22/06/2016

BUENA PRENSA

¡Es la demografía, estúpido!

Escrito por Josu Mezo

Hace años ya publiqué en esta sección un artículo en el que avisaba de la inutilidad, que a veces roza el ridículo, de usar cifras absolutas cuando se compara la incidencia en diferentes territorios de un fenómeno social[1]. Contar el número de viviendas en las que hay un robo en el verano en diferentes comunidades, sin tener en cuenta la población (o la cantidad total de viviendas), no nos informa sobre dónde el problema de seguridad es mayor.

Del mismo modo, comparar provincias de España por el volumen total de las hipotecas contratadas por sus habitantes, si no tenemos en cuenta el número de habitantes, no nos dice nada sobre qué provincia está “más endeudada”.

La advertencia continúa vigente, porque desgraciadamente siguen apareciendo de vez en cuando noticias con titulares que destacan que Andalucía, Cataluña o Madrid (las tres comunidades con más población) son aquellas en las que hay más casos de algún fenómeno social o económico, lo que en la mayoría de los casos no nos aporta ninguna información de valor. Para evitar dar esa información inútil, lo recomendable es recurrir a las tasas: por 100 o 1.000 habitantes, viviendas, vehículos, trabajadores, familias, dependiendo de qué fenómeno estemos relatando.

También, decía entonces, pueden verse afectadas por este mismo problema las comparaciones a lo largo del tiempo: ahora muere en España en la carretera un número de personas similar al de los años 60, pero la población ha crecido mucho, y todavía más el número de vehículos y los miles de millones de kilómetros recorridos. Por lo tanto, en realidad, aunque el número de víctimas sea aproximadamente el mismo, hoy en España conducir o viajar en coche es muchísimo más seguro que hace 50 años.

Por la misma razón, deben tomarse con mucha cautela las noticias que nos advierten de que en las próximas décadas se prevé que en el mundo aumente en varias decenas de millones el número de personas afectadas por inundaciones, o que vivirán en la pobreza, que fumarán o que morirán en la carretera. Una parte de ese crecimiento puede ser expresión o consecuencia de cambios sociales, de la contaminación o del cambio climático. Pero otra parte se deberá simplemente al aumento de la población. Para comprender bien el fenómeno, cuánto nos debemos preocupar o qué prioridad debemos darle es importante distinguir claramente ambos aspectos.

La lección que se debe extraer de todo lo anterior sería, por tanto, que se deben evitar las comparaciones en números absolutos entre lugares de diferentes tamaños o entre diferentes momentos en el mismo territorio si estos están tan separados en el tiempo que la población ha cambiado sustancialmente. En sentido contrario, se podría pensar que las comparaciones en números absolutos dentro de un mismo territorio y referidas a un periodo de tiempo relativamente corto en el que la población apenas cambia podrían ser seguras y aceptables, puesto que sí estarían reflejando cambios sociales de interés y estarían dando información valiosa.

Esto puede ser cierto en líneas generales, pero en este artículo quiero señalar precisamente una excepción importante a esa conclusión, que aparece cuando el fenómeno social de que se trata se refiere exclusiva o principalmente a un cierto grupo de edad. Porque si bien la población total de un país o de una comunidad autónoma no varía mucho (normalmente) en un periodo corto de tiempo, sí que puede variar mucho, más de lo que somos a veces conscientes, el tamaño de cada uno de los grupos de edad que lo componen. Y es aquí donde se hace necesario invocar el título de este artículo: los cambios demográficos –y, en concreto, los cambios de composición por edad de la población– pueden ser la explicación principal de algunos fenómenos sociales que un observador despistado (o interesado) podría atribuir a otras causas.

Precisamente en España, nuestra peculiar pirámide demográfica (en forma más bien de tonel), con una caída muy importante del tamaño de las cohortes nacidas a partir de 1977, está causando ya, y causará en los próximos años, muchos cambios llamativos en el número de personas que realizan o realizarán ciertas actividades, y que no tienen otra explicación que la pura demografía. Así, por ejemplo, el colectivo que está llegando a la edad de trabajar (16 años) está compuesto por unas 425.000 personas cada año, mientras que el que llega a la edad de la jubilación es mayor (en torno a 500.000 actualmente) y dentro de pocos años lo será aún más (hay unas 550.000 personas de 59 años y 660.000 de 54 años). Por tanto, la población en edad de trabajar está cayendo y, probablemente, lo seguirá haciendo en los próximos años, a menos que haya un nuevo flujo de inmigración. Si las tasas de actividad no cambiasen, veríamos una disminución de la población activa, que se derivaría simplemente de las dinámicas demográficas, y no de los aciertos o errores de la política económica (aunque se podría argumentar que una política económica exitosa sería precisamente la que consiguiese aumentar las tasas de actividad, haciendo que un porcentaje mayor de las personas mayores de 16 años participase en el mercado de trabajo).

En línea con esta tendencia demográfica, podemos esperar encontrarnos en los próximos años múltiples estadísticas que reflejen una disminución del número de personas jóvenes que realizan una actividad o que están en una determinada situación. Antes de lanzarnos a dar a esa caída explicaciones (o reproducir las que nos propongan) relacionadas con las buenas o malas decisiones del Gobierno de turno, con el ciclo económico, la globalización, el influjo perverso o benéfico de la tecnología, la pérdida de las buenas costumbres o cualquier otro sesudo argumento, deberíamos comprobar si la explicación no reside sencillamente en la demografía: hay menos jóvenes de tal edad haciendo X porque hay menos jóvenes de tal edad, porque en 1990 nacieron menos personas que en 1985, y en 1995 menos que en 1990, y así sucesivamente.

No estoy hablando de un error hipotético, sino de algo que está sucediendo ya con cierta frecuencia. Veamos algunos ejemplos. En febrero de 2015, varios medios de comunicación de Madrid se hicieron eco de una información que les había suministrado el sindicato UGT en esa comunidad autónoma, según la cual alrededor de 380.000 jóvenes de 16 a 34 años se habían marchado de la Comunidad de Madrid. Esa afirmación se basaba en la disminución de la población de esas edades en el periodo entre 2006 y 2014. En concreto, se había reducido un 21% la población de entre 20 y 24 años y un 25% la población de 25 a 34 años. La pérdida de empleos en ese tramo de edad era aún mayor (455.000 personas) y UGT entendía que la conexión era clara: la crisis económica, la falta de oportunidades, había obligado a emigrar a casi 400.000 jóvenes. Y así lo contaron varios medios, sin hacer una mínima comprobación, de cinco minutos, en el Instituto Nacional de Estadística (INE), que les hubiera permitido evitar el ridículo.

Porque, claro, los que tenían de 16 a 34 años en 2014 (nacidos entre 1980 y 1998), que en 2006 tenían entre 8 y 26 años, eran ya en 2006 507.000 menos que los que tenían entonces entre 16 y 34 años. Y por eso, si no hubiera habido ninguna migración, si en Madrid solo vivieran las mismas personas que en 2006 (y olvidando la mortalidad, que en estas edades es muy baja), en 2014 habría en Madrid, entre los 16 y los 34 años, 507.000 personas menos que en 2006. Si solo hay 380.000 personas menos es porque en estos años ha habido inmigración neta a Madrid de personas nacidas entre 1980 y 1998. Se han ido muchos jóvenes, sí, pero han venido más, y el saldo neto es positivo. Es decir, exactamente lo contrario de lo que pretendía la UGT y que varios medios se creyeron de forma ingenua.

El siguiente ejemplo de olvido de la demografía es de intención casi perfectamente opuesta al anterior. A finales de abril, varios medios recogieron las declaraciones en el Congreso de la ministra de Empleo, Fátima Báñez, reivindicando que a comienzo de 2015 había en España, entre los menores de 30 años, 155.000 parados menos que cuando el Partido Popular llegó al poder. Y era cierto, según la Encuesta de Población Activa (EPA), comparando el cuarto trimestre de 2011 con el primer trimestre de 2015. La sugerencia implícita era que esos jóvenes que ya no eran parados estarían trabajando, si bien no era así. De hecho, como supo ver algún medio más cuidadoso en la misma EPA, en ese grupo de edad había también 585.000 personas menos trabajando. Si había menos parados, pero también menos ocupados, la deducción lógica sería que todos esos jóvenes, desanimados, ya no estaban en el mercado de trabajo. Estarían en casa, sin trabajar ni buscar trabajo o, en todo caso, tal vez, estudiando. Aunque no era así tampoco: la población inactiva de esa edad había aumentado solo en 37.000 personas en ese periodo.

¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaban todos los jóvenes que “faltaban”? Pues en ningún sitio. De nuevo, hay que ver la evolución demográfica: en España había en el primer trimestre de 2015 unos 700.000 jóvenes de 16 a 29 años menos que en el último trimestre de 2011. Y no se debía a la emigración, se debía fundamentalmente a que las cohortes entradas en ese grupo (nacidos entre 1996 y 1999) son mucho menos numerosas que las de los que lo han abandonado (nacidos entre 1982 y 1985). La ministra Báñez no podía apuntarse en realidad ningún tanto porque el descenso en la población parada era casi el mismo porcentualmente que el de la población de esa edad. Pero los críticos que pensaron que nos engañaba ocultando que cientos de miles de jóvenes habían dejado de buscar trabajo tampoco entendieron la situación: simplemente había menos jóvenes.

Un último ejemplo, más reciente, vuelve a incidir en la misma búsqueda fantasiosa de explicaciones políticas o económicas para fenómenos que son sobre todo demográficos. Muchos medios recogieron en el mes de octubre de 2015 la noticia de que las universidades públicas españolas habían registrado una reducción de los alumnos matriculados entre 2012 y 2015. En los estudios de grado en particular, la disminución de las matrículas había sido del 7,3%. Algunos medios encontraron de nuevo el hilo causal evidente: la subida de las tasas y la reducción de las becas conformaban la explicación más plausible. Se trataba, según algún medio, de “la herencia de Rajoy” en la universidad española. Como el lector ya podrá imaginar a estas alturas, la explicación era en gran medida otra. El grupo de población predominante en los estudios de grado (de 18 a 22 años de edad) había caído también en torno al 7% entre 2011 y 2014. La disminución de los estudiantes universitarios sería algo mayor y, por lo tanto, también causada en parte por algún factor adicional a la pura evolución demográfica (y sí, la subida de las tasas y la disminución de las becas son buenas candidatas para ser esas explicaciones potenciales). Pero esas explicaciones adicionales serían marginales frente a la explicación principal y más sencilla: hay menos jóvenes en edad de estudiar en la universidad.

Tres patinazos, los cuales me temo que no serán los últimos. En los próximos años vamos a seguir viendo una caída de la población joven y vamos a seguir padeciendo, tristemente, una crisis económica con paro alto, especialmente marcado entre esos mismos jóvenes. Así que las estadísticas sobre cualquier fenómeno que afecte a los jóvenes, sobre todo si los “echamos de menos” en actividades relacionadas con la vida económica (trabajando, consumiendo, comprando pisos, viajando), harán muy tentadoras las explicaciones basadas en los efectos de la crisis económica (o, tal vez, del pérfido Gobierno de turno). Antes de creérselas, y de difundirlas, por favor, vayan al INE y echen un vistazo a las cifras de población, no vaya a ser que esos jóvenes que no trabajan, no consumen o no compran casas simplemente nunca hayan existido.


[1]
“La verdad es (una cifra) relativa”, Cuadernos de Periodistas, n.º 15, septiembre de 2008, págs. 89-96.