27/06/2025

Combatir la desinformación sin censura

El Ministerio de la Verdad no os hará libres

dES-INFORMACIÓN

Escrito por Víctor Lapuente

La definición de desinformación no puede ser “lo que no nos gusta leer”. No podemos censurar las lecturas que nos resultan incómodas. No podemos caer en la tentación (propia de una Ilustración mal entendida) de que la Verdad es singular, y con mayúsculas, y las mentiras, plurales. Para combatir bien la desinformación hay que hacer dos cosas: golpear a los calumniadores y, sobre todo, reformarnos nosotros mismos.

 

* VÍCTOR LAPUENTE

El segundo mayor peligro para las democracias es la desinformación. El primero es la lucha contra la desinformación por parte de algunos Gobiernos. Uno a uno, los autócratas del mundo se han dado cuenta de que la mejor estrategia para atarse al poder no es el control del ejército, sino de la prensa. Ningún batallón es más letal que unos canales de televisión serviles. Ninguna campaña, más expeditiva que las de intimidación para acallar las voces críticas.

Desde hace muchos años, los expertos en la supervivencia y calidad de las democracias destacan el papel fundamental de la prensa. Y lo documentan. Los datos señalan una apabullante correlación entre la cantidad y la calidad de la prensa en un país y la salud de su democracia. Para medir la cantidad, la variable normalmente más usada es la circulación de periódicos por cada 1.000 habitantes. Aquellos territorios que históricamente han puntuado alto en consumo de prensa sufren menos corrupción sistémica. Es el caso de Japón en Asia o las naciones nórdicas en los análisis entre países o de algunos estados del Medio Oeste en los estudios de EE. UU. El mecanismo es tan lógico como sencillo: una población informada de los más mínimos desmanes del poder impide que se lleven a cabo abusos mayores.

Recuerdo que, hace unos años, en una conferencia europea sobre corrupción, la moderadora nos preguntó a los emisarios (informales) de los Estados-miembro cuál era el caso de corrupción más importante en nuestros países en los últimos tiempos. Después de que cada uno narrara el suyo (yo me demoré más, porque desde aproximadamente 2008 en adelante nuestros escándalos de corrupción han sido espectacularmente complejos), nos preguntó quién lo había descubierto. De forma invariable, en todos los casos, la respuesta fue la misma: un o una periodista. Siempre.

El segundo mayor peligro para las democracias es la desinformación. El primero, la lucha contra la desinformación de algunos Gobiernos

Y, además de la cantidad, también importa la calidad de los medios. No existe indicador objetivo a este respecto, pero las comparativas de Reporteros Sin Fronteras nos dan una imagen, como mínimo, creíble de la independencia de los medios de comunicación de un país respecto a los grandes intereses (económicos o políticos). De nuevo, la asociación estadística entre el índice de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras y cualquier indicador de buen gobierno es estremecedoramente alta. En esta clasificación, España ocupa en 2025 la posición 23 del mundo; en gran parte, por el ambiente de fiera polarización que los expertos detectan en nuestro ecosistema mediático. Es un lugar mediocre entre las democracias avanzadas, pero mejor que el que tenemos en los índices de control de la corrupción, en los que no entramos en muchos casos entre los 40 mejores países del mundo.

Tienen razón quienes dicen que, a estas alturas del siglo XXI y en contraposición a lo que ocurría hace décadas, las democracias mueren despacio. Pero no en silencio, sino en el ruido mediático más atronador. No nos faltan análisis de la desinformación ni casandras que anuncian el colapso de la democracia por el desgaste institucional y la apatía social a la que nos conducen la posverdad, las fake news, los “seudomedios” y demás monstruos que desencadenarán el apocalipsis. Lo que nos falta es lo contrario: voces que quiten peso al problema y pongan de manifiesto que la pretendida Edad de Oro del periodismo nunca ha existido como tal. Ha podido haber épocas mejores y peores. Y de las peores también hemos salido.

Cuando el horizonte parece nublado resulta útil volver la vista atrás. Un ejemplo de que las cosas no siempre han estado bien lo encontramos en los inicios de la primera gran revolución mediática, cuando los avances tecnológicos y la drástica reducción de los costes del papel y la impresión propiciaron una auténtica explosión de publicaciones a finales del siglo XIX. En aquella época, los periódicos sensacionalistas inundaron los quioscos y las calles, difundiendo todo tipo de informaciones inverosímiles y “noticias falsas”. Entre los bulos más conocidos destaca la falsa acusación de que España había hundido el acorazado Maine, un rumor que sirvió como justificación para el estallido de la guerra hispano-estadounidense de 1898. También se difundieron historias tan extravagantes como la supuesta existencia de una civilización de hombres-murciélago en la luna, un relato publicado por el New York Sun en 1835 que capturó la imaginación del público.

La esperanza a la que debemos agarrarnos siempre es al deseo de las personas libres por conocer la verdad

Sin embargo, este modelo periodístico basado en la exageración y la mentira no tardó en ser subyugado por la más intensa de las fuerzas sociales: el deseo de las personas libres por conocer la verdad. Y esa es la esperanza a la que debemos agarrarnos siempre en los momentos de zozobra. Entonces, la presión de una ciudadanía cada vez más crítica, el papel activo de los tribunales para frenar los abusos informativos y un proceso gradual de autorregulación por parte del propio sector de la prensa condujeron a que este tipo de publicaciones amarillistas perdiera legitimidad. Con el tiempo, el sensacionalismo acabó cediendo terreno ante un nuevo ideal de rigor y responsabilidad editorial, representado por medios como el New York Times, el Wall Street Journal y el Washington Post, que terminaron imponiéndose como referentes del periodismo serio y fiable.

Pero ¿no sufrimos hoy día una particularmente insidiosa epidemia de bulos y posverdades en las democracias? Sí, pero la definición de desinformación no puede ser “lo que no nos gusta leer”. No podemos censurar las lecturas que nos resultan incómodas. No podemos caer en la tentación (propia de una Ilustración mal entendida) de que la Verdad es singular, y con mayúsculas, y las mentiras, plurales. Hay discusiones que, por su propia naturaleza, son multifacéticas y llenas de aristas, y que, sin embargo, debemos abordar. Solo escribo dos palabras: inmigración y género. ¿Cuántos conceptos y lugares comunes se derivan de ellas que no son blancos y negros, sino llenos de matizables en muchos grises? Individualmente, tenemos que leer textos que nos resulten incómodos y que nos reten, para poder, colectivamente, tomar decisiones políticas con sentido común. No serán perfectas, pero es que la realidad no lo es.

Para combatir bien la desinformación hay que hacer dos cosas: golpear a los calumniadores y, sobre todo, reformarnos nosotros mismos. Por un lado, necesitamos un marco legal que, como aduce la vicepresidenta de la Comisión Europea, Vera Jourova, persiga muy fuerte unos delitos muy definidos: pornografía infantil, extremismo terrorista y delitos de odio que inciten explícitamente a la violencia.

Como señala Michael Goldhaber, quizás nos estamos convirtiendo en una nueva subespecie: el Homo interneticus

Por otro, debemos pensar que los responsables de que las 30.573 mentiras que dijo Trump (solo como presidente y durante su primer mandato, sin contar las miles anteriores y posteriores) funcionen electoralmente somos nosotros, los votantes. Para afrontar los retos de la “realidad alternativa” que las tecnologías de la información (de internet a la inteligencia artificial) han creado requeriremos algo más que técnicas puntuales, como sistemas de verificación en los medios o cursos de alfabetización digital en los colegios.

El psicólogo cognitivo Merlin Donald afirmó hace tiempo que la evolución humana ha estado profundamente marcada, más que por cualquier otro factor, por el desarrollo de nuestras capacidades comunicativas. A lo largo de la historia, el ser humano ha ido transformando su forma de pensar y de comprender el mundo a medida que evolucionaban los medios con los que se expresaba. En un primer momento, nuestra mente funcionaba dentro de un marco puramente oral, donde la memoria, el relato hablado y la transmisión verbal de conocimientos eran fundamentales. Más adelante, con la invención de la escritura, se produjo una transición hacia una mente estructurada en torno al texto, que permitió registrar ideas, analizarlas con mayor profundidad y conservarlas en el tiempo. Posteriormente, la llegada de los medios audiovisuales, especialmente la televisión, modeló un nuevo tipo de pensamiento, más visual, fragmentado y emocional.

Cada una de estas etapas influyó de forma decisiva en nuestra manera de distinguir entre lo verdadero y lo falso, redefiniendo constantemente los criterios de credibilidad. En la actualidad, muchos coinciden en que vivimos inmersos en una nueva fase: la de la mente digital, moldeada por el uso constante de internet. Sin embargo, a pesar de que se reconoce su existencia e influencia, aún no disponemos de una definición clara ni consensuada sobre qué significa realmente tener una “mente de internet”, ni sobre cómo esta transformación está afectando de fondo nuestra cognición, percepción de la realidad y construcción del conocimiento. No obstante, lo está haciendo, y es ahí donde hay que poner el esfuerzo social: en primer lugar, en comprender qué les pasa a nuestros cerebros.

Quizás, como señala Michael Goldhaber, nos estamos convirtiendo en una nueva subespecie, el Homo interneticus; una nueva etapa evolutiva del ser humano, resultado de la expansión de internet. A diferencia de etapas anteriores como el Homo oralis, literalis o typographicus, esta nueva mente se caracteriza por la igualdad entre emisor y receptor, la falta de filtros y editores, y la desaparición de referentes tradicionales. Vivimos en un presente continuo, sin noción clara de tiempo o secuencia, donde cualquier idea -razonable o no- puede difundirse sin control. La educación formal pierde peso frente al conocimiento espontáneo, mientras la atención se dispersa fácilmente entre estímulos contradictorios y fragmentarios. Internet ha erosionado la autoridad de las instituciones tradicionales, entre ellas los medios de comunicación, dejando paso a una cultura de saber descentralizado y volátil.

Quizás el problema no está en los medios, sino en los fines de la comunicación, en lo que desean los ciudadanos-consumidores. Quizás el peligro no es la supervivencia de la democracia, sino el de la especie humana. Y eso sí es preocupante.

 

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