24/06/2015

El Mataerratas

Ortografía en la universidad

Escrito por Arsenio Escolar

En octubre pasado, me invitaron como ponente al Tercer Congreso Internacional de Correctores de Textos en Español. Se celebraba en Madrid. Las dos ediciones anteriores fueron en Buenos Aires, en 2011, y en Guadalajara (México), en 2012. Entre los asistentes a la tercera, había correctores, traductores, asesores lingüísticos y otros profesionales muy vinculados al buen uso del idioma, como periodistas y publicistas. 

Lamenté en mi intervención la escasa preparación lingüística de muchos de los jóvenes periodistas, reivindiqué la figura del corrector, me dolí de que en los periódicos apenas queden correctores humanos, critiqué la mediocre solución de sustituirlos con correctores automáticos en los sistemas de edición... Conté, incluso, varias anécdotas del oficio y de las barbaridades que en ocasiones perpetra la automatización de la corrección. Aquella –no sé si real o inventada, pero, desde luego, posible y muy esclarecedora– de una entidad en cuyos estatutos, en vez de figurar que era “una organización sin ánimo de lucro”, podía leerse que era “una organización sinónimo de lucro”. U otra –tampoco sé si cierta o recreada– de uno que fue elegido para un cargo no “por unanimidad”, sino “por una nimiedad”. Una tercera, esta sí comprobada por mí, de aquel día de 1999, en concreto el 30 de junio, en que en una misma página del diario ABC el corrector automático convirtió a Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid en ese momento, en Miguel Blusa; a Pedro Luis Uriarte, entonces consejero delegado del BBV, en Pedro Luis Airarte, y a los comisarios europeos Karel Van Miert y Mario Monti en Karel Van Mirto y Marido Monta, respectivamente.

Los congresistas se reían. ¿Todos? No. Dos de ellos, un chico y una chica, me esperaron a la salida para decirme que los correctores automáticos son cada día mejores, mucho más perfectos, y para convencerme de que la “tecnología semántica” merece la pena, pues lleva camino de resolver gran parte de los problemas de mal uso del idioma en nuestra profesión. He indagado después y comprobado que, en efecto, los correctores automáticos mejoran y –como encontré en la publicidad de uno de los fabricantes– son ya capaces de detectar casi de todo: “ortografías no preferidas; expresiones incorrectas (solecismos y barbarismos); expresiones no recomendables, impropiedades léxicas; extranjerismos léxicos, sintácticos o semánticos; expresiones redundantes; faltas de régimen verbal; queísmos y dequeísmos; repeticiones; coloquialismos y vulgarismos”. Incluso –añade el que cito–, “si hablamos de una herramienta de calidad y prescindimos de la autocorrección, un corrector automático delega en el usuario la responsabilidad de hacer efectiva la corrección, lo que redunda en el ‘Autoaprendizaje significativo’[1]. Es decir, que un corrector automático en el que la última decisión de los cambios la tenga el redactor puede ser hasta una buena herramienta para la formación de los periodistas.

No podemos confiar la mejora en el uso de la lengua de los periodistas solo al entrenamiento con correctores automáticos

La experiencia me dice que sí, que tienen algo de razón en esto último, pero que no es suficiente. No podemos confiar la mejora en el uso de la lengua de los periodistas solo al entrenamiento con correctores automáticos. Tampoco podemos confiárselo solo a la ayuda de los correctores humanos, gente por lo general cuidadosa de su trabajo y que en muchas redacciones llega a elaborar pequeños manuales prácticos para uso interno con algunas recomendaciones o con los errores o dudas más frecuentes. Todo ayuda, todo viene bien, aunque, si realmente queremos afrontar el problema del mal uso del lenguaje en la prensa, conviene ir un poco más atrás. A la formación previa, a los programas universitarios, incluso a los ciclos formativos anteriores a la universidad.

En España, hay casi un centenar de facultades o escuelas universitarias que imparten estudios de Periodismo o de Comunicación. Navegar por sus planes de estudios y de programas buscando si en alguno de ellos hay asignaturas específicas en las que se enseñe el buen uso del idioma es una tarea casi inútil y genera melancolía. No hay gran cosa. Algunos centros siguen teniendo departamentos de Filología Española e incluso materias como Lengua Española, pero se dedican más a la lingüística general que a formar a los futuros profesionales en el cuidado de la palabra, pese a que esta será una de sus herramientas fundamentales en el ejercicio profesional.

El cuidado y la pulcritud en el uso del idioma no son prioritarios en la enseñanza generalista actual ni en la enseñanza superior

Gramática, Sintaxis, Ortografía, Prosodia (tan necesaria para el buen ejercicio profesional en los medios audiovisuales, otro día hablaremos de esto)… son materias inencontrables en los planes de estudios de la gran mayoría de nuestros centros universitarios. “De eso se viene ya preparado desde la enseñanza secundaria”, suelen contestar los responsables de los planes de estudios si preguntas por esas ausencias. Lo cierto, lo triste, lo dramático, es que no. Por desgracia, el cuidado y la pulcritud en el uso del idioma no son prioritarios en la enseñanza generalista actual, y tampoco lo son en la enseñanza superior en especialidades como la nuestra, en la que tanto se necesita.

Hace muchos años, tuve un jefe de la vieja escuela, muy experimentado, muy culto, muy leído, muy puntilloso… y extraordinariamente duro con los jóvenes que empezábamos. Pescaba una errata nimia apenas le echaba una ojeada en diagonal a un folio mecanografiado. Detectaba una mala concordancia de dos párrafos antes de que se produjera. Fuera de la redacción, era un cacho de pan, pero dentro gastaba malas pulgas. Eran los tiempos en que se trabajaba con las viejas máquinas de escribir de tecleo estruendoso y papel autocopiativo por triplicado. Una copia se la quedaba el redactor, otra se le entregaba al redactor jefe, una tercera iba al taller. Cuando aquel jefe de mi juventud recogía una de sus copias de su bandeja, todos mirábamos con disimulo desde nuestros rincones, intentando adivinar por los gestos de su cara si el trabajo pasaba el estricto control de calidad. En ocasiones, aquel tirano empezaba a musitar y a sulfurarse, enrojecía de ira, se levantaba estrepitoso y rompía la copia entre voces: “¡¡¡Escriben con los pies, y los tienen sucios!!!”, decía mirando al techo, encolerizado, como apelando a los dioses de la profesión.

Quizás era un poco exagerado aquel jefe colérico, aunque alguna razón tenía. Cada nueva generación de periodistas que sale de las escuelas, de las facultades o de los másteres (o de otras profesiones, o de la calle…) suele venir, por término medio, mejor equipada que la anterior en muchos de los fundamentos de nuestro oficio y, también de media, bastante peor en el uso de la lengua. No sé si las causas son las tantas veces barajadas: la caída de los hábitos de lectura, la desaparición paulatina de la cultura libresca, el empobrecimiento general del lenguaje en nuestra sociedad, la sustitución de lo impreso reposado y pulido por correctores y editores por lo online publicado a la carrera y sin filtros que lo mejoren, la pérdida de reputación de la pericia y la habilidad lingüística…

Sea como fuere, lo cierto es que, si uno compara un puñado de textos periodísticos actuales, seleccionados aleatoriamente, con otro de hace 50 u 80 años, observará que hemos mejorado mucho en la estructura de la información o en la precisión de los datos o en la identificación de las fuentes o en la separación entre información y opinión… y hemos empeorado en gramática, en sintaxis y en ortografía. ¿Nos vamos a resignar?