, desde luego, los redactores jefe o equivalentes que vigilan el tráfico y dirigen el trabajo. Pero no hay que olvidar que todo se produce en directo, en caliente, sometidos a no pocas presiones y pulsiones.

Es fácil criticar desde el cómodo sillón del salón o del despacho a los que están en la zona caliente, no requiere esfuerzo e incluso puede producir sentimiento de autoridad bondadosa y exigente. Pero a muchos de estos críticos me gustaría verles en el campo, elaborando el relato, buscando la información, los testimonios, y ordenando todo para trasladarlo a la audiencia. Editar esa información en bruto, emitirla a tiempo y dar el espacio adecuado a las explicaciones.

El tono medio de las informaciones sobre tragedias es exigente, considerado y respetuoso

Soy de los que estiman que la respuesta de los periodistas y de los medios españoles ante las tragedias y ante el dolor (y tenemos una larga historia de casos) suele ser profesional y cualificada. Los periodistas sabemos hacerlo y, en términos generales, hacemos un buen trabajo que, al menos, merece un notable alto. Hay sesgos en unos u otros medios, entre unos y otros profesionales, si bien el tono medio de las informaciones sobre tragedias dolorosas es exigente, considerado y respetuoso.

Me preocupan dos aspectos: primero, quién y cómo se ocupa luego de los periodistas que cubrieron estas informaciones sensibles, de la atención psicológica a su duelo (que lo tienen). Y segundo, quién y cómo se preocupa de articular la reflexión posterior, el aprendizaje que permiten esas experiencias, el cual no debería ser desperdiciado y ayudaría a construir procedimientos y recomendaciones para cuando vuelva a ocurrir otra tragedia. Estos dos aspectos me parecen mucho más importantes que divulgar críticas sobre la perversidad, ligereza, irresponsabilidad de las televisiones que, ofuscadas por la audiencia, se saltan a la torera los criterios de elemental y debido respeto a las víctimas, a los afectados y al público en general. El periodismo es una profesión que en algunos casos trabaja en el límite, con poco margen para la reflexión y la cautela, que depende mucho de la intuición y de la experiencia para resolver dilemas complicados. Una experiencia que ha salido muy malparada de la crisis durante la última década.

La cobertura de la tragedia de Julen el pasado mes de enero me pareció proporcionada, con algunos excesos, sin duda, pero también con responsabilidad y exigencia. ¿Qué editor, director o redactor jefe desdeña el seguimiento de un caso como ese?, ¿cómo se resiste la presión para un seguimiento al minuto del caso? Lo que ha faltado es una reflexión posterior en los propios medios, entre quienes vivieron los acontecimientos, para aprender, para extraer enseñanzas de cara al futuro, para hacerlo mejor cuando llegue el próximo suceso de impacto.