29/01/2020

Deriva hacia el sensacionalismo en el periodismo de sucesos

La responsabilidad del periodismo frente al circo mediático

Escrito por Emelina Fernández Soriano

En este artículo me voy a referir en particular al tratamiento informativo que los medios audiovisuales dan a sucesos trágicos y dolorosos, a la violencia machista, y muchos de ellos con implicación de menores o personas especialmente vulnerables. Casos como los de Rocío Wanninkhof, Sonia Carabantes, Marta del Castillo, Diana Quer o los de los niños Gabriel Cruz y Julen nos muestran cómo se ha producido una deriva hacia el sensacionalismo en la forma en que las cadenas de televisión abordan este tipo de sucesos, convertidos en auténticos espectáculos, en circo mediático, con el propósito último de incrementar sus cuotas de audiencia.


EMELINA FERNÁNDEZ SORIANO*

El ejercicio del derecho a la información comporta para el periodismo una responsabilidad social que le compromete con la ciudadanía. La veracidad y el rigor son máximas consustanciales a toda labor periodística, y el desempeño de esta debe procurar un necesario equilibrio con otros derechos fundamentales igualmente reconocidos en la Constitución, como por ejemplo los de la imagen, el honor y la intimidad, con los que a veces entra en colisión. Delimitar hasta dónde alcanza cada uno y cómo ponderarlos cuando surge el conflicto es un viejo debate de la profesión periodística.

En estos tiempos que por tan variadas razones están resultando muy convulsos para el periodismo, se vienen produciendo con frecuencia hábitos indeseables que lo desvían de esa responsabilidad social. El periodismo se legitima cuando es respetable. En su reciente discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla, el 15 de octubre de 2019, Iñaki Gabilondo invocó la necesidad de que el periodismo “repase su manual de instrucciones” para que pueda seguir siendo una actividad reconocida por valores como “la calidad, la independencia, el rigor y la decencia”.

En este artículo me voy a referir en particular al tratamiento informativo que los medios audiovisuales dan a sucesos trágicos y dolorosos, a la violencia machista, y muchos de ellos con implicación de menores o personas especialmente vulnerables. Casos como los de Rocío Wanninkhof, Sonia Carabantes, Marta del Castillo, Diana Quer o los de los niños Gabriel Cruz y Julen, por citar solo algunos de los más sonados, nos muestran cómo se ha producido una deriva hacia el sensacionalismo en la forma en que las cadenas de televisión abordan este tipo de sucesos, convertidos en auténticos espectáculos, en circo mediático, con el propósito último de incrementar sus cuotas de audiencia.

Los excesos se repiten en versión aumentada en cada ocasión en la que se produce un nuevo “caso mediático”, si bien es verdad que cada vez son más las voces críticas que se alzan dentro de la propia profesión, que apelan al cumplimiento de los códigos deontológicos y reivindican un tratamiento informativo más mesurado, sensato y respetuoso. Pero, al menos hasta ahora, el asunto no suele ir mucho más allá del intercambio de puntos de vista en caliente sobre principios cuando sucede uno de estos casos, sin más consecuencias.    

La serie documental que Netflix estrenó en junio de 2019 sobre la desaparición y asesinato de tres niñas de 14 y 15 años en Alcàsser en noviembre de 1992 ha puesto foco también en este debate. Este caso pasa por ser considerado paradigma del amarillismo en televisión por los programas que se emitieron en directo desde Alcàsser con familiares y vecinos de las víctimas al día siguiente de que la Guardia Civil hallara los cuerpos de las tres menores, 75 días después de que desaparecieran, y cuando aún no habían sido enterrados, dando lugar a una serie de testimonios en un momento de máximo dolor en el que afloraban los sentimientos más primarios de los afectados. Las palabras de la periodista Mariola Cubells, hoy precisamente especializada en temas de televisión y que entonces cubrió los acontecimientos de Alcàsser como reportera del diario Levante,resultan muy elocuentes sobre el fenómeno: “No fuimos conscientes de que nos estábamos metiendo tanto, tanto en el barro. Sabíamos que estaba pasando algo que no podía pasar, pero ninguno sabíamos que era”.

El tratamiento de aquel suceso supuso un aldabonazo, algo nunca visto en televisión en España. Pero lamentablemente no sirvió como lección para aprender de lo que no se puede o se debe hacer. Muy al contrario, la televisión descubrió con el caso Alcàsser que el sensacionalismo, la explotación del dolor de las víctimas, la difusión de imágenes de impacto, la superposición de elementos emotivos y sentimentales, la realización de juicios paralelos en los platós que se realizaron durante la instrucción judicial y, en definitiva, la conversión de la información en espectáculo sin demasiados escrúpulos podían ser un efectivo reclamo para captar espectadores. Parecía que conseguir mejorar las cuotas de audiencia frente a la competencia era el objetivo último de los grupos de comunicación, aun a costa de vulnerar derechos fundamentales y traspasar límites éticos. Tanto el programa de La 1 Quien sabe dónde como el magacín de Antena 3 De tú a tú vieron incrementadas sus audiencias cada vez que trataron el caso Alcàsser durante el tiempo en que permanecieron desaparecidas las niñas. En los especiales que hicieron la noche siguiente a la aparición de los cadáveres, lograron unas cuotas del 47,6% y el 31,9%, respectivamente. La suma de ambas se mantiene, 26 años después, como la quinta emisión más vista en la historia de la televisión en España. Después siguió el juicio paralelo que se hizo desde el programa de Telecinco Esta noche cruzamos el Mississippi, cuestionando la investigación oficial y generando rocambolescas hipótesis sobre el caso aun después de celebrado el juicio. El caso Alcàsser se convirtió así en una vía a seguir y explotar para la televisión.

Progresivo deterioro de la función de informar sobre tragedias personales

Durante el tiempo en el que he sido presidenta del Consejo Audiovisual de Andalucía (CAA), entre marzo de 2011 y julio de 2019, hemos podido comprobar y alertar sobre este progresivo deterioro de la función de informar sobre tragedias personales con gran impacto emocional en la opinión pública y del abuso del sensacionalismo y el morbo en detrimento del rigor, la precisión, la moderación y la responsabilidad propias del desempeño periodístico. Los consejos audiovisuales son órganos reguladores independientes que tienen entre sus funciones principales velar por que los contenidos y la publicidad que emiten los medios tanto públicos como privados cumplan y respeten los derechos de la ciudadanía, en especial la libertad de expresión, recibir una información veraz y plural, al honor y la intimidad, la igualdad y la no discriminación y la protección de la integridad física y moral de los menores de edad y otros colectivos vulnerables.

Los consejos hacen por tanto un seguimiento constante de los programas emitidos por los medios bajo su competencia sobre los que realizan diversos informes ordinarios (de catalogación de contenidos, de pluralismo político, del reparto del tiempo de palabra por sexos, entre otros) y especiales cuando lo requieren circunstancias del momento. Por ejemplo, en el CAA se han elaborado informes específicos sobre el tratamiento en televisión de casos que tuvieron un gran impacto en los medios y que generaron mucha inquietud social por el tratamiento dado en determinados programas, como los asesinatos de Marta del Castillo y de una menor en El Salobral, el de la violación de un menor en Jaén, el de la desaparición y asesinato del niño Gabriel Cruz en Almería o el del rescate de un pozo del pequeño Julen en Totalán (Málaga), dándose la circunstancia de que en todos ellos las víctimas eran menores de edad.

En muchas ocasiones, desde hace años, he llamado la atención sobre la generalización del sensacionalismo y la banalización de la información en el tratamiento de sucesos, de la violencia de género, y de la transmisión de estereotipos sexistas tanto en la información como en la publicidad. En el año 2012 fue asesinada en El Salobral una menor de 13 años a manos de un hombre de 39 años con el que mantenía una relación sentimental. El tratamiento informativo que el caso tuvo en magacines de las televisiones privadas vulneró las leyes del Menor y de la Violencia de Género, porque se difundieron datos de la identidad e imágenes de la víctima, además de que se emitieron rumores y conjeturas sobre la vida de los familiares de la joven asesinada y se recogieron testimonios tan espeluznantes como el de un familiar del asesino que llegó a justificar que “la había matado porque la quería mucho”.

No es ni mucho menos el único caso en el que hemos asistido a tratamientos informativos deplorablemente machistas cuando la víctima es una mujer. Como ocurrió con la desaparición de Diana Quer, se difundieron calumnias, rumores y especulaciones sobre los supuestos hábitos de la joven y de su entorno, los cuales parecían tener como objetivo justificar que le había ocurrido lo que de alguna forma se había buscado, cuando la realidad es que su cuerpo yacía en un pozo al que la había arrojado su asesino tras posiblemente intentar violarla. Y así ha ocurrido con otras tantas mujeres, a las que a menudo desde los medios de comunicación se trata de culpabilizar de su destino cuando han sido asesinadas por el hecho de ser mujer.

Los medios no pueden permanecer neutrales ante la violencia de género

Los medios no pueden permanecer neutrales ante la violencia de género, una lacra incesante que afecta a nuestra sociedad por más que algunos se empeñen en ponerla en cuestión. Hasta octubre de 2019 han sido asesinadas ya 51 mujeres, más que en todo 2018. Afrontar este problema es una tarea que compete al conjunto de la sociedad y en la que los medios deben tener un papel relevante y decidido. La Ley Integral contra la Violencia de Género exige a los medios fomentar la protección y salvaguardar la igualdad entre hombres y mujeres, evitando cualquier tipo de discriminación, y difundir la información relativa a la violencia sobre la mujer con objetividad y amparando siempre la libertad y la dignidad de las víctimas.

Errores similares al caso de El Salobral se repitieron en el tratamiento informativo de una agresión sexual a un menor en un colegio de un pueblo de Jaén por parte de un grupo de compañeros, todos menores de edad, en enero de 2018. Los magacines de los canales privados de televisión difundieron datos sobre la identidad de los implicados, lo que contraviene la Ley de Derechos y Atención al Menor, e incluso se hicieron  elucubraciones sobre sus familiares. Cabe destacar que en este caso hubo una clara diferencia de comportamiento entre los prestadores públicos y privados, ya que ni Canal Sur y ni TVE facilitaron identidades en sus informaciones sobre el suceso.

En esta escalada del deterioro de los principios elementales del periodismo, el tratamiento del caso del niño Gabriel Cruz en Almería en febrero de 2018 supone un punto y aparte en el que se acumulan todo tipo de excesos. Todas las televisiones incurrieron, en mayor o menor medida, en prácticas desaconsejadas y se dejaron arrastrar por un extremo e injustificado sensacionalismo, convirtiendo la imprescindible función de informar sobre un asunto de interés general en un espectáculo. El circo mediático de acoso y exceso de tiempo dedicado a hablar de un caso se caracterizó en esta ocasión por prácticas lamentables, como el linchamiento a una persona y una familia circunstancialmente relacionadas con el suceso, la difusión de informaciones faltas de veracidad, el cuestionamiento de la investigación policial para alimentar tesis propias sustentadas en conjeturas de periodistas, comentaristas y supuestos expertos en programas que se arrogan el papel de esclarecedores del caso o especulaciones sobre la vida de la mujer detenida acusada de ser la autora del asesinato con comentarios racistas y discriminatorios que podían incitar al odio e incluso poner en riesgo la integridad de personas allegadas a ella. Del análisis de la cobertura televisiva de este caso se extrae la preocupante conclusión de que importa más el espectáculo televisivo que la verdad.

Entre las circunstancias que hacen particularmente grave este caso está el linchamiento al que fue sometido un hombre que en aquellos días fue detenido por quebrantar una orden de alejamiento de la madre del menor desaparecido, y al que en algunos programas de televisión se siguió considerando principal sospechoso cuando la Guardia Civil y el Ministerio del Interior habían reiterado que esta persona no tenía ninguna relación con el suceso. Aun así, fue seguido por cámaras y micrófonos, se implicó a algunos familiares, se publicaron reiteradamente datos sobre su identidad, historial clínico (padece una enfermedad mental) y sobre su vida privada, se identificó su residencia familiar con el uso de un zoom, se emitieron imágenes de su rostro y su participación en algunas pruebas deportivas. Los familiares de este hombre pusieron una denuncia ante la Oficina de Defensa de la Audiencia del CAA en la que se quejaban de ser víctimas del acoso de los medios y de las consecuencias que este linchamiento tuvo sobre el afectado, que sufrió un agravamiento de su enfermedad. Todo lo más que los familiares consiguieron de las televisiones fue la lectura de un comunicado, ni la mínima petición de disculpas ni, por supuesto, ningún tipo de rectificación.

No hay que olvidar tampoco el respeto a los propios derechos del menor. La difusión inmediata de datos, fotografías e información relevante que proporcione la familia es un ejercicio de corresponsabilidad social de los medios de comunicación que puede resultar útil en casos de desapariciones. Pero carece de sentido social y periodístico utilizar y difundir de forma abusiva la imagen del menor y la de sus padres, especialmente a partir del momento en el que se encontró el cadáver del pequeño. La propia familia ha pedido reiteradamente a los medios que durante la instrucción del caso y con ocasión del juicio celebrado en septiembre de 2019 dejaran de publicar imágenes de Gabriel “para dejarlo marchar” y han recordado que las fotografías fueron cedidas en su día con la finalidad de encontrarlo, y que el hecho de que esté fallecido no significa que se pueda utilizar su imagen de manera arbitraria sin la sensibilidad que merece. 

Extensión del amarillismo y la espectacularización a los espacios informativos

Otro elemento agravante es la extensión del amarillismo y la espectacularización, propia de los magacines, a los espacios informativos, caracterizados normalmente por un mayor rigor y por no difundir noticias sin confirmar. Resulta especialmente preocupante que los telenoticiarios reproduzcan los rumores y especulaciones que se difunden a través de los magacines sin contrastar los hechos, incurriendo también en el morbo y en el sensacionalismo. Es muy lamentable que las empresas periodísticas supediten el rigor y la calidad de la información a los índices de audiencia, comprometiendo el prestigio y la calidad de sus informativos televisivos.

El periodismo de sucesos, que requiere una alta especialización, ha adquirido una importancia enorme tanto en los espacios informativos como en los magacines, que mezclan periodismo y entretenimiento y suelen ser programas de larga duración. Como ocurrió con tantos otros casos, también al del niño Gabriel Cruz las televisiones le dedicaron un abultado tiempo, produciéndose una enorme descompensación entre el destinado a difundir información contrastada con el dedicado a la divulgación de especulaciones y elucubraciones; y ante la falta de novedades, en muchos programas se opta por repetir contenidos irrelevantes.

En el análisis de la cobertura del caso Julen, ocurrido en enero de 2019, comprobamos cómo las televisiones que más tiempo dedicaron a cubrir el suceso incurrieron en un mayor sensacionalismo y en prácticas incompatibles con la función de informar con rigor, honestidad e imparcialidad. Las seis principales cadenas de televisión en abierto (las públicas La 1 y Canal Sur y las privadas Telecinco, Antena 3, Cuatro y La Sexta) dedicaron a la cobertura del caso el 14% de sus emisiones totales entre el 13 de enero, día en el que el niño cayó al pozo, y el 27 del mismo mes, cuando fue enterrado tras rescatarse su cuerpo un día antes. En el caso de Telecinco, dedicó al asunto más de la quinta parte de su programación diaria (21%). También Canal Sur superó la media (15,4%), mientras que TVE fue algo más moderada (9,6%). En el día en que se produjo el rescate, el caso Julen ocupó más de la mitad del tiempo de la programación de Telecinco y Canal Sur, y La 1 dedicó un programa especial de más de nueve horas.

El afán por llegar al desenlace del rescate llevó a las televisiones a mantener una ventana abierta en pantalla con la imagen en directo del pozo de forma permanente, incluso durante la emisión de programas en los que no se abordaba el asunto. Los medios aducen para justificar el elevado número de horas de seguimiento que así daban respuesta a una fuerte demanda de información por parte de los ciudadanos, pero cabe preguntarse si la relación causa-efecto no es a la inversa, y es precisamente la retransmisión en directo con la espectacularización del rescate la que realmente generó esa demanda. Dada la mencionada falta de novedades, las televisiones utilizaron recursos técnicos para acentuar el dramatismo y mantener la tensión, como la música y efectos sonoros, conexiones permanentes en directo, reiteración de imágenes y entrevistas y testimonios de escaso valor informativo. En todo caso, en aquellos días, todas las cadenas de televisión vieron incrementadas sus cuotas medias de audiencia y, de forma especial, los programas de entretenimiento que más tiempo dedicaron a tratar el caso. También creció el número de accesos a los medios digitales.

Esta vez, la imagen del menor sí quedó preservada, si bien en algunos programas se difundieron imágenes robadas de los padres, sin respetar su deseo de no comparecer ante los medios, que fueron captadas con teleobjetivos; y en algún magacín se pusieron en duda las conclusiones de la investigación e incluso se llegó a cuestionar que el menor estuviera realmente dentro del pozo. Los medios de comunicación cumplieron generalizadamente con la petición que les hizo la Guardia Civil de que no se hicieran eco de una serie de bulos sobre las causas del accidente y la familia del menor que se difundieron en redes sociales.

Todos los códigos deontológicos y las normas éticas elementales exigen rigor, precisión y veracidad al ejercer la función de informar de asuntos de interés general, especialmente cuando se trata de asuntos dolorosos y tragedias personales que convierten a personas sin notoriedad pública en objeto y sujeto de la información, y más aún si los protagonistas son menores de edad y los crímenes o desapariciones generan un gran impacto social y emocional. En estas ocasiones es cuando más necesario resulta un ejercicio responsable y escrupuloso del periodismo, que no quiebre los derechos de las personas implicadas, directa o indirectamente, y que no traspase la fina frontera que separa el rigor del espectáculo pseudoinformativo.

Todos los casos citados y otros muchos que el lector puede recordar nos indican que la autorregulación no es suficiente, o al menos no ha funcionado en España de forma conveniente. Todos los colectivos y organizaciones profesionales de periodistas disponen de códigos éticos y deontológicos en los que no tienen cabida las prácticas relatadas sobre el tratamiento de estos asuntos en los medios audiovisuales. La nueva directiva europea de Servicios de Comunicación Audiovisual hace hincapié en establecer sistemas de autorregulación y corregulación de los prestadores para que asuman comportamientos y normas éticas que contribuyan a garantizar el rigor, la imparcialidad y la veracidad informativa. La corregulación implica a los colectivos profesionales de periodistas y a órganos reguladores independientes para establecer un sistema efectivo que garantice el cumplimiento de los códigos de comportamiento que decida darse la profesión, y que contemple medidas para las situaciones de vulneración.  Hacen falta instrumentos con fuerza moral y capacidad normativa y sancionadora.

Para ello es imprescindible que en España se cree un órgano independiente regulador del audiovisual, como contempló inicialmente la Ley de Comunicación Audiovisual en vigor desde 2010, y dejemos de ser en este aspecto un anacronismo en Europa. Todos los países de nuestro entorno disponen de este órgano, que ya hace casi 20 años que el Consejo de Europa recomendó constituir. En España, las competencias en materia de contenidos audiovisuales están otorgadas a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), en la que están diluidas entre asuntos más centrales para este organismo, como el funcionamiento de los mercados de la energía o las telecomunicaciones. Actualmente, existen dos órganos reguladores específicos de ámbito autonómico, el CAA y el Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC), más un tercero en proceso de constitución en la Comunidad Valenciana, pero con un ámbito competencial limitado lógicamente a sus respectivos territorios. La eficiencia de estos consejos de ámbito territorial está muy limitada por la carencia de un organismo estatal. De poco sirve que sean escrupulosos y rigurosos en el seguimiento de los contenidos si no pueden actuar contra las emisoras de radio y televisión de ámbito nacional.

El periodismo debe protegerse y es preciso poner cerco al circo mediático

Soy consciente de las reticencias que tradicionalmente ha tenido la profesión periodística hacia la regulación por desconfianza o temor a que se trate de implantar medidas de censura, dada nuestra historia reciente. Pero lo que está en juego es la credibilidad del periodismo y la propia esencia de esta labor que tan imprescindible es para la democracia. El periodismo debe protegerse y es preciso poner cerco al circo mediático. Se está produciendo entre la profesión un efecto de contaminación de malas prácticas que propician el sensacionalismo y la espectacularización de la información, y es muy preocupante que los medios se dejen arrastrar por lo que se difunde en las redes sociales, que los programas informativos acaben copiando a quienes se dedican al entretenimiento.

Vivimos un tiempo en el que se observa con preocupación una cierta relajación o abandono de algunas normas fundamentales del oficio periodístico, como el rigor, el contraste de las fuentes, la contextualización. Ninguna razón puede justificar que esto ocurra, ni la necesidad de inmediatez, de llamar la atención de la audiencia, de mejorar la cuenta de resultados, por más legítimas que sean estas aspiraciones. La información debe seguir contribuyendo a  hacernos más libres, y esto es disponer de datos ciertos e informaciones contrastadas para formarnos opiniones fundamentadas. Últimamente suele usarse con mucha frecuencia, frente a los avatares que afectan a la profesión periodística, el lema de que “sin periodismo, no hay democracia”. Avanzar en un periodismo auténtico, fiel a sus esencias, que sepa responder a las necesidades que los ciudadanos tienen de información, es, sin duda, profundizar en la democracia.

Incumplir las normas, saltarse los principios deontológicos, vulnerar los derechos fundamentales y el respeto a todos los implicados en una información con el fin de conseguir una mayor ratio de audiencia, que supone aumentar las cuotas de mercado y los ingresos económicos, es un retroceso ético y de calidad democrática que ni la sociedad ni los poderes públicos deben permitir, ni mucho menos la profesión periodística, porque afecta a su propia esencia.

El cumplimiento de los códigos éticos y deontológicos es imprescindible y debe ser exigible estableciendo costes para su incumplimiento. Respetar las normas que nos hemos dado en el espacio audiovisual no nos hace menos libres, sino más civilizados y más iguales en la libertad. No consiste en limitar la libertad, sino que se trata de racionalizarla e igualarla para hacerla posible a todas y todos y evitar la dominación del más fuerte.