20/11/2014

Cuando la inversión se concentraba en las redacciones

Nostalgia de los editores

Escrito por José Sanclemente

Figuras como los antiguos editores son impensables hoy en día. Sin pontificarlas al extremo, con el periodismo no se jugaba, se sabía que era la base de la independencia. Cuantos más financieros hay en las cúpulas, más se debilita el medio frente a los lectores y ante los Gobiernos. Había más transparencia periodística cuando un editor estaba al frente.

JOSÉ SANCLEMENTE*

En sus comienzos no tenían poderosos equipos de gestión, tras ellos no había financieros salidos de las hornadas de los másteres de universidades americanas, ni especialistas en mercadotecnia de los productos de consumo que se anunciaban en televisión. Tampoco precisaban de grandes departamentos de recursos humanos que calcularan el rendimiento de los periodistas, ni siquiera los equipos comerciales estaban nutridos de especialistas en la prensa. No había grandes redes de distribución, que se hubieron de construir sobre la marcha. Costaba incorporar maquinistas para las rotativas y tenían que formarlos técnicos alemanes.

Con esos mimbres, los editores de la Transición lanzaron sus periódicos a la calle. Con eso y con instinto y olfato, con mucho olfato; y también con arriesgadas decisiones y mucha ilusión por el periodismo. La inversión se concentraba en las redacciones. Los periodistas eran el centro de interés de los empresarios de prensa. Sin buenos redactores y columnistas era impensable que aquella pesada máquina informativa interesara a los lectores y gozara de la influencia necesaria frente al poder.

Los periodistas eran el centro de interés de los empresarios de prensa

A lo mejor no eran del todo conscientes de que los diarios nacían viejos en sus estructuras productivas. No es que la tecnología digital los envejeciera, sino que ya era un drama en sí iniciar un proceso de fabricación talando árboles para hacer el papel que tenía que impregnarse de tinta contaminante y correr por los rodillos de la rotativa hasta la plegadora para que cientos de furgonetas los trasladaran a miles de puntos de venta durante la madrugada. Nada ha cambiado. Se ha racionalizado y concentrado en menos manos el sistema de producción, pero nada ha cambiado en lo sustancial de esa industria.

Pero el olfato del editor se gestó inicialmente entre las paredes claveteadas de notas de las redacciones, se hizo fino en la toma de decisiones frente a informaciones comprometidas que le llegaban a través del director del diario, y se convirtió en selectivo cuando olía los manteles y despachos del poder. La influencia y autoridad que el editor adquirió, frente a la sociedad en general y los políticos en particular, es casi inexistente hoy en día, quizá también porque ya no quedan muchos editores.

Algunos editores de la Transición fallecieron y, pese a que sus medios continúan, con dificultades, no han tenido herederos capaces. La mayoría de los medios de comunicación que fundaron los Polanco, Asensio o Alfonso de Salas, por poner tres ejemplos, sufren un fuerte endeudamiento y, en buena parte de ellos, falta de estrategia y decisión: carecen también de olfato o solo husmean en lo que les interesa.

En el caso de Prisa, el mayor grupo de comunicación de España, cuyo editor –Jesús de Polanco– falleció hace siete años, la familia ha visto reducir su participación accionarial en favor de fondos de inversión extranjeros y bancos, que se han aupado a su Consejo de Administración desplazando de las decisiones a sus hijos Ignacio y Manuel. Una pléyade de asesores en finanzas, estrategas, brokers, abogados y consejeros bien pagados se ha instalado en Prisa, con objeto de achicar el agua de un barco que navega con dificultad, escorándose según la dirección del viento y la altura de las olas.

Dicen que el gran error de Prisa fue haber salido a bolsa y acometer inversiones gigantescas de dudoso retorno económico, como Sogecable. La salida a bolsa fue en vida de Polanco, pero la opa por el 100 % a Telefónica se hizo tras el fallecimiento del editor. Es cierto que Polanco siempre decía que tenía que hacer grande su grupo “porque el día en que se lo quisieran comer, por lo menos les resultaría indigesto a los hipotéticos comensales”. Es verdad también que el tamaño de las empresas periodísticas en España era muy pequeño comparado con el de Axel Springer o News Corporation, de Murdoch. Pero, tras la muerte del editor, un cúmulo de decisiones erróneas en el sector audiovisual y la incapacidad –común a muchas empresas periodísticas– de rentabilizar las ediciones digitales de sus medios, tras múltiples ensayos, le han ocasionado un severo agujero en el casco que, para mantenerlo a flote, requiere ir lastrando empresas al mercado. Las últimas: las de los sellos editoriales literarios y la televisión en abierto y de pago.

¿Habría cambiado la situación si viviera Polanco?
Hay algo que he contado alguna vez, pero que no había escrito hasta la fecha y que quizá puede dar el perfil de un editor, especie hoy extinguida en la forma en que yo la conocí.

Cuando en 2001 murió Antonio Asensio, editor y fundador del Grupo Zeta, Polanco estaba interesado en adquirir su grupo de comunicación. Yo entonces era consejero delegado de Zeta y la familia Asensio no tenía interés en la operación. Tal era la insistencia de Polanco y de algunos otros grupos que “la familia propietaria” acuñó el eslogan: “El Grupo Zeta ni se vende ni se trocea”. Jesús de Polanco y Antonio Asensio habían consolidado una gran amistad en los últimos años, después de haberse empeñado en una guerra encarnizada por los derechos del fútbol que acabó en armisticio con el denominado “Pacto de Nochebuena”, en el que ambos firmaron un acuerdo que no gustó al Gobierno de Aznar ni a sus medios afines, algunos regidos por periodistas adscritos a lo que se llamó el “sindicato del crimen”.

Fue el inicio de la persecución de Polanco en los tribunales y el de la amenaza a Asensio por parte del portavoz de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, que acabaría en la asfixia bancaria que pondría en manos de la Telefónica de Villalonga el canal de Antena 3 TV de Asensio. Ambos editores fueron considerados enemigos de Aznar. Hasta tal punto llegó la confrontación que, cuando algunos intercedimos para que Aznar pudiese reconciliarse con un Asensio ya moribundo, el entonces presidente del Gobierno se negó en redondo a visitarle.

Polanco renunció a adquirir la empresa del fallecido Antonio Asensio

La lucha por la independencia frente al intervencionista Gobierno de Aznar les unió. El editor de Prisa renunció a adquirir la empresa del fallecido Antonio Asensio. Bastó con decirle que la familia quería continuar con el negocio periodístico y que se iba a poner al frente de él su hijo Toni con tan solo 21 años.

Recuerdo que, ante la juventud, falta de formación y lógica inexperiencia de Toni Asensio, le pedí a Jesús de Polanco que lo invitara a comer un día a solas y que le hablara, en nombre de la amistad que había mantenido con su padre, como le habla un abuelo experimentado a un nieto. Al poco tiempo se produjo la llamada, pero Jesús invitó también a Cebrián a la comida y este me llamó a mí para que me uniera a ellos. Al final también se incorporó Francisco Matosas, el abogado amigo de Asensio que había asumido la presidencia del grupo a su muerte. Aquella comida en Gran Vía, 32 ya no era lo mismo que si la hubiesen celebrado a solas el viejo y el joven editor. Nos levantamos de la mesa pasadas las seis de la tarde.

Lo que puedo contar de aquel almuerzo es que Jesús de Polanco le dijo a Toni Asensio que “en una empresa periodística hay que tomar muchas decisiones por el bien de los periódicos y por encima del bien de sus accionistas”. Aprender eso, le dijo, solo es cuestión de tiempo y de pasión por el periodismo. “Fórmate, vete a ver otros periódicos por el mundo y vuelve a enseñarnos cómo lo hemos de hacer”. “Es injusto que a tu edad estés al frente de un grupo de comunicación, porque resultará injusto que caiga sobre ti la responsabilidad cuando tomes decisiones equivocadas. Yo me he equivocado mucho, me sigo equivocando cada día, pero tengo una edad que me lo permite y aquí estoy, señal de que no lo he hecho tan mal”.

Después de contarle cómo había actuado con sus hijos y lo mucho que apreciaba a su padre y el mucho dinero que este le había hecho perder con el acuerdo por los derechos del fútbol, nos fuimos. Al salir a la calle, Toni no había entendido gran cosa porque me dijo: “Este lo que quiere es que me vaya por ahí mientras él se queda con el grupo”.

Toni no es Antonio Asensio. Cuando años más tarde intentó vender el Grupo Zeta, ya no fue posible en las condiciones que quería. Nadie le ofrecía lo suficiente por un negocio, que aún lo era, en 2006, cuando lo puso a la venta. Hoy, el Grupo Zeta está muy debilitado y empequeñecido. Toni Asensio no tenía el alma de editor. Era un joven al que los diarios le sonaban al pasado. Cuando emprendió la aventura audiovisual, que era lo único que le motivaba, fracasó, al poco, dejando un reguero de deudas.

Su padre se arremangaba en las redacciones y pintaba las páginas de los diarios y revistas conjuntamente con los compaginadores. Discutía la programación de la televisión en Antena 3 para elevar la audiencia y se inmiscuía en los consejos de redacción para dar su parecer. Y pese a ese intervencionismo, dejaba toda la libertad para que se publicara si la noticia era cierta, por duro que le resultara aguantar el chaparrón en solitario y las críticas e interferencias del poder político. Por el contrario, no le gustaban las cuentas de explotación ni los estudios de mercado. Prefería probar poniendo en circulación un par o tres números de una revista en la calle para saber si había acertado con el gusto de los lectores. El sistema de prueba y error hizo que el balance final fuera que se abrieran más publicaciones que las que se llegaron a cerrar. Lo poco o mucho que se ganaba se reinvertía, incluso a veces se invertía lo que no se tenía, corriendo riesgos considerables.

Muchos errores de cálculo, pero pocos que pusieran en peligro el periodismo

Figuras como estos editores son impensables hoy en día, pero tampoco hay que pontificarlas al extremo, porque se produjeron muchos errores de cálculo por una desaforada expansión, aunque pocos que pusieran en peligro el periodismo. Con el periodismo no se jugaba, se sabía que era la base de la independencia que podía exhibirse frente a todos, en especial frente a los lectores, y en momentos en los que el control y acoso del poder era asfixiante para los medios de comunicación.

Un día de 2002, en el seno de la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE), siendo presidente, celebramos un almuerzo en el que estaban presentes Jesús de Polanco, Juan Luis Cebrián (El País), Alfonso de Salas (El Mundo), Pilar Yarza (Heraldo de Aragón), Jaime Castellanos (Expansión) y Nemesio Fernández Cuesta (ABC). Polanco dijo que no podíamos seguir dando gratis en internet lo que publicábamos en los diarios, que a él le costaba mucho esfuerzo y dinero tener corresponsales, pagar equipos de investigación, redactores y columnistas de calidad para poner sus informaciones gratis en la red. Trataba de que hubiese un acuerdo para que todos los diarios “cerráramos” nuestras páginas webs. Alfonso de Salas se manifestó en contra de hacer pagar por los contenidos digitales de El Mundo, pensando que los costes quedarían sobradamente cubiertos con los ingresos de la publicidad. El resultado fue que El País cerró la gratuidad de sus páginas temporalmente y El Mundo aprovechó para sacarle ventaja en audiencia.

Hoy en día, doce años después, no está claro para los medios digitales de las cabeceras impresas cuál es el modelo a seguir. Los muros de pago e híbridos se ensayan con cautela y la AEDE está obstinada, conjuntamente con el Gobierno, en hacer pagar la llamada tasa Google a los buscadores y agregadores de noticias para compensar su falta de ingresos publicitarios.

Los editores se han diluido en consejos de administración

Los encuentros entre editores, como el que he citado a modo de ejemplo, ya no se dan. Las reuniones se establecen entre los gestores de las empresas periodísticas y los acuerdos que se alcanzan no son estratégicos para el sector. Los editores se han diluido en consejos de administración en los que se sientan fondos de inversión, bancos y asesores “independientes”. Cuantos más financieros hay en las cúpulas, más se debilita el medio frente a los lectores y ante los Gobiernos.

El entramado de intereses económicos que rige algunos medios de comunicación hace difícil conocer por dónde conducirán estos su línea editorial. Si a ello le añadimos la profunda crisis de ventas y publicidad que asola a los diarios en los últimos años, tenemos el caldo de cultivo que impregna a muchas redacciones: la autocensura.

La autocensura es la peor enfermedad del periodismo

La autocensura es la peor enfermedad del periodismo, incluso es más grave que la propia censura. Cuando las redacciones están sujetas a regulaciones de empleo y a dueños etéreos y abstractos, algunos periodistas, incluso de manera inconsciente, descodifican e interpretan la voluntad y el interés de los propietarios de sus periódicos al escribir una información. Se sienten coaccionados, incluso sin necesidad de que se les presione directamente.

Había más transparencia periodística cuando un editor estaba al frente de un medio de comunicación. También la comunicación era más fluida y los mensajes más directos. El mando, claro está, estaba concentrado y las líneas editoriales estaban tan bien marcadas como las de un campo de fútbol de primera división.

También los lectores, que se adscribían a una u otra ideología, se alineaban en mayor medida que hoy con sus diarios y con los periodistas que elaboraban las noticias. Podrían estar en desacuerdo con su periódico en informaciones puntuales, pero en líneas generales sentían como propia la cabecera. Hoy, los propietarios de los periódicos parecen jugar en un campo de tercera regional con las líneas despintadas y los lectores son críticos con los bandazos editoriales, los cuales creen que se producen por los oscuros compromisos con determinados poderes fácticos.

La credibilidad de los diarios se ha puesto en tela de juicio, la de los periodistas, en consecuencia, también. No es de extrañar que en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) aparezcan, junto con los jueces, como la profesión peor valorada. El seguimiento de las consignas del poder, la escasa defensa de los más débiles, unido a la falta de recursos –siquiera para poder contrastar las fuentes y hacer un periodismo de calidad, porque las redacciones están diezmadas por los sucesivas regulaciones de empleo–, tienen buena parte de culpa en esa apreciación del ciudadano.

Como dijo Graham Greene, parece que los medios de comunicación quisieran acabar con el periodismo.

¿Aquellos editores hubieran permitido tal degradación?
Esa es una pregunta difícil de responder, pero quiero creer que no hubiesen actuado ante la crisis, los cambios tecnológicos y el abandono de los lectores de la misma manera: recortando el músculo informativo y tirando la toalla antes de hora.

La estirpe de los antiguos editores destacaba por el emprendimiento, el riesgo por el crecimiento, la lucha, la valentía y, sobre todo, por creer en sus periódicos. A ninguno se le hubiera ocurrido decir que “sus medios y periodistas eran moribundos” por mucho que sufrieran tremendas dificultades. Hubieran luchado hasta vencer o morir en el empeño.

Asumían las responsabilidades y defendían a sus periodistas frente a los abusos del poder, que curiosamente se dieron más tras la etapa de la Transición que durante aquel periodo en que se iban reconquistando las libertades.

Un editor asume el conjunto de lo publicado por sus periodistas aunque no lo haya firmado, incluso siendo una opinión diferente a la suya. Es cierto que ya se ocupaban de que lo que llegaba a sus lectores respondiera a sus objetivos y estrategias personales.

Cuando recientemente leí una larga entrevista-reportaje en El País Semanal, con tintes laudatorios al expresidente Aznar, no pude dejar de pensar en que si Jesús de Polanco hubiese vivido y continuase siendo el editor, esta no se hubiese publicado en esos términos. Alguien como Aznar que intentó por todos los medios ahogar a su periódico, que llegó a legislar en contra de sus intereses en la guerra del fútbol y al que su propio diario, en un artículo titulado “La guerra de Aznar contra Prisa”, denunció que estaba detrás de la querella que le obligó a entregar su pasaporte para que no abandonara el país y depositar una fianza de 200 millones de pesetas. Alguien así no hubiese recibido un panegírico como el que pudimos leer hace poco en el diario que fue de Polanco.

En cierta ocasión, en el transcurso de una de esas reuniones de editores, que ahora no existen, el editor de Prisa comentó con cierta sorna mirando a Nemesio Fernández Cuesta, entonces presidente de ABC, y le dijo: “Este fin de semana, leo un editorial que habla sobre la depresión que está sufriendo el presidente José María Aznar… encerrado en la Moncloa, en horas bajas y sin ánimos, etc., etc. Y me digo: ¡Joder! ¡Cómo no me ha dicho el director de El País que íbamos a editorializar sobre Aznar! Cuando iba a descolgar el teléfono para llamarle, me doy cuenta de que lo que estoy leyendo es el ABC. Ya me extrañaba que no me lo hubiesen consultado..., pero también me extrañó que el ABC se metiera con Aznar”.

Polanco rió esperando la respuesta de Nemesio, que se dirigió a él en tono justificativo: “Yo dejo libertad a mi director y le exijo por los resultados de toda una trayectoria”. A lo que Polanco replicó: “Pues yo no. Si hay un tema de relevancia, como editorializar sobre las horas bajas de un presidente de Gobierno, yo quiero saberlo y leerlo antes; para ello me responsabilizo desde la primera línea de la portada hasta la última de la contraportada”.

Se trata de una anécdota que puede ser ilustrativa acerca de lo que comentaba en relación con la implicación del editor en la prensa de aquella época.

La noche en que Asensio, doblegado por el Gobierno de Aznar –que presionó a los bancos para que le cortaran el crédito–, fue obligado a vender las acciones de Antena 3 a la Telefónica semipública presidida por Villalonga, amigo del presidente, el editor hizo una última llamada desde su despacho intentando parar la operación. Los vínculos con el Gobierno estaban truncados, pero había quien se benefició con el pacto del fútbol: la televisión catalana que iba a formar parte del conglomerado de los derechos del fútbol en Audiovisual Sport. Jordi Pujol se puso enseguida al teléfono. Asensio le relató que en pocas horas iba al despacho del presidente de Telefónica a venderle la televisión. Asensio esperaba de Pujol que le dijera que no lo hiciera y que podía contar con el soporte de La Caixa para aguantar el envite intervencionista. Al otro lado del teléfono, el president Pujol le dijo lacónicamente: “Antonio, si eso es lo que conviene, adelante”. Asensio no le suplicó, ni siquiera le pidió nada; sabía que el Gobierno de la Generalitat estaba aliado políticamente con Aznar en aquellos momentos.

La lucha de los editores con el poder económico y político ha sido constante

La lucha de los editores con el poder económico y político ha sido constante. Ahora, cuando el poder económico está inserto de lleno en algunos medios de comunicación y el político se aprovecha de su debilidad, hablar de independencia suena a una quimera que habría que rescatar por el bien de todos.

No todos los editores eran y son iguales. Todos los que lo son, eso sí, han hecho de sus medios una aventura en la que han puesto su impronta y empeño personal. Conozco también algún editor que dice que no lo es: “Yo soy solo el presidente del Consejo de Administración”, me decía en una ocasión José Manuel Lara, del Grupo Planeta, intentando diferenciar y separar una labor estrictamente empresarial de aquella en la que se responsabiliza de los contenidos de su diario o de sus medios audiovisuales. Sin embargo, las llamadas y quejas de los ministros o de los banqueros llegaban directamente a su mesa. ¿Es posible discernir ese doble papel en un editor?

En nuestro país hay varios grupos de comunicación pertenecientes a familias o a empresarios únicos. Me refiero a los grupos o empresas periodísticas que editan periódicos regionales líderes en sus zonas geográficas y con un tamaño mediano o pequeño, pero que gozan de mucha influencia local. La mayoría ha hecho también su reestructuración frente a la crisis y a la cabeza de la gestión editorial están sus propietarios. Algunos diarios son centenarios y buena parte de ellos sufren los recortes en las redacciones ante la bajada de difusión y publicidad, con el agravante de la dificultad de crecimiento y expansión allende sus fronteras. Los editores de estos medios suelen conocer muy bien el terreno que pisan y en el que se mueven. Suelen ser diarios muy controlados por el accionista y mejor “atendidos” por las instituciones y Gobiernos autónomos que los llamados diarios nacionales por el Gobierno central.

Algunos entran en la dinámica de las subvenciones políticas, otros están endeudados con la banca y los menos conservan aún su independencia, no sin dificultades. Sus editores son conscientes de que su batalla está en la información local y, sin embargo, han actuado diezmando las redacciones, bajando los salarios a los periodistas y condenándolos a largas jornadas de trabajo, lo que redunda en una baja calidad de las informaciones que reciben los lectores. Es una espiral que puede conducir al shock traumático de los medios de comunicación: las ventas bajan, se despiden periodistas, se hace peor información y de peor calidad y el lector que queda acaba también por abandonar el diario.

¿Qué pasaría si un editor de los de antes se pusiera hoy al frente de una empresa periodística con sus medios debilitados y sin una estrategia a futuro bien definida?
Me aventuro a pensar que reforzaría las redacciones, impulsaría las informaciones con valor añadido y, para ello, contrataría buenos periodistas, les daría los medios adecuados e intentaría recuperar la esencia del periodismo: contar la verdad o las verdades sin miedo, ejerciendo de contrapoder para ganarse la única voluntad que siempre le ha dado su influencia: la voluntad de los lectores.

En el contexto actual, quizá eso podía conducirle con rapidez al fracaso y a la ruina, pero si tuviera que morir lo haría invirtiendo y arriesgando, porque creería en su medio de comunicación por encima de todo. Lo que seguro que no haría es ir languideciendo con recortes, asfixiando el periodismo, hasta llegar lentamente hasta una muerte inexorable.