21/01/2019

CARTA A LOS LECTORES - N.º 37

La Constitución que nos ampara en mitad de la tormenta

Un especial sobre el artículo 20 de la Constitución española centra este nuevo Cuadernos de Periodistas, que aprovecha la celebración de los 40 años de nuestra Carta Magna para poner el foco sobre el artículo que constitucionaliza el derecho de los ciudadanos y el deber de los periodistas a “comunicar o difundir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. El de la libertad de expresión y su derivada, la libertad de información, son por tanto amparados como derechos fundamentales en la Constitución.

Como consecuencia de ello, se reguló en 1997 la cláusula de conciencia que, en síntesis, viene a garantizar al periodista la posibilidad de suspender su relación laboral con el medio en el que está contratado si este cambia claramente de posición ideológica, de modo que la rescisión de su contrato le sea retribuida al profesional en la misma cuantía que de si un despido improcedente se tratara. El secreto profesional, amparado también por el texto constitucional, no ha sido nunca regulado para satisfacción y alivio de la inmensa mayoría de los periodistas, esencialmente desconfiados de toda regulación de la actividad informativa que no sea la del Código Penal y la del Código Civil.

Hasta aquí, todo lo bueno –y es mucho– que podemos anotar a favor de la últimamente tan vapuleada profesión periodística. A partir de aquí, todos los inconvenientes, amenazas, riesgos y debilidades que padece hoy en día el ejercicio del periodismo, y no solo en España.

Nemesio Rodríguez enumera en su artículo los daños que ha producido a la libertad de expresión la Ley de Seguridad Ciudadana, conocida en la calle como “ley mordaza”. Además de sancionar el “uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales” de policías que pueda poner en peligro la seguridad de instalaciones protegidas o el éxito de una operación, otorga a la palabra del policía más valor probatorio que a la del multado, con lo que su derecho a la presunción de inocencia queda inmediatamente dañado.

Hay otro perjuicio a la libertad de expresión que se está viendo últimamente con gran profusión en los tribunales españoles, en los que se están juzgando numerosísimos presuntos delitos de odio y que afectan a las expresiones de humor, a la sátira, aunque esta pudiera resultar hiriente para un número elevado de personas.

Es cierto, y así debemos reconocerlo y suscribirlo, que el derecho constitucional a la libertad de expresión ha de convivir con los derechos, igualmente constitucionales, a la intimidad, al honor y a la propia imagen.

No obstante, como bien subraya María Dolores Masana, este no es un fenómeno exclusivamente español, lo cual lo convertiría en fácilmente superable, sino europeo y ahora también norteamericano por las circunstancias concretas que se dan en este tiempo en EE. UU. Porque sucede que la Ley de Seguridad Ciudadana vigente en España tiene sus correspondientes réplicas en la Loi de Securité Citoyenne de Francia, la Snooper´s Charter en el Reino Unido y la ley aprobada en Alemania que permite intervenir las conversaciones, también las de los corresponsales extranjeros.

Caldo de cultivo perfecto para abrir la puerta a la acción represora y antidemocrática de los regímenes autoritarios

Si a esto le añadimos el descrédito a la profesión periodística al que se ha dedicado con afán el presidente norteamericano, Donald Trump –quien no solo acusa a los periodistas de ser “enemigos del pueblo”, sino que desacredita las informaciones que no le agradan por el procedimiento de hundirlas en el magma oscuro de las noticias falsas, fake news–, tenemos el caldo de cultivo perfecto para abrir la puerta a la acción represora y antidemocrática de todos los regímenes autoritarios del mundo entero.

Y para rematar el negro panorama en el que pugna por sobrevivir esa libertad de expresión con tanto mimo protegida por nuestra Constitución, el periodismo se enfrenta a otra dura lucha en la que tiene muy escasas posibilidades de vencer: la propagación de todo tipo de noticias que circulan por las redes sociales y que flotan en un universo de anonimato, en el que no es posible de ninguna manera asegurar la trazabilidad de la información. Esta es aceptada sin la menor resistencia por un público que, una de dos, u otorga una superioridad indiscutible a internet como medio infalible mediante el cual informarse, o sencillamente admite la noticia como buena porque refuerza sus propias convicciones.

En esas condiciones, el trabajo de los periodistas es cada vez más arduo y se enfrenta a obstáculos crecientes que no hacen sino debilitar su función y su fe en la profesión; y, asimismo, menoscaban la defensa de las mínimas condiciones éticas con las que afrontar su tarea. Por ello, la regulación de la cláusula de conciencia ahora mismo en España no pasa de ser un cruel sarcasmo: es tal la avalancha de periodistas que salen cada año por miles de las decenas de facultades de Periodismo que se han creado en España que la posibilidad de poner una sola pega al medio en el que un profesional desempeña su trabajo se convierte en una gesta heroica. Y la razón de eso es que todos saben, y el interesado también, que su desafío a la empresa se va a traducir en su expulsión inmediata de la redacción y que “a rey muerto, rey puesto”, con la particularidad de que quien sea contratado para sustituirle –para lo cual habrá cientos de candidatos anhelantes– le va a suponer al empresario un coste infinitamente menor que el que le suponía el saliente.

Y esto afecta también a los propios medios de comunicación de nuestro país, cuyos ingresos publicitarios han caído estrepitosamente en un proceso que no ha terminado aún. Nadie ignora que, como dice Lucía Méndez, “difícilmente se puede gozar de libertad de informar y de opinar si no se dispone de independencia económica”. Por ello, también en términos empresariales, la libertad de expresión puede verse condicionada por la falta de autonomía financiera de los medios.

La cláusula de conciencia se ha convertido hace ya mucho tiempo en un adorno evocador de tiempos más honrosos

Así pues, el derecho a plantear una cláusula de conciencia se ha convertido hace ya mucho tiempo en un adorno evocador de tiempos más honrosos.

Pervive, eso sí, la defensa de la libertad de expresión y de información, para la que cabe recordar siempre que no son derechos que pertenezcan a los periodistas, sino a los ciudadanos a los que servimos.

El panorama laboral es malo, y el de la defensa de los valores en los que se basa el periodismo no es mejor, pero no todo está perdido. Las nuevas tecnologías y la posibilidad de crear medios de comunicación muy especializados que se dirijan a sectores concretos de la población abren muchas posibilidades a los jóvenes periodistas emprendedores. Y por lo que se refiere a la defensa de los valores que alimentan el ejercicio de la libertad de expresión y de información, el hecho de que estos derechos constituyan los cimientos sin los cuales no se podría mantener en pie la arquitectura de los sistemas democráticos nos permite albergar la esperanza de que, aunque solo sea por puro instinto de supervivencia de la ciudadanía que disfruta de ellos, esos valores prevalecerán. Ánimo.

Victoria Prego
Presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid