26/01/2021

Tratamiento informativo de los comicios en EE. UU.

Cómo Trump y el coronavirus han obligado a los medios a reinventar su cobertura electoral

Trump

Escrito por María Sánchez Díez

La pandemia truncó una cobertura que debió centrarse en el acceso de los ciudadanos al voto en unas elecciones sin precedentes. Los periodistas, además, aplicaron algunas de las lecciones aprendidas durante la presidencia de Trump, un presidente en constante guerra con la prensa.


*MARÍA SÁNCHEZ DÍEZ

Iba a ser una de las campañas presidenciales más apasionantes de los últimos años en los Estados Unidos.

Del lado demócrata, el grupo de políticos más diverso de la historia se disputaba la nominación. Entre ellos, se contaban un número récord de mujeres, tanto blancas (las senadoras Elizabeth Warren, Amy Kloubuchar y Kirsten Gillibrand) como de color (Kamala Harris, hoy vicepresidenta electa), así como políticos de raza negra (el senador de Nueva Jersey Cory Booker), de origen asiático (el emprendedor Andrew Yang) y latinos (el congresista Julián Castro).

Del lado republicano, Donald Trump, presidente atípico y superviviente de un proceso de impeachment [procedimiento de destitución], se jugaba revalidar una presidencia plagada de escándalos, conflictos de interés y medidas polémicas, como el veto a países musulmanes, y marcada por una relación de enfrentamiento abierto con periodistas críticos con su gestión.

Una campaña marcada por la pandemia
Periodistas de todo el país se preparaban para la cobertura cuando en marzo la pandemia del coronavirus truncó abruptamente sus planes. Varios estados comenzaron a posponer los procesos de primarias por razones de salud pública. En abril, Bernie Sanders, el único candidato que podría haberle disputado la nominación demócrata a Joe Biden, se retiró de la carrera electoral, dejándolo como ganador de facto y poniendo fin a un proceso de primarias que prometía ser apasionante y competitivo. El exvicepresidente, siguiendo las indicaciones de los expertos, decidió no celebrar mítines en persona para evitar contagios. Las convenciones republicana y demócrata del verano, acontecimientos por lo general coloridos y cargados de energía, se convirtieron en un aburrido anticlímax retransmitido por Zoom.

A finales de mayo, además, se prendió la mecha de lo que algunos ya consideran el inicio del mayor movimiento en pro de la igualdad racial desde los años 60, espoleado por las muertes de George Floyd en Minneapolis (Minnesota) y Breonna Taylor en Louisville (Kentucky) a manos de oficiales de la policía estadounidense. Las protestas se extendieron por todo el país y, en junio, agentes federales dispersaron con gases lacrimógenos a manifestantes pacíficos que se congregaron frente a la Casa Blanca para que Trump pudiera fotografiarse delante de la iglesia episcopal Saint John.

Con el país en llamas y la pandemia desbocada, la campaña pasó a tercer plano en un año electoral en que, en circunstancias normales, habría copado la actualidad informativa. Ni los lectores ni las redacciones tenían tiempo ni atención que dedicarle a una campaña que se había convertido en la antítesis de lo noticioso.

En primer lugar, todas las redacciones debieron adaptarse al trabajo remoto. Reporteros de Deportes, que se quedaron de la noche a la mañana sin ningún evento deportivo que cubrir, se unieron a los equipos de Salud, Nacional e Internacional y se dedicaron durante meses a cubrir la pandemia. Periodistas que habían regresado a sus lugares de origen, para ahorrarse el alquiler o para que sus padres les echaran una mano con el cuidado de los niños, empezaron a cubrir historias que de otro modo tal vez habrían pasado desapercibidas.

Toda la atención en el voto
En medio de este panorama atípico y sin precedentes, los periodistas nos vimos obligados a reevaluar el objeto de nuestra cobertura electoral.

Los periodistas nos vimos obligados a reevaluar el objeto de nuestra cobertura electoral

La cobertura de carretera y manta, que consiste en acompañar a los candidatos mientras hacen campaña en los lugares más pintorescos del país, entrevistando a votantes indecisos en los diners y bares de carretera de los estados péndulo, perdió peso. En su lugar, los medios estadounidenses concentraron su atención en un tema farragoso y que habitualmente pasa desapercibido en comparación con los debates, los mítines, las primarias y las exclusivas del funcionamiento interno de las campañas: el descentralizado y complejo proceso electoral, que en varios estados del país es todavía una carrera de obstáculos para el votante.

La pandemia obligó a los Gobiernos de varios estados a expandir las opciones de voto por correo y voto a distancia, para que los ciudadanos pudieran acceder a las urnas sin miedo a contagiarse del virus. Un récord de 100 millones de estadounidenses votó de forma anticipada. Esta expansión, no exenta de dificultades, obligó a los periodistas locales y nacionales a centrar su escrutinio en este proceso.

“El virus cambió la forma en que mucha gente vota”, dice Scott Klein, editor jefe del prestigioso medio de investigación ProPublica, cuyo proyecto Electionland cubre y documenta desde 2016 los problemas de los ciudadanos al tratar de ejercer su derecho al voto. “La cobertura de estos cambios, de la incertidumbre sobre si funcionaría y cómo, se convirtieron en temas mucho más urgentes y noticiosos”.

Participación histórica
Estos cambios también se dejaron sentir en el día de las elecciones y en el recuento electoral. A pesar de los temores de que la pandemia pudiera deprimir el voto, la participación fue histórica: en las elecciones del pasado 3 noviembre votó el 65% de los ciudadanos en el censo electoral, el mayor porcentaje desde 1900, cuando las mujeres ni siquiera tenían derecho al voto y los estados del Sur hacían lo imposible por mantener a los negros alejados de las urnas.

Tanto Donald Trump como Joe Biden obtuvieron un número récord de votos. En el caso de Trump, recibió 73 millones de votos, diez millones más que en 2016, y Biden superó los 78,5 millones, doce millones más que los 65,8 de Hillary Clinton en 2016, pero también ampliamente por encima que el número de votos recibido por otros presidentes demócratas como Barack Obama o Bill Clinton. El aumento en la participación, particularmente del voto por correo y a distancia, se dejó sentir también en el proceso de recuento, que se alargó durante días mientras todo el país vivía pendiente de un mapa electoral.

Estados clave como Georgia y Pensilvania pasaron del rojo republicano al azul demócrata a medida que se iban contando los votos por correo, que tienden a favorecer al partido demócrata, particularmente en unas elecciones en las que Trump había pedido a sus seguidores que fueran a las urnas en persona. No contribuyó a la agilidad del recuento el hecho de que, en estados como Pensilvania, la legislatura estatal, controlada por republicanos, bloqueara el intento de las autoridades electorales locales de contar los votos por correo conforme fueran llegando, creando un evitable cuello de botella en la noche electoral.

Durante el recuento, los medios hicieron una gran labor no precipitándose ni haciendo cábalas

Durante ese periodo de incertidumbre, los medios hicieron una gran labor no precipitándose ni haciendo cábalas, un trabajo que ya había comenzado en los meses previos, cuando comenzaron a preparar a la ciudadanía para un recuento largo y complejo.

“[Los medios] tuvieron que empezar a mandar el mensaje de que probablemente no íbamos a tener un ganador la noche de las elecciones y que no había nada de malo en ello”, dice Jay Rosen, profesor de la Universidad de Nueva York y uno de los críticos mediáticos que más ha reflexionado sobre los errores de la cobertura electoral de 2016. “También se vieron obligados a tener en cuenta la posibilidad de que el presidente Trump impugnara los resultados, que hubiera manifestaciones y violencia callejera”, añadió.

Figuras como la de John King en CNN y Steve Kornacki en MSNBC, periodistas políticos especializados en el voto, pasaron jornadas maratonianas desgranando los resultados condado a condado, mientras un país en vilo esperaba a que las autoridades electorales actualizaran los resultados con cuentagotas. La labor de ambos periodistas, que mostraron un conocimiento enciclopédico de la geografía política estadounidense a la vez que hacían reglas de tres y cálculos en vivo, los elevó a héroes en internet. Pero también supieron adoptar un tono cauto y sosegado, haciendo hincapié sin parar en que el recuento formaba parte del proceso democrático con garantías legales y que el retraso era una consecuencia natural de una participación sin precedentes.

La deslegitimación de las elecciones
Cuatro días después de la jornada electoral, el sábado 7 de noviembre, Joe Biden se proyectó por fin ganador del estado de Pensilvania y sus 20 votos electorales, que le permitieron alcanzar los 270 requeridos para acceder a la presidencia.

Trump, que había pasado los meses anteriores desacreditando sin pruebas el voto por correo y a distancia como métodos espurios y susceptibles de tongos y que incluso se había negado a comprometerse a una transición pacífica del poder en caso de perder las elecciones, emprendió inmediatamente una campaña para deslegitimar el resultado electoral.

Dos días después de las elecciones, Trump ofreció una rueda de prensa en la que se declaraba vencedor y denunciaba, sin pruebas, un fraude electoral inexistente. Cadenas de televisión como ABC, CBS y NBC, que en el pasado habían sido criticadas por emitir y propagar de forma acrítica las mentiras del presidente, cortaron sus directos para evitar amplificar sus mentiras sobre el proceso electoral. “Aquí estamos nuevamente en la posición inusual de no solo interrumpir al presidente de los Estados Unidos, sino también de corregirlo: no hay votos ilegales que sepamos, y no ha habido ninguna victoria de Trump que sepamos”, dijo en el aire Brian Williams, presentador de la cadena MSNBC.

Desde entonces, los intentos de Trump por revertir el resultado electoral no han cesado, hasta el punto de que incluso se ha servido de sus poderes presidenciales para tratar de presionar a funcionarios electorales en Michigan y evitar que certifiquen los resultados en ese estado. En el momento de escribir estas líneas, la campaña del presidente sigue embarcada en una caótica y de momento infructuosa batalla legal para tratar de impugnar los resultados. Trump desacredita a diario las elecciones, alega fraude electoral, sobre todo en las grandes ciudades demócratas que votaron por Biden, y tuitea regularmente: “He ganado las elecciones”.

Vídeos que sostenían que las elecciones fueron fraudulentas se visualizaron 138 millones de veces

Las grandes plataformas tecnológicas como Facebook y Twitter, que en 2016 se convirtieron en caldo de cultivo para la propaganda y las noticias falsas y atrajeron sobre sí el escrutinio del público y de los legisladores en Washington, D. C., han tratado de minimizar el impacto de las mentiras creando etiquetas que señalan que ciertas declaraciones y tuits, incluidos algunos del presidente, son hechos en disputa. Sin embargo, las falsedades del presidente siguen distribuyéndose en estas plataformas, en ocasiones con mayor efectividad que la información verificada y contrastada, poniendo en duda el valor de unas medidas tomadas por Silicon Valley, y que algunos consideran solo cosméticas. Por ejemplo, en YouTube, vídeos que sostenían que las elecciones habían sido fraudulentas fueron visualizados 138 millones de veces, según un informe de la firma de investigación Transparency.tube.

La batalla legal de Trump probablemente quedará en nada, pero su estrategia de menoscabo a las elecciones parece estar dando sus frutos en una parte de la opinión pública. Según una encuesta de The Economist y YouGov, el 88% de los partidarios de Trump creen que Biden ganó de forma ilegítima. Muchos temen que su intento de socavar la confianza de los ciudadanos en el proceso electoral tendrá consecuencias negativas a largo plazo. “El mayor daño de las acciones recientes de Trump puede ocurrir en futuros años electorales”, advierte un duro editorial de The New York Times. “Trump está estableciendo un vocabulario de negación de los resultados electorales. Está entrenando a políticos para que intenten cambiar los resultados que no les gusten, para sabotear activamente la democracia”, argumenta.

Rosen cree que los ataques de Trump a la integridad electoral han puesto de manifiesto la necesidad de que las grandes redacciones estadounidenses desarrollen equipos de modelado de amenazas. ¿A qué se refiere con esto? Se trata de una técnica empleada por equipos dedicados a la seguridad nacional y unidades de antiterrorismo que trata de identificar de antemano las vulnerabilidades que pueden generar estrés en sistemas complejos como una redacción. El objetivo es poder reaccionar de forma efectiva ante situaciones extremas. “Los periodistas deben plantar su bandera en el terreno sagrado de las elecciones legítimas y ayudar a defenderla contra todas las amenazas. El modelado de amenazas puede ayudar”, escribió en su blog.

Cuatro años de autorreflexión
Rebobinemos ahora por un momento al 8 de noviembre de 2016, cuando la victoria electoral de Trump pilló por sorpresa a la clase periodística norteamericana. Al shock inicial, siguieron meses de letanías, autocrítica y entonaciones de mea culpa.

Se manejaron todo tipo de explicaciones para identificar qué había fallado: Facebook y las noticias falsas, las encuestas erróneas, la ceguera de las élites liberales que dominan los principales medios del país, Trump y sus mentiras, las cámaras de eco, la adicción al espectáculo y al conflicto de la televisión por cable, la polarización en Estados Unidos, la falta de diversidad ideológica en los medios, el paracaídismo de los periodistas de las costas Este y Oeste que no supieron entender al votante trumpista rural y sus rencores racistas y de clase.

Muchos de los cambios que se han dejado sentir en la cobertura electoral se remontan a las lecciones aprendidas en los últimos cuatro años.

El ‘escándalo’ de Hunter Biden
Por ejemplo, uno de los aspectos más criticados de la cobertura electoral de 2016 fue el espacio y la atención que los medios de comunicación proporcionaron a la decisión del director del FBI, James Comey, once días antes de las elecciones, de reabrir una investigación a Hillary Clinton por haber utilizado un servidor privado para manejar correos electrónicos gubernamentales cuando estaba a cargo del Departamento de Estado durante la Administración de Obama.

La investigación se cerró pocos días después sin mayores consecuencias, pero la atención desmedida que los medios ofrecieron a esta historia contribuyó a reforzar la narrativa de que Clinton era una candidata poco fiable, y proporcionó un impulso final gratuito a la campaña de Trump, dice Margaret Sullivan, ex defensora del lector de The New York Times y columnista de medios de The Washington Post.

Según un análisis de la publicación Columbia Journalism Review, en solo seis días, el número de noticias sobre los correos de Clinton en la portada de The New York Times igualó en número la cantidad de temas que el periódico había dedicado a las propuestas de los candidatos en los 69 días previos a las elecciones. “Este intenso enfoque en el escándalo del correo electrónico no puede descartarse como intrascendente: el incidente de Comey y su impacto posterior en el índice de aprobación de Clinton entre los votantes indecisos bien podrían haber inclinado las elecciones”, declaraba el informe.

Este pasado octubre, operativos de la campaña de Trump trataron de repetir una jugada similar. El exalcalde de Nueva York y abogado personal del presidente, Rudolph Giuliani, obtuvo un ordenador portátil que supuestamente pertenecía al hijo de Joe Biden, Hunter Biden. El dispositivo contenía un caché de correos y datos personales que presuntamente evidenciaban los conflictos de interés cuando Biden hijo era miembro del consejo de administración de la compañía ucraniana Burisma. Giuliani proporcionó el ordenador a agentes del FBI y filtró el contenido de los correos a varios medios de comunicación con la esperanza de provocar un escándalo que dañara al candidato demócrata.

Los medios se mostraron mucho más cautos con los trapos sucios aireados en campaña

Pero, en esta ocasión, los medios se mostraron mucho más cautos con los trapos sucios aireados en vísperas de las elecciones. Periodistas de The Wall Street Journal tuvieron en sus manos el material y lo desecharon. Solamente The New York Post, un tabloide propiedad del magnate mediático Ruport Murdoch, dio pábulo a la historia. Días después de su publicación, The New York Times reveló que los propios periodistas encargados de elaborar esa información dudaban de su veracidad y que el autor principal intentó evitar que su firma apareciera en el artículo.

La dependencia de las encuestas
Otras cosas que salieron mal en 2016 no han cambiado tanto. Este año las encuestas volvieron a fallar, aunque no tan estrepitosamente como hace cuatro años. Parte del electorado demócrata todavía sigue traumatizado al recordar la aguja de probabilidad de The New York Times, que arrancó el día dándole a Clinton una probabilidad de victoria del 85% y, conforme Trump se hacía con victorias en estados clave, terminó en el otro extremo, con un 95% a favor del republicano.

Margaret Sullivan cree que los medios estadounidenses siguen enganchados a un modelo de cobertura electoral que pretende predecir el resultado electoral mediante encuestas que en muchos casos resultan fallidas. “Los medios tienen que aprender a explicar mejor cómo funciona la probabilidad matemática”, dice. Cuando el pronóstico del tiempo dice que hay un 20% de probabilidad de que llueva, explica, tenemos la noción de que podemos mojarnos, e incluso es posible que salgamos de casa con un paraguas por si acaso. Esto no sucede con las encuestas políticas que, según la columnista, en 2016 presentaron a Clinton como la ganadora inevitable, algo que probablemente contribuyó a deprimir el voto demócrata.

A pesar de sus errores de bulto, las encuestas no van a desaparecer de la cobertura electoral. Se trata de un componente central de la estrategia editorial de casi todos los medios y, además, son enormemente populares entre los lectores. Tanto es así que grandes medios como The Washington Post y The New York Times tienen equipos internos que desarrollan encuestas propias. Y medios nativos digitales como FiveThirtyEight, dirigido por el experto en estadística Nate Silver, han basado su éxito en crear sus propias medias y agregaciones de encuestas.

Sin embargo, Sullivan y otros expertos creen que los medios tienen mucho trabajo por delante presentando las encuestas con el contexto necesario que permita a los lectores entender su importancia relativa y, sobre todo, su falibilidad.

La agenda ciudadana
Rosen cree que la fijación con las encuestas es un síntoma más de un modelo de cobertura política que los medios tienen que empezar a abandonar. Él lo llama una cobertura “de entendidos”.

Según el crítico, en los años 70 y 80, los periodistas empezaron a abordar la política como un tema sobre todo para lectores apasionados, yonquis de la política. En esta concepción, el periodismo debe, sobre todo, desvelar los mecanismos internos de un juego de poder en el que expertos y estrategas maniobran en secreto. En este tipo de cobertura, repleta de suspense y emoción, dominan los análisis inteligentes, las predicciones sobre quién va ganando o perdiendo, las exclusivas sobre el funcionamiento de las campañas y las intrigas de Washington, D. C.

Por el camino, se olvidaron de que la política afecta a todos los ciudadanos, no solo a quienes están enganchados a la política o los fans de El ala oeste de la Casa Blanca. Rosen cree que las redacciones deben emprender una cobertura más inclusiva que tenga en cuenta las preocupaciones de la mayoría del público y que ponga a los lectores en el centro del proceso editorial. Él lo llama “la agenda ciudadana” y pasa por que los periodistas “reconstruyan desde cero” su relación con sus distintos públicos, en plural.

La agenda ciudadana funciona así: “Empiezas preguntándole a la gente a la que estás tratando de informar: ¿De qué quieres que hablen los candidatos cuando están compitiendo por tu voto? ¿De qué temas quieres que trate la campaña?”, explica. “Si obtienes una buena respuesta, correcta y precisa, a esa pregunta, tu cobertura representará lo que los votantes quieren que los candidatos discutan”, aclara.

Si ejercitan ese tipo de escucha, los medios serán capaces de crear una agenda propia que guíe su cobertura política. Esta definirá qué temas se cubren y qué preguntas los reporteros dirigen a los candidatos. Obligará tanto a medios como a políticos a no desviarse de los asuntos que de verdad preocupan a los votantes.

La diversidad en los medios
Las elecciones de 2020 también han puesto de manifiesto nuevos retos que los medios deberán afrontar en el futuro. Uno de los más urgentes está relacionado con la diversidad racial en redacciones todavía dominadas por profesionales varones de raza blanca que, en ocasiones, carecen de herramientas para cubrir adecuadamente a un país cada día más diverso.

En las elecciones de noviembre, esta falta de diversidad se dejó sentir en el tratamiento uniforme que los medios generalistas otorgaron a los votantes latinos.

Después de que Trump mejorase sus resultados en ciertas regiones del país de mayoría latina, como el condado de Miami, donde el republicano obtuvo 200.000 votos más que en 2016, los medios se apresuraron a publicar todo tipo de análisis sobre el “voto latino”, metiendo en el mismo saco a todos los miembros de un grupo diverso de más de 34 millones de votantes que incluye a comunidades tan dispares como los cubanos y los venezolanos del sur de Florida, los chicanos del sur de Texas, los puertorriqueños de la zona de Orlando o los mexicanos de California.

“El voto latino es mucho más complejo y diverso y varía mucho dependiendo la geografía, la edad e incluso de la historia política del país de origen del primer familiar que haya migrado a Estados Unidos de la persona que emite el voto”, dice José Zamora, vicepresidente de Comunicación de la cadena de televisión hispana Univisión.

Para él, las generalizaciones y el tratamiento uniforme que los medios conceden a un grupo tan diverso se explican, en parte, por la falta de latinos en las principales redacciones del país. A pesar de que los latinos son el 18% de la población estadounidense, tan solo representan el 7% de los trabajadores de medios de comunicación.

En las elecciones se ha dejado sentir la falta de diversidad racial en las redacciones

El reto de la falta de diversidad racial ya se había dejado sentir en las redacciones estadounidenses en un año marcado por las protestas de Black Lives Matter. Algunos de los principales medios estadounidenses han vivido en su seno una revuelta liderada por periodistas negros cansados de que sus medios prefieran hacer malabares verbales antes que calificar de “racistas” las declaraciones del presidente.

En junio, decenas de periodistas de The New York Times se rebelaron después de que la sección de Opinión del diario publicara un controvertido artículo del senador Tom Cotton en el que pedía que se enviara al ejército a sofocar las protestas legales en pro de la igualdad racial. El artículo desencadenó la renuncia del jefe de Opinión, James Bennet.

“Los periodistas negros están levantando la voz porque uno de los principales partidos políticos de la nación y la actual Administración presidencial están brindando refugio a la retórica y a las políticas supremacistas blancas”, escribió en un artículo de opinión el reportero Wesley Lowery en referencia al partido republicano y a Trump. Lowery, uno de los periodistas que mejor representan este movimiento, cree que los principios de objetividad tan arraigados en los medios estadounidenses han sido definidos históricamente por editores blancos. Sostiene que, cuando se trata de racismo y derechos humanos, el periodismo debería guiarse por una “claridad moral”, y no por una presunta neutralidad que presenta las dos versiones de la historia al mismo nivel y tiene como resultado falsas equivalencias.

La falta de diversidad en los medios ha sido uno de los temas recurrentes de la presidencia de Trump, sobre todo a raíz de la manifestación de supremacistas blancos que en verano de 2017 dejó a una víctima mortal en Charlottesville, Virginia. “Tras las elecciones de 2016 surgió esta idea de que los medios generalistas no le habían prestado la suficiente atención a los votantes pobres, blancos y de medios rurales, pero ese concepto se confundió con extremistas cuya visión del mundo se basa en hacer daño a otros”, dice Rachel Glickhouse, periodista de ProPublica especializada en crímenes de odio.

Por ejemplo, The New York Times publicó un controvertido artículo titulado “Una voz de odio en el corazón de América” en el que se presentaba a un nazi con ideas racistas y antisemitas como un afable vecino de la casa de al lado, un hombre normal con gustos y costumbres similares a las de cualquiera.

“Es un gran ejemplo de cómo ideas extremas se pueden presentar como benignas, permitiendo que sean amplificadas”, dice Glickhouse. “Y creo que la falta de diversidad en los medios empeora la situación: los supremacistas creen que otros seres humanos no son totalmente humanos y que deberían ser deportados o asesinados. Si esa idea se siente como algo abstracto para ti, será más difícil ponerla en contexto o asegurarte de que no estás dando oxígeno a esa visión del mundo”, explica.

El trumpismo después de Trump
El 20 de enero de 2021 marcó el final de la Administración Trump, pero tanto Rosen como Sullivan coinciden en que el profundo impacto que este ha dejado en el periodismo estadounidense se perpetuará más allá de su presidencia. Aunque la prensa ha realizado un trabajo heroico de contrapoder durante los últimos cuatro años, Trump ha expuesto vulnerabilidades en el sistema periodístico que los medios deberán seguir examinando.

Trump expuso vulnerabilidades en el sistema periodístico que los medios deben seguir examinando

Según Sullivan, los periodistas somos hoy mucho más reticentes a cubrir de forma urgente cualquier ocurrencia que salga de la boca de Trump, pero el republicano logra todavía actuar casi como un editor jefe, convirtiéndose en un personaje noticioso en todo momento, capaz de secuestrar la atención de los medios y marcar la agenda informativa con sus exabruptos y sus tuits a horas intempestivas.

Steve Bannon, exasesor de Trump y estratega de la campaña de 2016, acuñó un nombre para esta técnica: “inundar la zona con mierda”. Expertos en comunicación política emplean un término más fino: la manguera de falsedad. Se trata de una táctica de propaganda especialmente apta para el entorno digital y que busca transmitir un volumen inasumible de mensajes e información que mezcla verdades con pura desinformación.

La manguera de falsedad no tiene como objetivo persuadir o cambiar la opinión del otro, sino saturar a los medios para que no puedan ejercer su papel, al tiempo que abruma, confunde y desgasta a una ciudadanía para la que cada vez es más difícil saber discernir cuál es la verdad. “No sabemos cómo combatirlo, porque a Trump no le ha importado si rebajaba la confianza de la ciudadanía en el sistema, incluido él”, asegura.

En este escenario, agravado por un ambiente de polarización en el que los hechos ya no logran cambiar las opiniones, el fact-checking o verificación de datos es el ejemplo perfecto de una práctica periodística a la que la presidencia de Trump ha arrebatado en parte su razón de ser. “La premisa sobre la cual reposa el fact-checking es que, si los presidentes son verificados de forma exitosa por la prensa, cambiarán su comportamiento, puesto que el precio de ser presentado como mentiroso es muy alto. Eso ya no es verdad”, asevera Rosen.

En el momento de escribir estas líneas, Glenn Kessler, periodista de The Washington Post y verificador por antonomasia de la era Trump, ha contado más de 22.000 declaraciones falsas, incluidas mentiras flagrantes, exageraciones o inexactitudes. A juzgar por los resultados electorales, estas mentiras parecen no haberle pasado factura.

Además, Trump ha declarado a los medios “el enemigo del pueblo”, de tal manera que cualquier cosa que los periodistas hagan para mantener al presidente y sus mentiras a raya es susceptible de convertirse en combustible para fomentar una “campaña de odio” contra los medios.

El objetivo de la manguera de falsedad es saturar a los medios para que no puedan ejercer su papel

Rosen teme ahora que algunas de estas técnicas de manipulación mediática empleadas por Trump estos años sean adoptadas por otros políticos: “Una de mis grandes preocupaciones es que el partido republicano permanezca ligado a ese método [la manguera de falsedades], tras la marcha de Trump. Ese es uno de los grandes retos que los periodistas se van a encontrar en 2021”.

Rosen no está solo. La visionaria autora Zeynep Tufekci, en un artículo de The Atlantic, mostró su preocupación por que, a pesar de la derrota electoral, Trump haya dejado abonado un terreno fértil para la llegada de otro candidato populista, alguien con más pericia política que el magnate. “Se avecina un intento de aprovechar el trumpismo (sin Trump, pero con un talento político calculado, refinado y más inteligente)”, escribe. “No será fácil convertir al próximo trumpista en un presidente de un solo periodo. No será tan torpe ni tan vulnerable. Llegará al cargo menos por suerte que por habilidad”, agrega.

Tufekci emparenta a este futuro Trump con algunos de los líderes autoritarios que han tenido éxito en otros países: Narendra Modi en India, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orbán en Hungría, Vladimir Putin en Rusia, Jarosław Kaczynski en Polonia o Recep Tayyip Erdogan en Turquía.

Rosen comparte esta preocupación y cree que los periodistas estadounidenses deberían empezar a prepararse para enfrentarse a problemas como la manguera de falsedades y a líderes autoritarios que “no meten a los periodistas en la cárcel exactamente, pero logran convertirlos en enemigos de todos modos”. Y ¿cómo? Colaborando y aprendiendo de periodistas de otros países, como Filipinas, que han logrado seguir operando y produciendo periodismo de calidad y servicio público en un clima hostil. “Los periodistas estadounidenses no son necesariamente los líderes de ese movimiento”, concluye.