27/09/2023

España es el segundo país de Europa donde más preocupa la desinformación

Alfabetización mediática: una asignatura pendiente

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Escrito por Nemesio Rodríguez

"El periodismo debería estar presente en los planes de estudio de todos los colegios del mundo” (Esther Wojcicki, periodista y profesora estadounidense, pionera mundial en el estudio de la alfabetización mediática aplicada a la educación).


NEMESIO RODRÍGUEZ*

El 6 de enero de 2021, partidarios del republicano Donald Trump asaltaron en Washington el Capitolio, sede de las dos cámaras del Congreso, para reclamar que se anularan las elecciones que dieron la victoria al demócrata Joe Biden.

Dos años después, el 8 de enero de 2023, seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro asaltaron en Brasilia el Congreso y edificios gubernamentales para intentar anular el resultado de las elecciones que devolvieron el poder a Luiz Inácio Lula da Silva.

Siete años antes, el 23 de junio de 2016, los británicos aprobaron en un referéndum la salida del país de la Unión Europea, apoyada por el 51,9% de los votantes. La salida definitiva se produjo el 1 de febrero de 2020.

Cuatro meses después, el 2 de octubre de 2016, en otro plebiscito, los votantes colombianos rechazaron por un estrecho margen (50,2% a favor del “no”), el acuerdo de paz alcanzado por el Gobierno del presidente Santos con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

¿Qué tienen en común estos acontecimientos históricos? Todos ellos sufrieron virulentas campañas de desinformación basadas en mentiras, bulos, falsedades y teorías conspirativas que, difundidas de forma masiva en las redes sociales, influyeron de forma notable en la opinión pública.

En el mundo de la comunicación de hoy, en el que se compite por captar la atención y retenerla el mayor tiempo posible, donde crece la adicción a las redes y donde los usuarios padecen una sobreabundancia de información, apenas hay espacio para el análisis y la reflexión y por esta brecha penetran las mentiras y se contagian masivamente como un virus incurable.

Es una vía de agua en el casco de la verdad que se ha agrandado aceleradamente con la irrupción de internet y la expansión de las redes sociales, hoy fuente de información y de comunicación de buena parte de la humanidad.

Difundir mentiras con intención de hacer daño a las personas o a las instituciones nunca ha sido tan fácil como ahora; aunque también es más fácil verificarlas y desmentirlas, está demostrado que viajan a más velocidad que la verdad y son más replicadas en las redes.

Una investigación del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), que ha analizado 126.000 noticias difundidas en Twitter desde 2006 hasta 2017, constató que las falsas se retuitean un 70% más de media que las ciertas.

Los investigadores llegaron a una conclusión que solo puede provocar alarma: las noticias falsas se difunden más que las ciertas, no por la mala fe de usuarios que propagan mentiras a conciencia, que también los hay, sino sobre todo porque resultan más atractivas y suelen apelar más a las emociones, el principal factor de interacción en las plataformas.

Las mentiras, los datos engañosos, las fotografías y vídeos manipulados y la utilización de portadas falsas de medios son la base de las estrategias de desinformación, hoy convertidas en una poderosa arma en las guerras o en las disputas electorales.

Nadie puede escapar a su influjo. Pueden destruir la reputación de una persona o de una empresa, impulsar todo tipo de acosos, extender el odio hacia determinados colectivos y crear caldos de cultivo de la violencia.

La desinformación busca anular la capacidad de los ciudadanos para distinguir la verdad de la mentira y limitar su pensamiento crítico para manipular y condicionar sus decisiones. Como advirtió el periodista y escritor estadounidense Walter Lippmann, “no puede haber libertad en una comunidad que carece de la información necesaria para detectar la mentira”.

Sin medidas serias y eficaces para atajar la desinformación, crecen las burbujas de opinión y los sesgos de confirmación, de manera que buscamos las informaciones que ratifican nuestras propias creencias y prejuicios y rechazamos las que exponen lo contrario. El diálogo basado en el intercambio de ideas desaparece.

“Urge cultivar el arte perdido de la conversación pública democrática”, reclama el filósofo estadounidense Michael J. Sandel, autor de "El descontento democrático" y "La tiranía del mérito", en una entrevista de Pablo Guimón publicada en El País el 16 de mayo de 2023.

Sandel descarta que esta recuperación sea posible a través de las redes si no cambian el modelo de negocio, dirigido por la publicidad, la principal fuente de ingresos de las tecnológicas, y que depende de “mercantilizar la atención”.

Sin medidas eficaces contra la desinformación, crecen las burbujas de opinión y el intercambio de ideas desaparece

Esta mercantilización trastoca las normas básicas del periodismo, forzando la proliferación de titulares sensacionalistas y engañosos y alterando el orden de importancia de la noticia que había imperado hasta el surgimiento de las tecnológicas y de los teléfonos inteligentes.

Aumentar el número de clics se ha convertido en la prioridad de muchos medios, sin que importe para ello rebajar la calidad de la información. En ese escenario, no es de extrañar que no se verifiquen las noticias y que los bulos, mentiras y falsedades se infiltren, con la consiguiente pérdida de prestigio y credibilidad del periodismo.

En los primeros días de la guerra de Ucrania proliferaron las noticias falsas, y sin periodistas propios en el lugar, el terreno quedó abonado para las meteduras de pata. Hubo medios televisivos que llegaron a utilizar un videojuego para anunciar bombardeos de ciudades como si fueran reales.

La pérdida de confianza y de credibilidad es aprovechada por los promotores de la estrategia desinformadora para acusar a los medios de ser los que difunden noticias falsas e incitar a sus seguidores a colocar a la prensa en la diana de sus odios y rencores.

Muchos medios no ayudan a cambiar dicha percepción. Prefieren seguir dando espacio a las mentiras con tal de no perder audiencia. La Fox lo hizo cuando Donald Trump lanzó su campaña de mentiras sobre el supuesto amaño de las elecciones.

El canal que más hizo para que Trump ganara las elecciones ha tenido que pagar una indemnización de 787,5 millones de dólares (710 millones de euros) a la empresa Dominion, propietaria de las máquinas de recuento de votos, a la que había acusado de manipular los sufragios.

También le costó el puesto a uno de los periodistas de la Fox que más defendió la teoría del fraude, Tucker Carlson, cuyo programa reunía una media de 3,3 millones de espectadores y al que expertos y verificadores de información acusaban de exaltar la ideología supremacista blanca. Llegó a calificar el asalto al Capitolio, en el que murieron cinco personas, de “caos pacífico”.

En otros tiempos, un periodista que mentía quedaba desacreditado para siempre ante el sector y la opinión pública, pero eso no ocurre en el mundo de hoy, donde la mentira está ganando un vergonzoso espacio de credibilidad. Carlson ya ha anunciado que volverá con su programa en Twitter, la red de Elon Musk que recientemente readmitió a Donald Trump.

En el mundo de hoy, la mentira está ganando un vergonzoso espacio de credibilidad

La desinformación se presenta con distintos disfraces; entre ellos, la que impulsan terceros Gobiernos para influir en los procesos electorales, en los conflictos internos de los Estados o en las contiendas que ellos mismos provocan (por ejemplo, Rusia con la invasión de Ucrania).

Las estrategias de la desinformación: casos relevantes

Suele decirse, mirando de reojo a los políticos, que las mentiras han existido siempre, sobre todo en campañas electorales, pero es un argumento peligroso: da la sensación de que no importan demasiado las falsedades y que la verdad hace tiempo que perdió peso a la hora de pedir cuentas a los poderes y a quienes los representan.

Claro que en el pasado hubo mentiras, y gordas, que sustentaron el poder de los gobernantes, aunque a algunos les costó el cargo (Richard Nixon, por mentir en relación con el escándalo del Watergate).

Napoleón Bonaparte fue un maestro en el arte de la mentira. Para ello recurría a unos boletines que disfrazaban sus fracasos de éxitos. A su delegado en Italia le aconsejó: “Una cosa es decir y otra cumplir, emplea un vocabulario para engañar. Habla de paz y haz la guerra”.

Ese mismo “vocabulario para engañar” napoléonico fue el que ha empleado Vladimir Putin en los preparativos del ataque a Ucrania. Cuando Rusia empezó a concentrar tropas y material bélico en la frontera con el país vecino, el Kremlin negó por activa y por pasiva que su objetivo fuera invadir Ucrania.

“No hay invasión prevista, nadie lo ha dicho, sino todo lo contrario”, aseveró el embajador de Rusia en las Naciones Unidas, Vassily Nebenzia, el 21 de enero de 2022, un mes antes del comienzo del ataque (24 de febrero), rodeado de una campaña de desinformación previa orquestada por el Kremlin para justificar su entrada en guerra.

También fue utilizado por la Administración estadounidense para justificar la invasión de Irak en marzo de 2003: la falsedad, respaldada por el Reino Unido y España, de la existencia por parte del régimen de Saddam Hussein de unas supuestas armas de destrucción masiva que nadie jamás encontró.

Un siglo antes, la guerra de Estados Unidos contra España por Cuba fue provocada por el magnate de la prensa William Randolph Hearst a través de su diario principal, el New York Journal, que tiraba un millón de ejemplares, mediante la publicación de mentiras, bulos, noticias sensacionalistas, tendenciosas y patrioteras.

Cuando uno de sus dibujantes enviados a Cuba para verificar las supuestas atrocidades de los españoles le escribió que en la isla no ocurría nada de lo que se decía, Hearst no dudó en responderle: “Usted ocúpese de enviarme dibujos. Yo me ocuparé de que haya guerra”.

Hearst cumplió su palabra y, por primera vez y única en la historia, un solo periódico logró provocar una guerra, escribe David Randall en "El periodista universal", sin duda, uno de los mejores libros que existen sobre el periodismo.

En esta obra, publicada en 1999, es decir, cuando todavía no existían las redes sociales, Randall subraya que este episodio es “altamente revelador” sobre la manipulación del periodismo “con fines propagandísticos y lucrativos”.

Y, en una observación perfectamente válida para la situación actual, añade que “la precisión y la veracidad se sacrifican deliberadamente al objetivo de encontrar noticias sensacionalistas que exijan grandes titulares en los que se refleje un prejuicio público conocido y sirvan para aumentar la difusión del periódico”.

En el pasado hubo mentiras, y gordas, que sustentaron el poder de los gobernantes

El “vocabulario para engañar” napoleónico ha dado paso en los últimos tiempos a la “posverdad” y a los “hechos alternativos”. La “posverdad” fue definida en 2016 por el Diccionario de Oxford como “información o afirmación en la que los datos objetivos tienen menos importancia para el público que las opiniones y emociones que suscita”.

Los “hechos alternativos” nacieron y crecieron durante la Administración Trump, jalonada por alrededor de 30.000 declaraciones falsas o engañosas, según el recuento del Washington Post, que en un editorial del 1 de octubre de 2020 denunció que el político republicano convirtió “la degradación de la verdad en su divisa”, causando un enorme daño a la democracia.

La divisa de su mandato quedó grabada desde el primer día en una disputa con la prensa sobre el número de personas que asistieron a su investidura el 20 de enero de 2017, acto en el que los medios pusieron de manifiesto que los presentes eran menos que los que acudieron a la toma de posesión de Barack Obama en 2009.

Su jefe de prensa, Sean Spicer, afirmó en su primera comparecencia ante la prensa el día 21 que la asistencia a la investidura había sido la mayor de siempre, en contraste con lo publicado por los medios.

Veinticuatro horas después, entrevistada por Chuck Todd en el programa Meet the Press, la consejera de Trump Kellyanne Conway defendió lo dicho por Spicer.

Cuando se le insistió en que explicara por qué Spicer había expresado una “falsedad demostrable”, Conway declaró que el secretario de prensa estaba dando “hechos alternativos”. Todd respondió: “Mira, los hechos alternativos no son hechos, son falsedades”.

Habían nacido los “hechos alternativos”, una interpretación particular de la realidad que superaba a la “posverdad”. A partir de ese momento, la estrategia informativa de la Casa Blanca se asentó en interpretarlo todo como “hecho alternativo” y acusar a los medios de difundir noticias falsas, una acusación que enardecía a los seguidores de Trump y que luego fue copiada por líderes políticos y partidos populistas de todo el mundo.

Twitter fue la red que Trump empleó a diario para manifestar sus opiniones, sus odios y sus rencores a fin de polarizar al máximo una sociedad ya bastante dividida. En su libro "Fuego y furia. En las entrañas de la Casa Blanca de Trump", el periodista y escritor Michael Wolf los definió como “estallidos regulares e incontrolados de furia y desahogo”.

Trump no tardó en calificar a los periodistas como “algunas de las personas más deshonestas del planeta” por publicar que había menos asistentes a su investidura que a la de Obama.

No hace falta llegar a una guerra para denunciar el daño que causan las campañas de desinformación a los valores democráticos buscando imponer una idea por la fuerza, interferir en procesos democráticos o desestabilizar las instituciones.

El referéndum del brexit en el Reino Unido, el 26 de junio de 2016, y el plebiscito de Colombia sobre los acuerdos de paz con la guerrilla, el 2 de octubre de ese mismo año, son dos buenos ejemplos de la influencia de la mentira en la opinión pública y la dificultad para contraponerla a la verdad.

La estrategia de desinformación de los partidarios del brexit se basó en la promesa, que el luego primer ministro Boris Johnson paseó por todo el país durante la campaña, de que los 350 millones de libras a la semana que el Reino Unido mandaba supuestamente a la Unión Europea se destinarían, una vez concretada la salida, al Sistema Nacional de Salud Pública.

Pocas horas después del triunfo del “sí”, el político Nigel Farage, una de las principales figuras de la campaña para que el Reino Unido dejara la UE, reconoció que había sido un “error” utilizar dicho argumento; entre otras cosas, porque no era real y porque los famosos 350 millones nunca se invertirían en paliar la crisis de la Seguridad Social.

La estrategia de desinformación de los partidarios del brexit se basó en la promesa

Cuatro meses después, el plebiscito en Colombia sobre los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC obtuvo un sorprendente resultado negativo para el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos, cuando un mes antes las encuestas le daban un amplio respaldo.

En noviembre, en el marco de una visita al Reino Unido, Santos dijo que ese resultado fue producto de “una estrategia de desinformación y mentiras”, como había reconocido el propio responsable de la campaña por el “no”, Juan Carlos Velez, en una entrevista al diario económico La República pocas semanas después de la votación.

Las declaraciones de Velez parecen sacadas de un manual de desinformación, ya que sostuvo que el plan tenía como fines confundir al electorado, generar confusión, exacerbar el miedo y la indignación de los votantes. “Descubrimos el poder viral de las redes sociales”, dijo.

Para ello, se difundió que la firma del acuerdo de paz sentaba las bases para un modelo de Estado comunista y que se iba a financiar la reintegración de los guerrilleros a cambio de restarle a los jubilados el 7% de la pensión, entre otras mentiras.

La pandemia de la COVID ha sido otro de los ejemplos del daño que causa la desinformación a la ciudadanía. Fueron numerosas las mentiras y pulularon las teorías de la conspiración que trataron de socavar sobre todo la credibilidad de las instituciones científicas, aun a riesgo de la pérdida de vidas humanas.

La Organización Mundial de la Salud calificó de “infodemia” la avalancha de falsedades que inundaron las redes antes y después de que comenzaran las vacunaciones. Algunas tan disparatadas como la que afirmaba que Bill Gates había implantado un chip en la vacuna para controlar a la gente o que la ingesta de lejía curaba la enfermedad.

Esta avalancha desinformadora intentaba minar la credibilidad de la investigación científica, cuestionando el valor preventivo de las vacunas con bulos, falsos remedios y disparatadas teorías de la conspiración; entre ellas, la que sostenía que la tecnología celular 5G ayudaba a transmitir el coronavirus. El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, alertó entonces de que el “creciente flagelo de la desinformación está poniendo en peligro aún más vidas”.

El combate contra la desinformación

La constatación de que la desinformación y la proliferación de noticias falsas están socavando los pilares de las democracias, en un contexto de pérdida por parte de la prensa del papel de intermediación entre los hechos y la ciudadanía y con los usuarios habilitados para difundir información y opiniones libremente a través de las redes, han impulsado el debate sobre cómo combatir este fenómeno.

Dado que las tecnológicas controlan los datos, moldean las opiniones y los comportamientos y priorizan qué tipo de noticias consumen los ciudadanos, les corresponde asumir su responsabilidad y aumentar las inversiones destinadas a frenar el progreso de las mentiras en las redes y atajar las operaciones de desinformación.

El periodismo tiene que jugar un papel fundamental en la lucha contra la desinformación, pero lamentablemente muchos medios han elegido el rumbo equivocado trabajando para el algoritmo de redes y buscadores, conscientes de que este da mayor relevancia al sensacionalismo y a las noticias falsas.

Solo el periodismo de calidad permitirá que podamos combatir las mentiras y recuperar la confianza perdida de los usuarios en nuestro trabajo. Puede que ya sea tarde, pero no hay otro camino.

Si no recuperamos nuestra función de control crítico e independiente de los poderes, intensificamos la verificación y comprobación con fuentes fiables, dejamos de engañar a los usuarios con los titulares-cebo y fortalecemos nuestra ética y deontología, la mentira y la desinformación seguirán dominando el escenario.

En esa tarea, los periodistas tenemos que denunciar a los propagadores de desinformación, sean quienes sean y tengan el poder que tengan. Nuestro filtro de verificación y de denuncia es primordial.

Los Gobiernos también tienen su papel en esta batalla, si bien las medidas que eventualmente planeen aplicar deberán respetar la libertad de expresión, que ampara a su vez el libre ejercicio del periodismo. Dejar en manos de los Gobiernos la decisión de qué es verdad y qué es mentira en la información puede abrir la puerta a la censura.

Los políticos desempeñan otro papel crucial. Deberían ser los primeros en dar ejemplo y abandonar las estrategias de desinformación, a las que recurren especialmente en épocas electorales para incrementar la polarización.

La experiencia indica que la mentira es una aceptable compañera de viaje en la política. Y más en este tiempo de la inmediatez y la sobreabundancia de información. Una mentira tapa a otra y así hasta el infinito.

Solo el periodismo de calidad permitirá que podamos combatir las mentiras

Sometidos a un bombardeo diario de bulos, rumores y mentiras, los ciudadanos solo tienen una posibilidad para formarse su propia opinión: recibir la preparación adecuada para dilucidar si una información es verídica.

Sabemos que muchos buscan en las redes reafirmar sus propias opiniones y convicciones, encerrándose en burbujas de opinión. Y no les importa si se reafirman mediante una mentira, que no dudarán en compartirla entre sus seguidores, multiplicando su difusión.

La hora de la alfabetización mediática

Distintos informes gubernamentales, privados y de organismos internacionales coinciden últimamente en la necesidad de impulsar la alfabetización mediática para preparar a los escolares y a la ciudadanía en general a la hora de afrontar el problema de la desinformación.

La Unesco, en el documento "El periodismo es un bien común", subraya que, si no se fomenta la alfabetización mediática e informacional y la transparencia de internet, la humanidad puede desviarse de su objetivo de solventar los problemas reales del desarrollo sostenible y garantizar los derechos humanos en general.

Una sociedad con una buena formación mediática analiza los contenidos de forma más crítica, es capaz de plantear las dudas sobre lo que está viendo, leyendo o escuchando y, en definitiva, levanta una sólida barrera contra la desinformación y, de paso, refuerza la democracia.

El Consejo y el Parlamento Europeo, en distintos documentos y resoluciones, han instado a los países miembros a colocar la alfabetización mediática como parte integrante de la educación a todos los niveles.

Los llamamientos y recomendaciones están muy bien, pero si los Gobiernos no impulsan decididamente la alfabetización mediática nada se avanzará y el futuro seguirá siendo de los que consideran que la ignorancia es el mejor método para lograr sus objetivos espurios.

“Hay que entender cómo funcionan las redes y ahora no lo estamos enseñando. La gente debería saber cuáles son las fuentes en las que puede confiar”, sostiene la periodista y profesora estadounidense Esther Wojcicki, una decidida partidaria de que el periodismo esté presente en los planes de estudio de todos los colegios del mundo.

La alfabetización mediática es urgente en nuestro país y algunos estudios, encuestas e informes así lo atestiguan.

  • Actualmente hay 40,7 millones de usuarios de redes sociales en España, 3,3 millones más que el año anterior, lo que equivale al 87,1% de la población española, y dedican una media de 1 hora y 53 minutos al día a estas plataformas.
  • Un informe de la Universidad de Navarra revela que el 72,1% de los españoles reconoce que alguna vez se ha creído un mensaje o vídeo que resultó ser falso.
  • Según el Eurobarómetro de marzo de 2023 de la UE, España es el segundo país de Europa, solo superado por Malta, en donde más preocupa la desinformación (83%). Media europea: 76%.
  • El 86% cree que la desinformación es un problema para la democracia. Y el 78% encuentra a menudo noticias falsas, pero solo el 55% sabe detectarlas. Media europea: 61%.
  • En datos de la encuesta Ipsos para Google, el 69% de los españoles solicita recibir alfabetización mediática. Media europea: 58%.

Estos datos avalan la importancia que los españoles dan a la alfabetización mediática como formación imprescindible para combatir la desinformación, pero es en el sistema escolar donde las carencias en esta materia son enormes.

Una encuesta para el informe sobre alfabetización mediática de la Fundación Luca de Tena, publicado en febrero pasado, indica que el 74% de los profesores percibe que los alumnos están desinformados.

El 67% considera que no se ha invertido recursos en impartir alfabetización mediática en las aulas, mientras el 75% del alumnado está muy o bastante afectado por la desinformación, refleja el estudio, que es la primera iniciativa del Observatorio de Periodismo de la Fundación.

Si los Gobiernos no impulsan decididamente la alfabetización mediática nada se avanzará

El informe pone como ejemplo avanzado a Finlandia, cuyo Gobierno puso en marcha los mecanismos oficiales de verificación inmediatamente después del comienzo de la invasión rusa de Ucrania.

Finlandia tiene una frontera de 1.340 kilómetros con Rusia, por lo que pronto fue blanco de los promotores de la desinformación, aunque estaba preparado mejor que ningún otro país europeo para contrarrestarla.

Por ejemplo, en septiembre de 2022, pocas horas después de que Vladimir Putin llamara a 300.000 reservistas militares para luchar en Ucrania, los mecanismos de verificación gubernamentales salieron al paso de un vídeo que mostraba largas colas de autos en la frontera con Rusia que comenzaba a circular en las redes sociales. La Guardia Fronteriza de Finlandia se apresuró a señalar que era falso. “Algunos de los vídeos fueron filmados antes y ahora se sacaron de contexto”, informó a través de Twitter, conforme a un reportaje de la BBC.

Asimismo, el tuit fue rápidamente reproducido en la parte superior de la página en vivo sobre la guerra en Ucrania que publica el sitio web de noticias de la emisora nacional Yle.

La respuesta de la Guardia Fronteriza y de Yle destaca un elemento crucial del éxito de Finlandia contra la desinformación: el alto grado de confianza de la población en las autoridades y en los medios de comunicación.

No obstante, la clave de bóveda está en su sistema escolar. Finlandia implantó en 2014 una asignatura de alfabetización mediática a partir de los seis años. El plan, que abarca varias materias, se actualizó en 2016 para enseñar a los niños las habilidades que necesitaban para detectar el tipo de información fabricada que se difundió ampliamente ese año en las redes sociales durante la campaña electoral de Estados Unidos.

Países como Suecia, Dinamarca, Estonia, Alemania y Francia también han desarrollado iniciativas en esta materia educativa.

La alfabetización mediática es urgente en España, según atestiguan varios informes y encuestas

En España, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) lleva varios años tratando de convencer a los Gobiernos de que la implantación de una asignatura de educación mediática en las escuelas sería una ayuda vital para reducir el impacto de la desinformación en la sociedad.

A la vista de que las gestiones con el Ministerio de Educación no avanzaban, la FAPE inició conversaciones con Gobiernos autonómicos, diputaciones y ayuntamientos, fruto de las cuales han surgido acuerdos de financiación para desarrollar talleres para escolares y mayores en distintas comunidades.

Son pequeños pasos, pero España sigue sin contar con un plan global de alfabetización mediática, pese a ser uno de los países europeos donde la polarización, alimentada por la desinformación, está creciendo más, en perjuicio de la convivencia y el diálogo que caracterizan a las democracias sanas.

Es tarea de los políticos ensanchar sus miras y adelantarse al futuro, sobre todo porque la inteligencia artificial ya está aquí y anticipa, según los expertos, una nueva era de desinformación mucho más elaborada y perfeccionada que la actual.


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