22/12/2015

TRIBUNALES

Políticos en defensa propia

Escrito por Teodoro González Ballesteros

Además de una obviedad, es tristemente lamentable tener que repetir que en los regímenes políticos de apariencia democrática, en los que la división de poderes no deja de ser una frase propagandística en tiempos de acoso electoral, el mayor peligro para las libertades de comunicación proviene del Gobierno, de los Gobiernos que en su tiempo y contexto han dispuesto de capacidad decisoria para limitar esas libertades en defensa propia.

De forma cíclica y cuando las circunstancias de pérdida del poder apremian, siempre aparece un miembro del Gobierno de turno, ya sea ministro de Justicia o de Interior –o titular de ambos departamentos, que también se ha dado (Belloch Julbe)–, y realiza declaraciones alertando del peligro que conlleva difundir informaciones sobre sumarios judiciales y la sanción penal que conlleva tal comportamiento. Después, en unas ocasiones rectifican o matizan lo dicho y en otras lo justifican en protección del orden moral, el bien público o la seguridad del Estado, pero sin pasar las ocurrencias a la obligatoriedad del Boletín Oficial del Estado. Cierto es que en la mayoría de las ocasiones el asunto queda reducido a la amenaza o el aviso a navegantes acerca de la capacidad de que disponen para limitar la específica libertad de información.

Entre las escandalosas amenazas a la prensa, excesivas ya en los casi 37 años constitucionales que llevamos vividos, debe recordarse como referencia la originada en la IV Legislatura, Gobierno socialista, cuando el ministro de Justicia, De la Quadra-Salcedo, tras tomar posesión del cargo en marzo de 1991, anuncia un mes más tarde la preparación de una “ley mordaza”, “antilibelo” o de instauración del delito de difamación. Cabe recordar que en el mes de abril de aquel año se difundieron las conversaciones telefónicas del diputado José María Benegas en las que opinaba sobre el presidente del Gobierno; y en esa Legislatura, que terminaría en julio de 1993, aún serían conocidos los casos Juan Guerra, Filesa, Malesa y Time-Export e Ibercorp, entre otros, y todos ellos “descubiertos” por los medios de comunicación.

Ahora, y dando un salto en el tiempo por razones de espacio, no por olvido histórico, nos referimos al ministro de Justicia, Rafael Catalá, que ha hablado públicamente –y ya parece haberse arrepentido de hacerlo– de la conveniencia de someter a debate y reflexión si debe sancionarse a los medios por difundir informaciones judiciales sobre casos que están sub judice. No ha dicho qué casos le rondaban el subconsciente al pronunciar sus palabras, pero en el partido político al que pertenece hay sobradamente para elegir. Estas expresiones más o menos lúdicas –que, semejantes al cauce del Guadiana, aparecen y desaparecen temporalmente anunciadas por gobernantes y administradores públicos enfangados, por acción u omisión, en sumarios de corrupción económica y política– no dejan de ser amenazas, intimidaciones o advertencias a la prensa como recordatorio de quien tiene el poder y el mando.

De forma cíclica, el Gobierno de turno alerta del peligro que conlleva difundir informaciones sobre sumarios judiciales y la sanción penal que ello conlleva

Antes de exponer los pronunciamientos más importantes del Tribunal Constitucional (TC) sobre materia de secreto sumarial relacionados con el derecho a la libertad de información, conviene recordar los dos grandes ataques padecidos por los jueces y la administración de Justicia, y por periodistas y medios de comunicación, desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978, uno por acción y el otro por omisión intencionada.

El primero se originó durante el primer Gobierno socialista, que en 1985 modificó la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980 para que el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de jueces y magistrados y encargado de elegir directamente, entre otros, a los miembros de las cinco Salas del Tribunal Supremo, se convirtiera, con la colaboración de un Parlamento áulico, en un mero órgano del Gobierno. Situación que, con los cambios ya producidos en el funcionamiento del Consejo, continúa en vigor. Nada que decir del Ministerio Fiscal, promotor de la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, que tiene una estructura piramidal de obediencia debida, con el fiscal general del Estado a la cabeza, al que designa directamente el presidente del Gobierno de turno.

El ataque por omisión contra los medios de comunicación proviene de la negativa a regular mediante Ley Orgánica el secreto profesional de los informadores que la Constitución anuncia en su art. 20.1.d), imprescindible para el ejercicio con independencia, junto con la cláusula de conciencia, de su labor social. Si bien la benevolencia interpretativa de jueces y magistrados les hace aplicar el secreto, no hay texto alguno en nuestro Ordenamiento Jurídico que nos diga el contenido de tal figura constitucional. Lo que sí está debidamente regulado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal es el secreto sumarial, bien con carácter general u ordinario (art.301), o específico y agravado (art.302). La cuestión de fondo que lleva planteándose desde que la Constitución reconociera la figura de secreto profesional del informador, cuyo contenido, naturaleza, límites y demás circunstancias desconocemos por su falta de regulación, es el enfrentamiento entre este y el centenario secreto sumarial que acoge la LECr.

La publicidad de las actuaciones judiciales es otra de las cuestiones que debe tenerse en cuenta a la hora de concretar los bienes jurídicos de especial protección, el de la debida realización de la justicia o el del derecho a estar informado de todo ciudadano y, por ende, de la comunidad. El art. 24.2 de la CE dispone que “toda persona tiene derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías”, derecho con valor de fundamental; y en el art. 120.1 se dice: “Las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento”. La Ley de Enjuiciamiento Criminal es la ley de procedimiento que acoge el secreto sumarial. Alguna vez debería haberse intentado determinar si el principio de la publicidad judicial está condicionado a las leyes procedimentales o si es a la inversa: si estas deben sujetarse a la Constitución.

Sobre el debate jurídico acerca del contenido del secreto sumarial, y su posible vulneración periodística, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en dos ocasiones de forma contundente. La primera proviene de la STC 13/1985, de 31 de enero, y trae causa del recurso de amparo interpuesto por la entidad Última Hora Sociedad Anónima, editora del diario del mismo título, de Palma de Mallorca, contra resoluciones judiciales que prohibían la publicación de fotografías obtenidas con ocasión de un incendio hasta la finalización de las diligencias incoadas al efecto. Las susodichas fotografías fueron difundidas por el medio de comunicación en ejercicio de su derecho a comunicar información. El TC, que otorga el amparo solicitado, se pronuncia sobre la cláusula del secreto sumarial en los términos siguientes: “Las fotografías se realizaron antes de que comenzaran las actuaciones sumariales, se obtuvieron directamente sobre el lugar donde acaecieron los hechos sin transgredirse para obtener la información ninguna otra norma o derecho y, desde luego, no fueron extraídas del sumario, ni para su obtención se utilizó información alguna que constara en un sumario ni siquiera abierto en el momento de su realización. En consecuencia, una información obtenida antes y al margen del sumario no puede considerarse atentatoria al secreto sumarial, que solo limita la libertad de información en cuanto para informar haya previamente que quebrantarlo”. Por consecuencia, la difusión de una información que no procede taxativamente
del sumario no puede considerarse transgresora del secreto sumarial.

La segunda de las sentencias del TC es jurídicamente compleja porque provoca un interesante debate sobre el alcance judicial del secreto sumarial entre el TS (STS 64/1998, de Sala de lo Civil, de 5 de febrero) y el TC (STC 54/2004, de 15 de abril). Al efecto, conviene recordar que el Supremo es el máximo órgano judicial de la jurisdicción ordinaria y el Constitucional es el superior intérprete de la Constitución, que en sus resoluciones únicamente está sujeto al texto constitucional y a su propia ley orgánica. El debate trae causa de una noticia publicada en el diario Claro (Sílex Media), titulada “Múgica, ¿untado con 45 millones?”, sobre tráfico de influencias y tiene su origen en un sumario penal. La persona afectada, Enrique M., plantea la existencia de una intromisión ilegítima en su honor, y el TS realiza un juicio de ponderación de los derechos fundamentales en conflicto, el derecho al honor y el derecho a la libertad de información, utilizando los instrumentos que el propio TC ha instaurado para ello, el interés público y la veracidad de la información.

En cuanto al interés, el TS no plantea duda razonable alguna: la persona citada es un exministro del Gobierno. La cuestión objeto de interpretación es la veracidad de la información difundida [art. 20. 1 d)]. Al respecto, dice el TS: “Es el requisito de la veracidad lo que constituye el núcleo de la información. Este requisito hay que interpretarlo a la luz de la doctrina del TC, cuando dice que la información rectamente obtenida ha de ser protegida, aunque resulte inexacta, con tal de que se haya observado el deber de comprobar su veracidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente. O sea que una información se puede estimar como veraz cuando concurren las siguientes circunstancias: que haya sido rectamente obtenida y que, con profesionalidad, se hayan realizado las oportunas averiguaciones. Todo ello, cualquiera que fuese su resultado”.

Plasmadas estas reglas de interpretación, el TS considera que la información no se ha obtenido rectamente. Señala el juzgador que la misma “ha sido obtenida de unas declaraciones que obran en un sumario en trámite en un juzgado de instrucción y realizadas por un narcotraficante”, vulnerando el secreto sumarial. Y concluye: “No se puede hablar de una información veraz desde el instante mismo en que se ha quebrantado el secreto genérico sumarial para obtener los datos que constituyen el núcleo de la referida información, que, por otra parte, y así se puede afirmar, no servirá nunca para formar una opinión libre y que redunde en beneficio del ente social, pero sí para conseguir un mayor beneficio comercial” (FJ1º).

En resumen, el TS condena al diario Claro convirtiendo el secreto genérico sumarial en un requisito impediente para entrar a conocer el fondo de la cuestión: la posible actividad de tráfico de influencias del denunciante.

Recurrida en amparo por el medio de comunicación la sentencia del TS ante el TC, este da la razón al periódico aplicando la doctrina, creada por el propio tribunal, del “reportaje neutral”, consistente en que la actividad del periodista se reduzca a transmitir una información cuya fuente esté suficientemente contrastada y sin aportar opinión alguna sobre el contenido de la misma. Aquí la fuente indubitada son las diligencias sumariales y la declaración del narcotraficante, que el TS ha considerado secreto sumarial.

Si un ministro de Justicia considera que cualquier aspecto de la realidad social debe modificarse, lo que le corresponde hacer es iniciar la vía legislativa pertinente

Sobre la tesis del TS que estima que la información publicada por el diario Claro no cumplió el requisito de la veracidad porque no fue rectamente obtenida, al proceder de un sumario con violación de su secreto, el TC dictamina: “Nuestra jurisprudencia ha vinculado la información rectamente obtenida con el requisito de la veracidad, entendida como cumplimiento del deber de diligencia en el contraste de la información; pero nunca hemos relacionado esa exigencia con la de que la obtención de los datos sea legítima, ni, por tanto, con el secreto de sumario. De modo que la cuestión de que la información publicada no pudiera ser objeto de difusión por haber sido obtenida ilegítimamente, es decir, quebrando el secreto del sumario y constituyera una ‘revelación indebida’ (art. 301 LECr) es una cuestión distinta a la que aquí se examina. En efecto, lo que hemos de dilucidar en el presente caso es si la información publicada puede o no reputarse lesiva del honor y, por lo tanto, si, desde la perspectiva de la tutela que constitucionalmente corresponde al honor de las personas, estamos o no ante un ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Delimitado así el objeto de nuestro juicio,  que el ejercicio de la libertad de expresión pudiera resultar ilegítimo por otras razones tales como que la noticia constituyera una revelación de algo que, por proceder de un sumario, la Ley declara secreto –con la eventual responsabilidad de quienes hubiesen cometido tal transgresión– en nada afecta al conflicto que aquí dilucidamos, pues por muy ilegítima que, desde ese enfoque, pudiese resultar una información determinada, ello no la transformaría en inveraz ni, por tanto, en lesiva del honor” (FJ6º).

Las anteriores referencias jurisprudenciales son las únicas a través de las cuales el TC se ha pronunciado específicamente sobre la cuestión del secreto sumarial y medios de comunicación. Quien sí lo ha hecho en varias ocasiones sobre revelaciones del secreto sumarial hechas por jueces y magistrados ha sido el TS, mereciendo una cita especial la STS de 23 de marzo de 1998, Sala de lo Contencioso-administrativo, que trae causa de la reclamación formulada por el juez Miguel M., a la sazón titular del Juzgado Central de Instrucción n.º 3 de la Audiencia Nacional, contra el Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, de 9 de octubre de 1996, que le imponía la sanción de un año de suspensión por considerarlo autor de una falta muy grave como implicado en la revelación de hechos, datos y noticias conocidos en el ejercicio de la función jurisdiccional (arts. 417 y 420 en relación con el 396), con motivo de una entrevista publicada en el diario ABC el 15 de octubre de 1995. La sentencia rechaza la argumentación de falta de responsabilidad alegada por el juez expedientado, comparando sus declaraciones al diario con otro tipo de filtraciones judiciales: “Una cosa es que personas ajenas al proceso en curso puedan intuir por rumores o filtraciones indebidos lo que ocurre en el proceso y otra muy diferente que se exponga a la opinión pública, mediante una comunicación realizada a un medio de gran difusión por el máximo responsable de la investigación, lo que personalmente está haciendo en el proceso, ya que mediante esta actuación se atribuye plena verosimilitud a las noticias. Aparte de que en el caso que se enjuicia tampoco podía decirse que, a través de las declaraciones del imputado, no se hubieran dado a conocer datos hasta entonces desconocidos por el público” (FJ7º).

Podría seguirse hablando del interés informativo, de las personas públicas, de la clase política que es más conocida por su paso ante los tribunales que por sus actuaciones en el Parlamento, y hasta de esa leyenda urbana que se cita como “juicios paralelos”, término que pseudoinventó un magistrado hace 17 años escribiendo un libro para justificarse a sí mismo y sus relaciones con la prensa, pero me temo que incidiríamos sobre lo ya sabido. Si un ministro de Justicia en activo, aunque sea de difícil justificación, considera que cualquier aspecto de la realidad social debe modificarse en beneficio de la comunidad en general, lo que le corresponde hacer es iniciar la vía legislativa pertine
nte para proteger los bienes jurídicos y sociales en peligro y no apelar al chismorreo amenazante.