18/12/2014

TRIBUNALES

La libertad de opinión y el honor de los políticos

Escrito por Teodoro González Ballesteros

El confusionismo social actual, al socaire de la crisis económica convertida ya en crisis de convivencia como argumento justificativo de intolerancias y descréditos, también ha llegado a los medios y a la adjetivación de las conductas de quienes por vocación, necesidad u oportunidad se dedican a la actividad política.

TEODORO GONZÁLEZ BALLESTEROS*

Sin duda, es manifiesta la responsabilidad social por acción u omisión de los políticos, y la crítica a su labor es conveniente y necesaria. La cuestión radica en si esa crítica ampara igualmente la ofensa y el insulto.

En un Estado de derecho corresponde a los tribunales de justicia calibrar la línea que separa las expresiones molestas o hirientes de las insultantes o vejatorias. Conviene recordar que el derecho, en su definición más simplista y acertada, es el conjunto de normas que regulan la vida en sociedad. Su función es ordenar la convivencia para el logro de la realización de la justicia. De ahí la necesidad de recurrir a las resoluciones de los tribunales para conocer la prevalencia de los derechos en conflicto, si el derecho a la libertad de opinión o el derecho al honor, valorando el contexto social de referencia y que –con las excepciones de algunos altos funcionarios– corresponde a quien se considere agraviado el inicio de las acciones judiciales pertinentes, al ser el honor un derecho fundamental personalista. Acciones penales, si en la opinión hay intencionalidad y mala fe, o civiles, en los supuestos de negligencia responsable.

El Tribunal Supremo (TS) dictaminó hace unas semanas que el adjetivo “chalado” con el que se calificaba al alcalde de una ciudad castellana en un artículo de opinión, difundido en prensa el 18 de febrero de 2009, no suponía una intromisión ilegítima en su derecho al honor, en razón al contexto de crisis política que se vivía en el Ayuntamiento cuando fue publicado (STS nº 102/2014, de 26 de febrero, Rec. casación 29/2012). El contenido esencial del texto objeto del debate jurídico era el siguiente: “Lo más sensato es que alguien pusiera un poco de cordura en el Ayuntamiento, que alguien con dos dedos de frente no permita a un chalado convertir una institución, como es el Ayuntamiento, en la casa de la señorita Pepis”.

En las dos instancias judiciales previas, el medio fue condenado a publicar a su costa el fallo de las sentencias, que ahora anula el TS al considerar la inexistencia de intromisión ilegítima en el honor del alcalde. La resolución del TS, correcta en su interpretación global por su defensa de la libertad de expresión, lleva a plantear como cuestión sustantiva hasta qué extremo la crítica a la persona que desempeña una actividad política pública, gestora de bienes y derechos colectivos, elegida en las urnas o designada legalmente está sometida a descalificaciones generales que afectan a su genérica capacidad intelectiva.

Al efecto, es oportuno recordar que hace ya más de 30 años el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) realizó una interpretación del art. 10 del Convenio Europeo de 1950, referido a las libertades de información y de opinión, que ha permitido la expansión de su eficacia jurídica, a través de la sentencia de 8 de julio de 1986 (caso Lingens). La resolución del TEDH se debió al conflicto originado por la publicación en 1975 de dos artículos en los que el periodista P. M. Lingens acusaba a un colaborador gubernamental del canciller Bruno Kreisky de su pasado nazi, lo que provocó que este se querellara por difamación y las subsiguientes condenas del periodista por los tribunales austriacos.

El político, por el mero hecho de dedicarse voluntariamente a la vida pública, se somete a unos riesgos que no tiene por qué padecer el resto de los ciudadanos

Debe aclararse que no fue la persona acusada quien promovió la reclamación, sino el presidente austriaco que se sintió colateralmente ofendido. El tribunal, que resolvió amparar el derecho a la libertad de expresión del periodista, argumentó su decisión en dos cuestiones fundamentales: por una parte, recordó que la libertad de expresión es uno de los principios fundamentales de una sociedad democrática, principios que adquieren una especial importancia para la prensa. “Los límites de la crítica permitida –señaló– son más amplios cuando se trata de un político que en el caso de un mero particular”. Esta distinción responde a una realidad obvia: el político, por el mero hecho de dedicarse voluntariamente a la vida pública, se somete a unos riesgos que no tiene por qué padecer un ciudadano no incardinado en esos menesteres. Ello no supone que quienes hacen de la actividad política su profesión carezcan de la protección jurídica que el derecho al honor les aporta como derecho innato, imprescriptible e inalienable de la persona, sino que su ámbito de protección es más reducido que el de quienes no desean tener relevancia pública de tipo alguno. Por otra parte, se refirió a las consecuencias de las condenas que padeció el periodista. La sentencia advirtió que en el ámbito del debate político una condena como la que se impuso puede disuadir a los periodistas de participar en la discusión pública de cuestiones que interesen a la sociedad.

La segunda, y no menos interesante sentencia del TEDH referida a España, es de 23 de abril de 1992 (caso Castells). M. Castells, abogado en ejercicio y senador por Herri Batasuna (HB), publicó en junio de 1979 en Punto y Hora de Euskal Herria el artículo titulado “Insultante impunidad”, en el que denunciaba la desaparición de personas de ideología abertzale, acusando tanto al ministro del Interior como al director general de la Guardia Civil de permitir la proliferación de acciones terroristas de grupos de extrema derecha en el País Vasco. Por sentencia del TS de 31 de octubre de 1983, Castells fue condenado a la pena de prisión de un año y un día por injurias menos graves al Gobierno, acompañada de la accesoria de suspensión del derecho para ejercer cualquier función pública o profesión en el mismo tiempo.

En diciembre del mismo año, el tribunal sentenciador suspendió la ejecución de la pena de prisión por un periodo de dos años; y, en febrero de 1984, el Tribunal Constitucional (TC) dispuso igualmente la suspensión de la accesoria. El tribunal europeo resolvió que se había violado el derecho a la libertad de expresión de Castells y, tras recoger su doctrina expuesta en el caso Lingens, interpretó que la libertad de expresión es aplicable no solamente a las informaciones o ideas acogidas favorablemente o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también a aquellas que resultan opuestas, lastiman o inquietan, porque así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática.

A la prensa le incumbe en un Estado de derecho comunicar informaciones e ideas sobre las cuestiones políticas, así como sobre los demás temas de interés general. “La libertad de prensa –recogió– proporciona a los ciudadanos uno de los mejores medios de conocer y juzgar las ideas y actitudes de sus dirigentes, otorgando, en particular, a los políticos la ocasión de reflejar y comentar las preocupaciones de la opinión pública y permite a toda persona participar en el libre juego del debate político, que resulta esencial en la noción de sociedad democrática. En un sistema democrático, las acciones u omisiones del Gobierno deben estar situadas bajo el control atento no solo de los poderes legislativo y judicial, sino también de la prensa y de la opinión pública”.

No menos interesantes son, entre otras, las sentencias del TEDH de 7 de diciembre de 1976 (caso Handyside), de 26 de abril de 1979 (caso Sunday Times), de 26 de noviembre de 1991 (caso Observer y Guardian) y de 29 de febrero de 2000 (caso Fuentes Bobo).

En lo concerniente a nuestro Constitucional, desde la STC 104/1986, de 17 de julio, ha establecido que el derecho a expresar libremente opiniones, ideas y pensamientos dispone de un campo de acción que viene solo delimitado por la ausencia de expresiones indudablemente injuriosas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para su comprensión, manteniendo inequívocamente que la Constitución no reconoce en modo alguno un pretendido derecho al insulto.

La Constitución no veda el uso de expresiones hirientes, molestas o desabridas

En cualesquiera circunstancias, la Constitución no veda el uso de expresiones hirientes, molestas o desabridas, pero de la protección constitucional que otorga el art. 20.1 a) CE están excluidas las expresiones absolutamente vejatorias; es decir, aquellas que, dadas las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que se trate. (Entre otras, SSTC 107/1988, de 8 de junio; 1/1998, de 12 de enero; 200/1998, de 14 de octubre; 180/1999, de 11 de octubre; 192/1999, de 25 de octubre; 6/2000, de 17 de enero; 110/2000, de 5 de mayo; 49/2001, de 26 de febrero; 204/2001, de 15 de octubre, y 39/2005, de 28 de febrero).

Asimismo, el TC ha destacado que el libre ejercicio del derecho a la libertad de expresión, al igual que el de información, garantiza un interés constitucional relevante como es la formación y existencia de una opinión pública libre, que es una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático. Pero este derecho encuentra un límite, constitucionalmente reconocido, en el derecho al honor de las personas. Esto no excluye la crítica de la conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática (STC 9/2007, de 15 de enero).

De igual modo, viene sosteniendo que el derecho al honor –el cual garantiza la buena reputación de una persona, protegiéndola de expresiones o mensajes que le hagan desmerecer en la consideración ajena al ir en su descrédito o menosprecio o que sean tenidas en el concepto público por afrentosas– ampara también frente a aquellas críticas o informaciones acerca de la conducta profesional o laboral que pueden constituir un auténtico ataque a su honor personal, incluso de especial gravedad. La actividad profesional suele ser una de las formas más destacadas de manifestación externa de la personalidad y de la relación del individuo con el resto de la colectividad, de forma que la descalificación injuriosa o innecesaria de ese comportamiento tiene un especial e intenso efecto sobre dicha relación y sobre lo que los demás puedan pensar de una persona, repercutiendo tanto en los resultados patrimoniales de su actividad como en la imagen personal que de ella se tenga.

A este respecto, también ha concretado “que la protección del art. 18.1 CE solo alcanza a aquellas críticas que, pese a estar formalmente dirigidas a la actividad profesional de un individuo, constituyen en el fondo una descalificación personal, al repercutir directamente en su consideración y dignidad individuales, poseyendo un especial relieve las infamias que pongan en duda o menosprecien su probidad o su ética en el desempeño de aquella actividad; lo que, obviamente, dependerá de las circunstancias del caso, de quién, cómo, cuándo y de qué forma se ha cuestionado la valía profesional del ofendido” (STC 216/2013, de 19 de diciembre).

Para el TS, en este contexto, el derecho de opinión se concreta en el derecho a criticar la labor de los personajes públicos, máxime si desarrollan una labor política, pues el mismo tiene carácter catalizador de la sociedad democrática, en el que la prensa y la sociedad ejercen un control fáctico sobre la actuación de sus representantes públicos, que perciben salarios del erario público y son elegidos directa o indirectamente por los ciudadanos para gestionar y administrar sus bienes y derechos. Dicho derecho de crítica implica la utilización de expresiones que, en ocasiones, pueden no agradar a su destinatario, sin que de ello pueda deducirse que cualquier comentario que implique una fuerte crítica haya de ser considerado insultante (STS de 18 de febrero de 2013).

La jurisprudencia de los tribunales nos aporta una variadísima casuística en función de los matices propios de cada contienda judicial, que se multiplica ante la carencia de normas sobre el contenido del derecho a saber de los ciudadanos o el desfase de alguna de las existentes, como la Ley de Protección del Honor de 1982. Los tribunales suelen utilizar la técnica de la “ponderación” como instrumento de interpretación para determinar en casos de confrontación de dos derechos fundamentales cuál de ellos prevalece, sin otros argumentos que la relevancia pública de la difusión, los sujetos afectados, el contexto en que se produce o las circunstancias que la rodean.

La crítica, y sus consecuencias, a personajes propios de la actividad política pública no es un tema pacífico, ni social ni judicialmente. Su necesidad no es discutible. Lo que sí es objeto de debate, como se refleja en las resoluciones de los tribunales, es su forma y contenido, más allá del derecho a la presunción de inocencia y las condenas penales. Desde la ética responsable, la prensa, en especial –como instrumento de comunicación que hace efectivo el derecho fundamental de los ciudadanos a estar informados para poder ejercer libremente su derecho de participación, que tiene un efecto expansivo en el lenguaje de la colectividad, y de forma prácticamente incontrolable mediante las redes sociales e internet–, no debería cooperar voluntaria o involuntariamente con la degradación de la convivencia que, fruto de la crisis económica, atenaza y subyuga a los ciudadanos.