27/06/2025

Los medios, ante la tentación de convertirse en actores políticos

Dudar de nosotros mismos

Dudar de nosotros

Escrito por Diego S. Garrocho

Además de combatir la injerencia del poder económico o político, los medios de comunicación corren hoy la tentación de convertirse en actores políticos para poder garantizar su economía financiera. Lo más dramático es que en el libre mercado de la atención es posible que el pluralismo ya no sea rentable.

 

* DIEGO S. GARROCHO

El narcisismo es uno de los signos de nuestro tiempo. La conciencia singular, o la percepción de que somos únicos y especiales, es una pulsión que se extiende desde lo individual hasta las sociedades enteras. Somos los primeros de algo, aunque no sepamos muy bien de qué. También en el periodismo. Y hay buenos motivos para creerlo. Nunca como hasta ahora hemos sido testigos de una revolución tecnológica capaz de redefinir la misión del oficio, y los estándares que ordenaron la opinión pública durante más de un siglo han saltado por los aires. Cualquier reacción es válida, sí, salvo la sorpresa.

Durante décadas, hemos visto cómo se impugnaban las jerarquías en casi todos los ámbitos -el académico, el cultural e incluso el científico-, y el construccionismo social nos llevó a dudar incluso de la existencia de los hechos. Era cuestión de tiempo que el periodismo se sumara al nuevo paradigma imperante. La abrupta transformación tecnológica, la aceleración en la mutación de las costumbres tras la covid-19 y el colapso de algunos consensos políticos y sociales hicieron el resto. La lista de agravios o desafíos tiende a hacerse infinita en una profesión a la que, como al dios de Aristóteles, le complace pensarse a sí misma. Y bien que hace.

Escuchamos hablar de la fragmentación de las audiencias, de la proliferación de los bulos, de la economía de la atención o de la polarización en prácticamente todas las sedes. Lo que parecía una conversación gremial se ha trasladado a amplios foros de debate por un hecho bastante intuitivo: las democracias liberales y las conquistas civiles sobrevivieron gracias a un marco de convivencia en el que la prensa libre jugó un papel central. En 1644, casi medio siglo antes de la Gloriosa Revolución, John Milton ya esbozó la importancia de la libertad de prensa. Casi 200 años después, Alexis de Tocqueville anunciaría un amor por la libertad de prensa “rotundo e instantáneo”, consciente de que esa condición serviría de asiento y garantía para todas las demás libertades que habrían de ordenar la convivencia pacífica entre diferentes. El mito democrático, algo exagerado, prolongó esta pulsión liberal hasta la parresía, una noción clave de la retórica clásica que insistía en la conveniencia de expresar con franqueza y sin cortapisas la opinión propia.

La mitología clásica de la opinión pública encaja mal con nuestra circunstancia presente, y las categorías con las que intentamos describir el mundo parecen demostrarse obsoletas. Nuestro afán de novedades también nos lleva a consumir conceptos. De nuevo, fue Tocqueville quien nos dijo que un mundo nuevo requeriría una ciencia política nueva y, sin embargo, en pleno siglo XXI seguimos ordenando los debates políticos y periodísticos con conceptos que parecen agotados y que han demostrado su inoperancia explicativa. ¿Sigue siendo útil el concepto de “verdad” para arbitrar nuestra deliberación pública? ¿En qué medida la palabra “libertad” sigue significando lo mismo que en tiempos de John Locke o en los ensayos de Isaiah Berlin? ¿Podemos seguir apelando a la responsabilidad editorial en los mismos términos en los que lo hicimos hace 50 años? ¿Qué es un periodista y cuáles son los enemigos de la práctica periodística responsable?

¿Sigue siendo útil el concepto de 'verdad' para arbitrar nuestra deliberación pública? ¿Podemos seguir apelando a la responsabilidad editorial en los mismos términos que hace 50 años?

Por contraintuitivo que pueda parecer, y en contra del narcisismo de época que mencioné pocas líneas atrás, creo que las respuestas coyunturales no deben olvidar horizontes clásicos de reflexión que tendemos a dar por amortizados. Es obvio que las redes sociales redefinen el marco de la libertad de expresión, y no cabe duda de que la opinión pública es algo mucho más complejo de lo que prefigurara Walter Lippmann en 1922. Es un hecho innegable, también, que la palabra periódico ya no significa exactamente lo mismo que podía significar en 1992 y que incluso nuestra relación con los hechos y con la realidad ha cambiado. Somos animales culturales y estamos expuestos a la transformación de un mundo sobre el que ni siquiera somos enteramente soberanos.

Pese a todo, y reconociendo la extraordinaria excepcionalidad de nuestro momento histórico, gran parte de los riesgos que amenazan el patrimonio y el valor de la profesión periodística son eminentemente antiguos. La condición liberadora del conocimiento o la inequívoca utilidad de la luz sobre las sombras son realidades que han perdurado a lo largo de la historia y que nos permiten reconocer patrones constantes a través de los siglos. Hay un hilo invisible que va desde el mito de la caverna de Platón hasta el lema de The Washington Post. Si seguimos conmoviéndonos con la Ilíada o si todavía estudiamos a Aristóteles o a Maquiavelo es porque existen constantes que perduran a lo largo del tiempo.

De entre esas constantes casi zoológicamente humanas, hay una que se mantiene prácticamente invariable a lo largo y ancho de todas las culturas y de casi cualquier época: el poder. Se trata de un afán dominador en el que la voluntad de algunos hombres intenta subvertir las legítimas aspiraciones de los demás. Someter la conciencia, la voluntad o la acción de otros es, desde la noche de los tiempos, una de las pulsiones genéticamente inscritas en el corazón humano, y apenas ha cambiado. Las conspiraciones en la República romana no eran demasiado distintas de las que hoy se viven en cualquier democracia, y el instinto por dominar el relato y las palabras con las que se construye la realidad es algo que ya acontecía en las sociedades antiguas. No olvidemos que la potestad fundamental del dios del Génesis no era otra que la de ser capaz de nombrar las cosas, y esa ha sido siempre la aspiración de cualquier cronista.

No es exactamente cierto que un medio pueda presumir hoy de independencia solo garantizando su independencia económica

Estas constantes humanas se hacen patentes también en el periodismo del año 2025, un oficio amenazado y fascinado por la radical transformación de nuestra circunstancia. No sé si soy periodista, pero sí sé que he vivido algunos de los momentos más intensos de mi vida en la redacción de un periódico o detrás del micrófono de una radio. Y en todas las ocasiones en las que he detectado una amenaza o una inclinación que afectara a mi correcto desempeño, no he percibido realidades novedosas, sino viejos y antiguos universales humanos. Los enemigos de la prensa libre son exactamente los que podemos imaginar. Los medios de comunicación siempre habrán de enfrentarse a los poderes políticos y económicos, dos extremos que no siempre son fáciles de diferenciar, pues resultan mutuamente permeables. La crisis de algunos formatos -pienso en la prensa escrita, sobre todo en papel- hace que algunos medios históricos se hayan vuelto aún más vulnerables a esos riesgos de injerencia. La deriva iliberal de las democracias occidentales, en las que hemos visto a mandatarios señalar a periodistas con nombres y apellidos, agrava esa exposición a la influencia espuria. Pero, además, y esto sí es enteramente novedoso, la tecnología ha favorecido el advenimiento de una nueva forma de servidumbre: la neurosis ideológica.

No es exactamente cierto que un medio pueda presumir hoy de independencia solo garantizando su independencia económica. Esta es una condición necesaria, pero ni mucho menos es suficiente. El mercado de la atención ha favorecido la fanatización de las audiencias; y, como ha subrayado en numerosas ocasiones Martin Baron, la polarización se ha convertido, sobre todo, en un rentabilísimo negocio. Así las cosas, además de combatir la injerencia del poder económico o político, los medios hoy corren la tentación de convertirse en actores políticos para poder garantizar su economía financiera. Y lo más dramático es que en el libre mercado de la atención es posible que el pluralismo ya no sea rentable.

El activismo, la ideologización ciega o la asunción de que los medios son vectores de incidencia política suponen una amenaza epistemológica, pero también profesional

Este es un desafío menos visible y evidente que la injerencia de los grandes anunciantes o del poder político en los medios: la rentabilidad inmediata que puede fomentar un periodismo de parte. El activismo, la ideologización ciega o la asunción de que los medios son vectores de incidencia política suponen una amenaza epistemológica, pero también profesional, para el cumplimiento de la misión más elemental de un medio de comunicación. Recordemos que el periodismo y la filosofía comparten una premisa emocional que debe exhibirse con orgullo y que incluso debería promocionarse de forma explícita. Ese principio esencial -y que es lo que detona la búsqueda de la verdad- es siempre la duda: una duda o una sospecha que debe arrojarse sobre el mundo, pero también sobre nuestros propios principios.

Es un hecho que no hay periodismo si no hay una búsqueda de la verdad. Pero a la verdad, signifique esta lo que signifique, jamás podremos acceder sin una sana dosis de escepticismo. En un tiempo donde tantos parecen contar con respuestas prefabricadas, hay quien piensa que ha dejado de tener sentido hacer preguntas. Y recordemos que una pregunta atinada no es solo aquella que incomoda al poder. Una buena pregunta es, sobre todo, aquella que puede incomodarnos a nosotros mismos.

 

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