07/09/2017

Relato del caso español

Autorregulación sin convicción en España

Escrito por Fernando González Urbaneja

La autorregulación tiene tres requisitos: que sea asumida e impulsada por el sector, por editores y periodistas que crean en esa cautela y en la incorporación a su práctica y a su deontología; que se encomiende a un órgano independiente, profesional, plural y equilibrado, y que sus conclusiones sean asumidas por los medios, publicadas y atendidas. Sin esos tres compromisos, la autorregulación se queda en mantillas, mera voluntad sin consecuencias. 

 

FERNANDO GONZÁLEZ URBANEJA*

La historia de la libertad de prensa en España, tanto en su esquema legal como en la práctica profesional, está preñada de altibajos, pasos adelante y pasos atrás, momentos brillantes y periodos oscuros, demasiados y demasiado largos estos últimos. A principios del siglo XX, las Cortes de Cádiz aprobaron el 10 de noviembre de 1810 el Decreto X sobre Libertad de Imprenta, una ley liberal, moderna y aperturista que reconocía lo que era una reciente realidad en la calle, una prensa activa, polémica, diversa, que revelaba una sociedad movilizada, como era la gaditana de aquel momento, resistente a la invasión napoleónica y comprometida con el nuevo principio de la soberanía del pueblo español, por encima de la legitimidad dinástica.

Fernando VII acabó pronto con aquel brote de libertad con el argumento de los “males de la imprenta”, el riesgo para el poder que barruntó que una opinión pública informada, aunque solo fuera entre las minorías ilustradas, ponía en peligro el viejo orden estamental. A lo largo del siglo XIX se suceden leyes aperturistas y restrictivas de la libertad, al calor de cada sesgo constitucional, que complicaron la consolidación de medios de comunicación plurales y críticos (o afectos) con el poder, comprometidos con sus audiencias y con razonable independencia.

Ya en el siglo XX se produjo inicialmente un cierto florecimiento de los medios de comunicación, una edad fértil y brillante del periodismo, durante buena parte del primer tercio, que se dio de bruces con la dictadura de Primo de Rivera primero; más tarde, con la II República, nada amable con la libertad de prensa, y, finalmente, con el régimen de Franco, muy hostil con el periodismo, que dictó una ley de prensa en 1938, ley de guerra que estableció la censura y el control estricto de los medios, conforme al modelo fascista italiano, que les sirvió de inspiración y de referencia para controlar la prensa, para crear medios del Estado y para encuadrar y registrar a los periodistas como gremio vigilado por el Gobierno.

La Constitución de 1978, con su monumental artículo 20, nos devolvió al espíritu de la Ley de Imprenta de 1810, a la mejor tradición en favor de la libertad de prensa y del ejercicio de la profesión. Como consecuencia de esa ley y de la realidad previa de unos medios y de unos periodistas comprometidos con la libertad y el pluralismo, decididos a romper los límites, el periodismo español conoció otro de sus momentos estelares, por méritos propios, a pesar de carecer de una tradición próxima sobre la que asentarse.

Surgieron nuevos medios, se transformaron los anteriores y emergió un periodismo profesional, exigente y valorado por la ciudadanía. Buen periodismo en la exitosa transición a la democracia, que forma parte de la historia reciente de España, pero que a finales del siglo XX daba señales de agotamiento e inconsistencia, de incapacidad para llegar más lejos, para consolidar unos medios sólidos, independientes y con proyecto de futuro, precisamente en vísperas de cambios tecnológicos decisivos que imponen una nueva revolución posindustrial.

La autorregulación prende en democracias maduras, estables, con un sistema de medios bien articulado e independiente 

A lo largo de todo ese proceso no se percibieron oportunidades o la necesidad de una autorregulación, entre otras razones, por la propia inmadurez del sector. Primero, sobrevivir y, luego, filosofar. La autorregulación prende en democracias maduras, estables, con un sistema de medios bien articulado, independiente y sensible al equilibrio de poderes y a la necesidad de preservar la independencia profesional y el compromiso con la ciudadanía. Una profesión y unas empresas decididas a dar cuentas de sus actos ante los ciudadanos, de aplicarse la misma transparencia que exigen a los demás. 

La autorregulación tiene tres requisitos, tres pruebas: primero, que sea asumida e impulsada por el sector, por editores y periodistas que crean en esa cautela y en la incorporación a su práctica y a su deontología; segundo, que se encomiende a un órgano independiente, profesional, plural y equilibrado, y tercero, que sus conclusiones sean asumidas por los medios, publicadas y atendidas. Sin esos tres requisitos o compromisos, la autorregulación se queda en mantillas, mera voluntad sin consecuencias.     

En España, la autorregulación dio un paso adelante a principios de los años 90 del siglo pasado; en buena medida, como vacuna preventiva de nuevas leyes restrictivas, que suelen llamarse normas antilibelo, aunque su objeto es conspirar contra la libertad, secuestrarla. Normas que son queridas por casi todos los Gobiernos que, antes o después, sienten la amenaza de un periodismo crítico y exigente que actúa como “perro guardián” de libertades y derechos. Durante aquellos años de hegemonía socialista, desde el Gobierno nacieron iniciativas para contener los “excesos de la prensa” (lo que antes se llamaba “males de la imprenta”), para proteger intimidades, reputaciones… de personas e instituciones. La respuesta social, especialmente de la profesión, fue unánime y cerrada, como para hacer fracasar las intenciones del Gobierno, que no llegó a tramitar su proyecto de ley mordaza. Fue un momento crítico, al que respondió una profesión movilizada, unida y preocupada por la defensa de las libertades.

Precisamente en ese contexto, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) elaboró un Código Deontológico de la profesión aprobado en la asamblea anual celebrada en Sevilla en 1993, al tiempo que proponía la creación de una comisión independiente, financiada por los propios medios y las organizaciones de periodistas y formada por personas cualificadas, con trayectoria y prestigio profesional y con presencia minoritaria de periodistas.

Desde algunos ámbitos profesionales se rechazó la propuesta con el argumento de que la mejor norma es la inexistencia de normas, que la libertad de prensa debe ser ilimitada, sin controles, ni siquiera internos. Mientras que desde otros sectores se despachó la propuesta con el silencio y la indiferencia. Los editores no mostraron el menor interés por la iniciativa que fue languideciendo por la ausencia de promotor.

La idea prendió en Cataluña: en 1997 se constituyó el Consell de la Informació de Catalunya (CIC) y la fundación que lo sustenta, por iniciativa del Col.legi de Periodistes de Catalunya y el apoyo de la mayoría de los medios editados en Cataluña. El Consejo ha cumplido sus objetivos, ha funcionado con regularidad y emitido resoluciones e informes sobre buena práctica profesional.

En 2004, la FAPE decidió poner en marcha la Comisión Deontológica, denominada al modo británico como Comisión de Quejas, que se venía retrasando por la indiferencia de los editores y la resistencia de algunos a una iniciativa de este tipo ante el temor de que fuera secuestrada o capturada por algún grupo concreto o por el propio Gobierno. La Comisión se puso en marcha, presidida por Antonio Fontán (periodista, catedrático, político de la Transición y la Constitución…) y conformada por un tercio de periodistas de prestigio y también de juristas con fuste y personalidades de la sociedad civil (catedráticos, pedagogos, líderes sociales).

La Comisión nació con el apoyo y amparo de la FAPE y de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), que han financiado sus necesidades (caracterizadas por la más rigurosa austeridad). A la Comisión se han adherido un buen número de medios y de organizaciones profesionales con compromiso de mínimos. Desde 2004, la Comisión ha respondido a cuantas demandas le han llegado, ha emitido más de 130 resoluciones y una decena de informes, por propia iniciativa o a demanda de parte. Todo ello compone un acervo de recomendaciones y doctrina sobre la buena práctica del periodismo, que ha interesado en la Universidad más que en los propios medios.

El Código Deontológico debería incorporarse a los contratos de trabajo de los periodistas

Las organizaciones profesionales que forman la FAPE facilitan el Código Deontológico a sus socios cuando se afilian, pero apenas se ha llegado más lejos. La sugerencia, que he defendido en público en varias ocasiones, de que ese Código Deontológico debería incorporarse a los contratos de trabajo de los periodistas y al concepto editorial de los propios medios no ha merecido el menor interés o seguimiento.

La Comisión hace su trabajo, la encomienda que tiene de la FAPE, con seriedad, independencia y sin pretensiones, bajo su propia responsabilidad. Pero nota que la percepción en muchos medios es confusa o parcial, por ejemplo, muchos aluden a la “Comisión de la FAPE”, sin reparar en que se trata de una comisión independiente, que no compromete a la FAPE ni a sus asociados y que carece de otra autoridad que no sea la fuerza moral por la calidad e interés de sus resoluciones.

Concluyo que, tras 13 años de funcionamiento regular y modesto, la Comisión es una realidad, tiene una oferta consistente para la profesión, que la recibe con poca convicción y desinterés, quizá porque lo urgente no está tanto en la profesionalidad como en la supervivencia, pero sin percibir que esa supervivencia depende, fundamentalmente, de la profesionalidad, de la buena práctica. Lo demás vendrá por añadidura, como resultado de la recuperación de la confianza de la ciudadanía y de una reputación creciente.