En una aproximación ingenua, uno podría pensar que el trabajo de los periodistas consiste en contar lo que pasa o lo que ha pasado, y no lo que pasará. El periodismo no trata del futuro, sino del pasado y el presente. Pero en cuanto lo pensamos dos veces, nos damos cuenta de que, en realidad, esto no es cierto.
Constantemente, en los medios de comunicación se incluyen informaciones que se refieren a predicciones, las cuales nos parecen totalmente legítimas. Desde las previsiones del tiempo a las encuestas electorales y las estimaciones de los organismos internacionales que hacen pronósticos sobre la economía, hay muchos contenidos predictivos en nuestros medios, porque, a pesar de las posibles incertidumbres (mayores o menores, según los casos), nos parece que contienen información valiosa para los lectores. Son útiles para coger o no el paraguas al salir de casa, para votar a un partido u otro teniendo previsiones razonables sobre los efectos de ese voto y para tomar alguna decisión económica importante, como comprar o vender un piso o hacer una inversión.
Además, todos los días se difunden declaraciones de empresas, instituciones o Gobiernos de diferentes niveles que anticipan acontecimientos futuros, y a los que se da tratamiento de noticia, porque la declaración en sí misma es un acontecimiento que efectivamente se ha producido, es un hecho cierto. Pero, a la vez, es fácil que la noticia del anuncio esté trasladando la impresión de que también es cierto (en el sentido de seguro) el acontecimiento anunciado. Y aquí es donde el periodismo se encuentra con un reto bastante difícil de manejar.
Todos los días se difunden declaraciones de empresas, instituciones o Gobiernos que anticipan acontecimientos futuros y a los que se da tratamiento de noticia
La dificultad periodística varía en función del grado de incertidumbre. Por ejemplo, cuando una gran empresa automovilística comunica que en una fecha próxima va a invertir cierta cantidad de dinero en reformar una fábrica o que va a construir otra en una localidad; o una cadena de supermercados o una tienda reputada de moda dice que va a abrir en el año próximo un cierto número de establecimientos en un país, no parece demasiado comprometido contar esa información “tal cual”, sin poner al lector u oyente demasiado en guardia respecto a la inseguridad de que esos acontecimientos se produzcan.
En cambio, en otras ocasiones, los anuncios empresariales se refieren a eventos futuros más distantes, o que requieren permisos, o dependen de la evolución de los mercados... Y el problema viene cuando los medios los difunden como si fueran también acontecimientos casi seguros. Vean, por ejemplo, este titular: “Iberia compra Air Europa por 1.000 millones de euros”. Les sonará a ustedes esta noticia como algo relativamente reciente, si bien se estarán confundiendo: ese titular, similar al de muchos otros medios, se publicó, con el verbo en presente de indicativo (“compra”), en noviembre de 2019; y, como ya sabrán, la compra descrita aún no se ha materializado.
Tal vez piensen ustedes que les estoy haciendo trampas, pues, claro, el sector aéreo fue catastróficamente afectado por la pandemia de COVID-19; y es normal que unos planes que podían ser más o menos inminentes, realistas y completos en noviembre de 2019 se quedaran paralizados por los efectos de la crisis sanitaria. Pero no, no fue (solo) la pandemia la que alteró los planes de Iberia y Air Europa. Fue también la Comisión Europea, que tenía que dar el visto bueno a la adquisición y no la veía con muy buenos ojos.
En junio de 2021, en un contexto en el que ya se vislumbraba la recuperación del sector aéreo, la Comisión informó de que iniciaba una “investigación en profundidad” sobre la propuesta de adquisición de Air Europa por IAG (la empresa matriz de Iberia). El comunicado decía que la Comisión estaba preocupada por la posible reducción de la competencia en 70 pares de ciudades en los que las dos compañías tendrían una posición de dominio o de monopolio, lo que podría llevar a “precios más elevados y una peor calidad para los viajeros”.
Cuando en diciembre de 2021 IAG y Air Europa comunicaron que paralizaban la compra a la Comisión Europea, esta “tomó nota” de la información en una breve nota de prensa que señalaba que “las conversaciones con las empresas y el paquete de medidas correctoras propuesto no han podido abordar adecuadamente hasta la fecha los problemas de competencia detectados por la Comisión” . Todo esto ha sido contado también por los medios españoles.
Lo que no les ha impedido escribir a comienzos de este año titulares como este otro, publicado en el mismo medio (no aprendemos): “Iberia cierra la compra de Air Europa por 500 millones”. El precio ha bajado a la mitad, pero el titular es muy similar, dando, de nuevo, por “cerrado” algo que tiene que ser aprobado por la Comisión Europea, la cual en el intento anterior ponía muchas pegas. Muchos otros medios lo contaron de forma parecida, sin mencionar, o haciéndolo solo de pasada, que el acuerdo tendría que ser ratificado por las autoridades europeas de la competencia. En el momento de escribir estas líneas, el proyecto de compra no ha sido comunicado oficialmente aún a la Comisión, que, por tanto, no ha reiniciado su investigación; pero en todo caso se espera que el proceso de revisión en Bruselas pueda tardar fácilmente un año o más, con un resultado que no está garantizado que sea positivo (la Comisión ha bloqueado muchas propuestas de adquisición o fusión de empresas europeas por poner en riesgo la competencia; varias de ellas, precisamente, en el sector de las aerolíneas).
En definitiva, lógicamente, es posible y legítimo difundir los mensajes de las empresas sobre sus actividades futuras, si bien es necesario graduar correctamente el grado de certeza con el que se presentan. La diferencia entre el anuncio del tipo “Iberia pone en marcha este verano una nueva ruta entre Madrid y Bergen”, pongamos por caso, e “Iberia compra Air Europa” es enorme, y debería hacerse claramente visible en la forma en que se comunican.
Es posible y legítimo difundir los mensajes de las empresas sobre sus actividades futuras, si bien es necesario graduar el grado de certeza
También una parte importante de las noticias generadas por los Gobiernos de diferentes niveles parten de mensajes sobre actividades futuras. Como en el caso de las empresas, es necesario distinguir entre los diferentes grados de incertidumbre. A través de los tiempos verbales, las entradillas, la pura ordenación y relevancia de las diferentes partes de la información, se puede y se debe distinguir entre, por ejemplo, una obra pública que comienza a ejecutarse -después de haber sido licitada y adjudicada, con un presupuesto aprobado y un plazo cerrado de conclusión- y la obra para la que se saca a concurso la redacción del proyecto constructivo. Parece obvio, aunque lo cierto es que uno se encuentra a menudo con noticias sobre grandes obras aún en estado muy preliminar que, sin embargo, se relatan como si su realización fuera segura y todos sus detalles estuvieran confirmados.
Por ejemplo, esta noticia de 2018: “Así será el segundo aeropuerto de Madrid: tendrá 40 nuevos destinos”, que daba 2023 como fecha de estreno de un aeropuerto del que, según noticias más recientes, se dice ahora que, si consigue cumplir todos los requisitos legales y ambientales, podría empezar a construirse en 2027. O esta de 2015: “El ATC [Almacén Temporal Centralizado de residuos nucleares] de Villar de Cañas estará operativo en 2018”, y este nunca se empezó a construir.
Incluso con las obras en marcha, a veces los gobernantes se lanzan al optimismo entusiasta sobre las fechas de inauguración, lo cual habría que contar siempre con grandísima cautela. Como aficionado a los trenes, recuerdo que en enero de 2015 un gran medio nacional publicaba que “El AVE llegará a ocho capitales en un año marcado por las elecciones”, e informaba de que ese mismo año llegaría la alta velocidad a Zamora, León, Palencia y Burgos, en el norte; Castellón y Murcia, en el este, y Cádiz y Granada, en el sur. En realidad, en 2015, el AVE solo llegó a la mitad de esas ciudades (Zamora, León y Palencia, y de manera muy sui géneris a Cádiz), pero pasaron entre tres y siete años más para que llegara a Castellón (2018), Granada (2019), y Burgos y Murcia (2022). Alguien en el Ministerio o en ADIF se animó más de la cuenta anunciando inauguraciones imposibles, y alguien en el medio de comunicación no aplicó la diligencia debida para averiguar si esos vaticinios eran creíbles.
Otro de los campos abonados para los anuncios fantasiosos es el de las operaciones urbanísticas, en el que algunos medios perseveran, y así se publican noticias como “Madrid Nuevo Norte: el 'skyline' de la capital crecerá con una supertorre de 300 metros y siete rascacielos”, acompañados de impactantes imágenes de rascacielos de oficinas, espacios verdes y torres de viviendas, que supuestamente está previsto que se construyan en un área de Madrid cercana a la estación de Chamartín en un proceso de remodelación urbanística que se calcula que durará 20 años. Por aquí y por allá se pone alguna frase del tipo “si no hay imprevistos”, aunque tiende a predominar la credulidad propagandística, de la que ya tendríamos que estar curados, con la experiencia -no tan lejana- de las urbanizaciones y ciudades fantasma que proliferaron por España en los años locos de la burbuja inmobiliaria, a la que habría que sumar la duda sobre cómo evolucionarán los hábitos de trabajo de las empresas y la demanda de espacios para oficinas por la expansión del teletrabajo.
Algunos de estos ejemplos pueden parecer pintorescos y un poco extremos; y, efectivamente, tal vez no sean representativos de las muchas otras veces en las que el periodista se encuentra con el reto de afinar con el grado de incertidumbre con el que debe contar las “noticias del futuro”. Ya dije más arriba que es una tarea ciertamente delicada, porque incluso los anuncios más oficiales hay que tomarlos con sus dosis de agnosticismo.
Incluso los anuncios más oficiales hay que tomarlos con sus dosis de agnosticismo
Pensemos, por ejemplo, en los presupuestos de las diferentes Administraciones: en un proceso de elaboración muy publicitado, solemne y, a veces, con emociones derivadas de las frágiles mayorías, los parlamentos nacionales o autonómicos y los ayuntamientos aprueban presupuestos que contienen sus promesas de gasto desglosadas en grandes partidas (educación, sanidad, pensiones...) y en proyectos concretos. La forma jurídica (en el nivel nacional y autonómico) es una ley. Un lugar común del discurso político afirma que se trata de la votación más importante del año, por lo que los medios hacen considerables despliegues analizando qué partidas suben o bajan, cuántos millones de euros van a gastarse en tal cosa o tal otra. Parecería que todo aquello que se aprueba queda tallado en piedra y se va a cumplir a rajatabla. Pero es sabido que no es así. Hay desviaciones inevitables, podríamos decir que automáticas, puesto que la economía nunca se comporta exactamente de la manera prevista, y ello altera, al alza o a la baja, la recaudación de impuestos y cotizaciones a la Seguridad Social y, asimismo, ciertos gastos sociales, como los del seguro de desempleo, que se mueven con el ciclo económico.
Además, hay otras muchas desviaciones: por un lado, las propias normas presupuestarias contienen reglas para permitir que los Gobiernos modifiquen los presupuestos, moviendo dinero de unas partidas a otras, y, por otro lado, muchas partidas incluidas en los presupuestos simplemente no se ejecutan en su totalidad.
El problema, claro, es que todo eso que no se gasta donde se anunció, o se gasta en cosas distintas a las inicialmente previstas, solo se puede saber a toro pasado, cuando dos o tres años más tarde el Tribunal de Cuentas publica sus informes; o, con suerte, en las Administraciones más transparentes, cuando van publicando a lo largo del año las modificaciones presupuestarias.
Todavía es más resbaladizo el terreno si las declaraciones no se refieren solo a lo que tal o cual Administración o empresa va a hacer, sino a los efectos positivos que se espera que tenga esa acción. Ya saben: los cientos de millones que van a llegar gracias a una competición deportiva, los miles de visitantes que atraerá un festival, las muchas empresas que se instalarán en un nuevo polígono industrial, los turistas que se acercarán a un museo, los vehículos que circularán por una autopista…
Por definición, solo sabremos si las predicciones son acertadas cuando se celebren la competición o el festival, o se construyan el polígono industrial, el museo o la autopista (en realidad, unos años después). El periodista no puede hacer un fact-checking del futuro y, por tanto, podría parecer que se encuentra indefenso ante el hecho noticioso del anuncio hecho por la empresa o el Gobierno de turno, que, aunque suene poco convincente o inflado, no se puede “desmentir”. Y, en cierto modo, es cierto. En situaciones así, la ventaja está del lado del anunciante, sea este prudente o temerario, y no hay ninguna receta o regla general con la que podamos ayudar al periodista, más allá de recomendarle que intente, caso por caso, buscar el conocimiento experto y las experiencias análogas de otros lugares u ocasiones para vislumbrar si lo que se promete es razonable o disparatado.
No hay ninguna receta o regla general con la que podamos ayudar al periodista, más allá de recomendarle que intente buscar el conocimiento experto y las experiencias análogas
Por poner un ejemplo, leo estos días que la presidenta de la Comunidad de Madrid está proponiendo que a partir de 2027 se celebre en Madrid un Gran Premio de Fórmula 1, en un circuito urbano, desmontable, en el noreste de la ciudad (la noticia, en un importante medio nacional, lleva este título: “Madrid tendrá Fórmula 1: así es el megaproyecto de 200 millones de Ayuso” [negrita del autor de este artículo]). Por supuesto, según la noticia, nada de esto costaría nada a los madrileños, ya que los 200 millones de euros los pondría la iniciativa privada. Los ingresos anuales serían de 500 millones, entiendo que incluyendo los de los inversores y los que recibiría en general la ciudad y la región. Un chollo, vamos. Pero, claro, ya hubo en España un circuito urbano de Fórmula 1, entre 2008 y 2012, en la ciudad de Valencia, que tampoco iba a costar un duro, que solo se iba a financiar con iniciativa privada... y que trajo muchos menos espectadores e ingresos de los esperados, y acabó costando más de 100 millones a la Generalitat. Esta referencia debería acompañar cualquier noticia sobre la propuesta de Ayuso. Es lo más cerca que podemos estar, en asuntos como este, de “contrastar la noticia”.
En fin, entiendo que estos consejos les pueden parecer vagos e imprecisos, pero es difícil ir mucho más allá. No estamos en Minority Report, y no nos es posible visualizar el futuro para, con total certeza, desmentir o confirmar lo que se nos anuncia. No obstante, tampoco esto es posible siempre que la información se refiere a sucesos pasados, pues no se puede, por muchos motivos, conseguir todos los datos para hacerlo. Así pues, la diferencia entre el fact-checking del pasado y del futuro es menos radical de lo que parece. Al final, lo que se debe hacer en ambos casos es presentar al público un juicio razonado y razonable sobre lo que la evidencia disponible nos lleva a pensar que pasó, o que puede pasar, con sus incertidumbres y dudas bien a la vista. Como siempre, ¿no?