Cuadernos de Periodistas cumple 50 números y me invita a participar en la celebración de este acontecimiento con una breve reflexión sobre la profesión periodística en la España actual, marcada, entre otras cosas, por la desinformación y por la eclosión de la inteligencia artificial. La gran pregunta es sin duda: ¿ha cambiado la misión de la actividad periodística al contar con los nuevos mimbres de la inteligencia artificial generativa y con las grandes plataformas como transmisoras de la información?, ¿qué incidencia está teniendo en el avance de la desinformación, que obstaculiza la democracia?
* ADELA CORTINA
Como es sabido, el sintagma “inteligencia artificial” (IA) nació el siglo pasado, en la célebre Conferencia de Darmouth de 1955 sobre máquinas pensantes, impulsada por John McCarthy, quien introdujo la expresión “inteligencia artificial” en 1956, refiriéndose con ella a la creación de máquinas que pueden tenerse por inteligentes, porque interactúan con los seres humanos hasta el punto de que una persona ya no sabe si está hablando con una máquina o con otra persona humana. Esta prueba recibe el nombre de test de Turing. Al proyecto se unen Minsky, Rochester y Shannon. Y se entiende que la IA puede llegar a constituir un nuevo tipo de inteligencia.
Desde su nacimiento, la IA ha suscitado tanto promesas como temores. Las promesas alcanzan hasta asegurar el fin de la enfermedad y la muerte de la muerte, atrayendo con ello una gran cantidad de inversiones para sus propuestas. Los temores se gestan a la luz de lo que se ha llamado la “frankenfobia”, la prevención frente a monstruos como Frankenstein: los nuevos seres podrían dañar a las personas, incluso destruirlas. O bien, conformándose con menos, podrían llegar a sustituir a los seres humanos en una buena cantidad de tareas. Si los sistemas inteligentes (algoritmos, robots, máquinas) tienen una extraordinaria capacidad computacional y también el poder de crear contenidos, gracias a la inteligencia artificial generativa (IAG), podrían reemplazar a las personas en una infinidad de actividades. Entre ellas, en trabajos que hasta hoy han venido formando parte de la profesión periodística. Llevarían a cabo esas tareas con mayor celeridad y competencia (gracias a la minería de datos y a los algoritmos sofisticados) y trabajando sin límite de horas.
Urge regular el uso de la IA para evitar sesgos, preservar la privacidad de los datos, salvaguardar la propiedad intelectual y proteger los contenidos sometidos a derechos de autor
El temor a que las máquinas puedan sustituir el trabajo periodístico en este caso es uno de los que ha suscitado la prevención frente al uso de la inteligencia artificial. La reducción de puestos de trabajo en actividades repetitivas, monótonas y poco creativas podría ser muy considerable, aumentando con ello sustancialmente el paro laboral en el sector, que es ya muy preocupante. Más todavía con el nacimiento de la inteligencia artificial generativa, que podría reemplazar a los profesionales también en la creación de contenidos, que es su tarea específica.
Para abordar esta cuestión y disipar temores infundados conviene recordar que desde su nacimiento se han ido distinguiendo tres modalidades de inteligencia artificial:
La inteligencia superior o superinteligencia, de la que hablan transhumanistas y poshumanistas. Si llegara a existir, superaría a la humana, de modo que las máquinas podrían sustituir al hombre.
La inteligencia general, que puede resolver problemas generales. Es la forma de inteligencia típicamente humana, y constituye el fundamento de la IA.
La inteligencia especial, que lleva a cabo trabajos específicos, realiza tareas concretas de forma muy superior a la inteligencia humana, porque puede contar con una inmensa cantidad de datos y también con algoritmos sofisticados. Es el tipo de IA que tenemos desde 1958 en todos los ámbitos de la vida, también en la actividad periodística. En este caso, el elemento directivo sigue siendo la persona humana, que se vale de la potencia del sistema inteligente para calcular y tratar gran cantidad de datos, incluso para aprender de sus “experiencias”, generando una inteligencia aumentada1.
Si será posible llegar a crear estos tres tipos de IA es algo que está en discusión en el mundo científico. Pero lo que sí que sabemos es que por ahora solo contamos con la IA especial, que es muy útil para resolver problemas concretos en todos los campos de la vida social, incluida la profesión periodística, porque puede reducir tareas repetitivas, llevar a cabo trabajos de traducción automática o transcripciones, buscar temáticas y enfoques, si bien es incapaz de entender un discurso y participar en un diálogo. ChatGPT no entiende y, por tanto, no se comunica, no puede hacer periodismo de investigación ni un análisis de actualidad. Estamos ante instrumentos muy útiles, pero no ante protagonistas de la vida.
En cualquier caso, urge regular el uso que podemos hacer de estos instrumentos para conseguir el mayor beneficio posible y, a la vez, hacer frente con altura humana a los problemas que plantean para respetar los derechos humanos y el bien de la naturaleza. En el caso del periodismo, podríamos citar como ejemplo: evitar los sesgos, preservar la privacidad de los datos, salvaguardar la propiedad intelectual y proteger los contenidos sometidos a derechos de autor. Los algoritmos se entrenan con una inmensa cantidad de textos y los contenidos de prensa son una fuente muy tentadora para obtenerlos, amén de los libros. Este es uno de los grandes caballos de batalla de las empresas informativas y las editoriales, que exige una regulación muy rigurosa y atenta. También es necesario avisar cuando se emplea IA generativa, porque el medio de comunicación ha de hacerse responsable de la noticia.
Y por mencionar un último problema capital: es muy difícil -si no imposible- detectar la transmisión de contenidos falsos, que aumentan la desinformación generalizada, teniendo en cuenta la velocidad con la que los bulos vuelan por unas plataformas que no buscan la verdad, sino acaparar suscriptores. Esta cuestión capital merece un capítulo aparte.
- 2. La desinformación en tiempos de “posveracidad”
Según la UE, la desinformación es la “información intencionadamente falsa o engañosa, a menudo a través de las redes sociales o medios tradicionales, con el objetivo de manipular la opinión pública, erosionar la confianza en las instituciones y socavar los procesos democráticos”2. La desinformación conlleva no informar deliberadamente de hechos que la ciudadanía debería conocer para tomar mejores decisiones, pero también, y muy especialmente, difundir información falsa con fines espurios.
Evidentemente, la desinformación pertenece al mundo de las fake news, de los bulos, de aquellas “noticias falsas” que se difunden a través de la opinión pública para influir en ella, intentando movilizar las emociones de la población para que tomen unas decisiones determinadas. Con lo cual se imposibilita el uso público de la razón, que es indispensable en una sociedad abierta y democrática, en la que importa intercambiar argumentos en el debate público, y queda un juego de emotivismos en el que triunfan los demagogos, los hacedores de narrativas que pueden dar en la diana de las emociones del público, no los que quieren tratar de averiguar conjuntamente qué es lo justo, cuál es el mejor camino para realizar el bien común.
La desinformación es una constante en la historia humana y es la causante de grandes daños, pero en el siglo XXI se ha “normalizado”, pertenece ya a nuestro modo de vida en una época a la que podemos llamar de “posveracidad”, no tanto de posverdad3.
El prefijo “pos” en estos casos no significa que ha nacido en la historia una etapa posterior a la verdad, en el caso de la posverdad, sino un periodo de tiempo en el que la verdad se considera irrelevante o carente de importancia. Se miente sin sentido alguno de culpa, sin miedo a ser descubierto. La mentira no se penaliza en la vida pública ni con pérdida de votos ni con pérdida de dinero, siempre que se cuente para arroparla con la narrativa adecuada y con los medios de comunicación y plataformas influyentes.
En el siglo XXI ni siquiera hace falta cuidar las apariencias, mentir forma ya parte de la vida cotidiana, es una práctica normal
Aunque entonces lo que se ha hecho irrelevante no es la verdad, sino la veracidad, porque lo opuesto a la verdad es el error, que es cosa del entendimiento y puede subsanarse al caer en la cuenta de haberlo cometido, si bien la mentira es lo contrario a la veracidad y es asunto de la voluntad, pertenece al mundo de las opciones morales, al mundo de la elección; y cuando se normaliza en la vida corriente, se convierte en un estilo de vida asumido libremente.
Se quedaba corta Hannah Arendt cuando dijo en una entrevista en 1974 que “si todo el mundo miente siempre, la consecuencia no es que te creas las mentiras, sino más bien que ya nadie se cree nada”. Lo peor, a mi juicio, es que acaban imponiéndose los relatos de quienes cuentan con el poder económico, político y social para hacer creer, infectando la opinión pública, que sigue siendo decisiva en la construcción de la realidad4.
Han quedado obsoletos los consejos de Maquiavelo a Lorenzo de Medici cuando en el siglo XV le recomendaba simular tener todas las virtudes que se dan por buenas, pero carecer de ellas en realidad, para poder actuar en la vida pública de un modo u otro según convenga. Porque “los hombres juzgan más a través de los ojos que a través de las manos, porque todos ven, pero pocos tocan. Cualquiera ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que realmente eres”5. Cuidar las apariencias para atraer el favor de la opinión pública sería el secreto del éxito, creía Maquiavelo; sin embargo, en el siglo XXI ni siquiera hace falta cuidar las apariencias, mentir forma ya parte de la vida cotidiana, es una práctica normal. Se puede mentir impunemente, faltar a la palabra dada y asegurar que es un cambio de opinión, contar la historia haciendo de Ucrania el país invasor de Rusia y de Zelensky un dictador, asegurar que un apagón que deja a oscuras a España entera y parte de Portugal es responsabilidad de empresas privadas, a las que no interesa el bien común, sino su propio provecho.
En este contexto sigue resultando fecunda la distinción de Noelle-Neumann entre dos conceptos de opinión pública:
Uno “normativo”, que la concibe como una opinión pública manifiesta, pretendida y reconocida; como expresión de la racionalidad que contribuye al proceso de formación de la opinión y de toma de decisiones en una democracia. Yo preferiría llamar a esta concepción normativa “uso público de la razón” en un espacio público, que se propone construir intersubjetividad ofreciendo argumentos comprensibles y aceptables. En la línea de una opinión pública entendida como deliberación racional que busca influir en los Gobiernos se encuentra un buen número de autores, entre ellos, Habermas, Rawls y cuantos proponen una democracia deliberativa.
Un concepto descriptivo de opinión pública, que la entiende como control social. Su papel consiste en promover la integración social y garantizar que haya un nivel suficiente de consenso en el que puedan basarse las acciones y las decisiones6.
A mi juicio, la presión que tiene fuerza para cambiar puntos de vista es la que funciona como control social, porque afecta a todos, y no solo a un grupo de ciudadanos ilustrados. En este caso, “lo que importa no es la calidad de los argumentos, sino cuál de los dos bandos tiene la fuerza suficiente como para amenazar al contrario con el aislamiento, el rechazo y el ostracismo”. La cuestión sigue siendo de poder, social en este caso, no de “la fuerza del mejor argumento”.
La gente se mantendrá callada, porque no quiere sufrir el aislamiento. Con lo cual queda una ciudadanía narcotizada, que hace tiempo abandonó la capacidad crítica, cuando esa capacidad es el síntoma de una ciudadanía madura.
Colocar etiquetas y marcar las cartas en el juego de la información es desinformar
- 3. Periodismo ético: suprimir las etiquetas
Existen un gran número de procedimientos para desinformar subrepticiamente, como pueden ser utilizar adjetivos disuasorios, construir chivos expiatorios para destruir a determinadas personas o grupos, recurrir a los prejuicios del auditorio para inducirle a rechazar puntos de vista, personas, productos o partidos políticos, colocándoles siempre al mencionarlos etiquetas que inducen a rechazarlos.
Estos recursos son tan antiguos como la humanidad, pero ahora se transmiten a través del juego de las plataformas que recorren el mundo digital con una celeridad vertiginosa7, sin dar tiempo a la reflexión. Por desgracia, medios y periodistas usan esas etiquetas de modo permanente, uniendo en realidad la información a la opinión que quieren difundir el periodista o la empresa informativa. Igual que en el etiquetado de los alimentos se informa sobre la composición del producto para que no lo consuman quienes padecen de intolerancia hacia él, en las informaciones de prensa se prescribe siempre a lectores y oyentes la posición que deben adoptar ante noticias del mundo político o el mundo judicial, calificando a cada persona o grupo como “conservador”, “ultraconservador”, “de extrema derecha”, “de izquierda”, “de ultraizquierda” o de “extrema izquierda”, antes de contar lo que dice o hace, o sin necesidad de contarlo siquiera.
Y como pensar cansa, tomar decisiones cansa, las gentes se adscriben a una etiqueta u otra, según el grupo por el que quieren ser acogidos.
Marcar las cartas en el juego de la información es desinformar. No dejar a lectores y oyentes que se formen su propio juicio sobre la persona o el partido político o profesional dándole los datos para que pueda hacerlo. Y, sin embargo, “¡atrévete a servirte de tu propia razón!” sigue siendo la divisa de la Ilustración. El perverso juego del etiquetado sistemático, marca del periodista y de la casa, está abonando el retroceso de la democracia, la polarización, la formación de una ciudadanía servil y la destrucción de aquella imprescindible virtud para construir una vida conjunta que Aristóteles llamaba “amistad cívica”.
Estas prácticas desacreditan la profesión y la incapacitan para perseguir los fines que le dan sentido y legitimidad social: ayudar a aumentar la libertad de las personas, ofreciendo informaciones contrastadas, opiniones razonables e interpretaciones plausibles, distinguiendo entre información y opinión, y posibilitando la libre expresión de los profesionales y la ciudadanía. En suma, cultivar una opinión pública razonable, de modo que se construya público, y no masa. Esta sigue siendo la misión de la actividad periodística, contando con la inteligencia artificial generativa y con las grandes plataformas como transmisoras de la información. Este es el núcleo de un periodismo de calidad o, lo que es lo mismo, ético8.
Notas al pie
1. Cortina, A. (2024). Capítulo 2. “Tres tipos de inteligencia artificial, tres tipos de Ètica”. En Cortina, A., ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? El eclipse de la razón comunicativa en una sociedad tecnologizada. Paidós.
2. El término aparece por primera vez en el Diccionario de la lengua rusa de S. Ojegov de 1949, como “la acción de inducir a error mediante el uso de informaciones falsas”. El término se populariza en 1980.
3. Cortina, A. (2024). Capítulo 9. “Eclipse de la razón comunicativa: Un reto radical para la democracia”. En Cortina, A., ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? El eclipse de la razón comunicativa en una sociedad tecnologizada. Paidós.
4. Conill Sancho, J. M. (2024). “El trasfondo nietzscheano del raciovitalismo de Ortega y Gasset con respecto a la opinión pública”. Revistas de Estudios Orteguianos, 48, pp. 111-128.
5. Maquiavelo, N. (1985). El príncipe (pp. 140-141). Cátedra.
6. Elisabeth Noelle-Neumann, E. (2010). La espiral del silencio: nuestra piel social (pp. 279-280). Paidós.
7. Harmut R. (2016). Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Katz Editores.
8. Cortina, A. (2021). Capítulo 8. “Cuidar la palabra”. En Cortina, A., Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia. Paidós.
Contenido relacionado:
- "Carta a los Lectores": "Veinte años después, vamos a menos", por Fernando González Urbaneja
- "Carta a los Lectores": "Que la reflexión continúe", por David Corral Bravo
- "Carta a los Lectores": "¿Y qué más puedo añadir?", por José Francisco Serrano Oceja
- "Estado actual de la innovación periodística en España: responsables de medios y expertos digitales destacan productos, formatos y estrategias de éxito", por Jose Antonio González Alba
- "Cómo diseñar el negocio y mantener a la audiencia en la era de la IA, los desafíos de la innovación en EE. UU.", por Juan Varela
- "Dudar de nosotros mismos", por Diego S. Garrocho
- "El Ministerio de la Verdad no os hará libres", por Víctor Lapuente
- "Los riesgos del control a los medios", por Francisco Sierra Hernando
- "Consultorio Deontológico": "¿Es legítimo utilizar el periodismo parlamentario como instrumento de agitación política?", por Milagros Pérez Oliva