Periodistas (pero ya no) 'influencers': en busca de la atención perdida
La nueva lógica actual ha introducido muchos cambios en el esquema comunicativo. Por una parte, se han multiplicado y alterado los emisores –los medios ya no son los únicos, ni tampoco los más importantes–. Por otra, los líderes de opinión sí se han mantenido, pero se han universalizado –ya no son solo los cercanos física o ideológicamente, sino también aquellos que se erigen en referentes virtuales respecto a temáticas variadas–.
BORJA VENTURA*
Hace unas semanas se hizo viral en España el recorte de un artículo publicado en un medio uruguayo tres años atrás. En él, Leonardo Haberkorn explicaba los motivos por los que renunciaba a seguir dando clase de periodismo en la Universidad de Montevideo. Primero, hablaba de la falta de interés que notaba en sus clases –describía a sus alumnos como entes absortos en las pantallas que no le prestaban atención mientras hablaba–. Después, reflexionaba acerca del problema que suponía explicar lo que son los medios a una generación que ya no los consumía.
El primer problema depende de una gran cantidad de factores, desde cómo sea el grupo en cuestión a cómo de bien o mal sepa comunicar el docente de turno. Es cierto que ahora se diluye mucho más la atención de un escuchante pasivo, y basta fijarse en la audiencia de una conferencia para darse cuenta de ello. La escena es frecuente: alguien habla al público y no ve caras, sino reversos de pantallas, cosa que sucede en mayor medida cuanto más vinculados estén los asistentes al uso de tecnologías.
Pero que eso pueda ser cierto no indica necesariamente que el diagnóstico sea acertado. El problema existe, pero quizá no se trate de falta de atención. O, al menos, no solo de eso.
Por tanto, la problemática se puede afrontar desde dos perspectivas: una optimista y otra más en la línea de Haberkorn. La optimista tiene que ver con asumir que resulta difícil concentrar todos tus sentidos en alguien que habla cuando tienes al alcance de la mano, en tu bolsillo o enfrente de ti una ventana tecnológica que da acceso al mundo
entero.
Siguiendo ese razonamiento se puede interpretar que la audiencia escucha, aunque a la vez comparte o amplía información. Hay quienes están a otra cosa, claro está, pero muchos de los asistentes en realidad estarán amplificando el mensaje a través de las redes, contrastando en tiempo real lo que se dice, debatiendo con otros de su entorno inmediato o, quién sabe, buscando más información sobre algo que acaba de escuchar y que le ha interesado. Simultanear atención y pantalla respondería a una suerte de escucha activa en que el receptor es un agente clave. Cabe pensar que, a no ser que se haya forzado a los asistentes a estar ahí o que quien hable sea rematadamente aburrido, sí están interesados en lo que escuchan.
Dicho de otra forma, ahora se “consume” información –la elección del verbo no es casual– de una forma distinta a como se hacía antes, precisamente por tener esa pantalla adherida a nuestro cuerpo.
En general, se han multiplicado las pantallas y, por tanto, el acceso inmediato a mucha más información, lo que ha hecho que este tipo de comportamientos –prestar menos atención– sean más frecuentes. Sin embargo, eso no quiere decir que sea un problema exclusivo de esta generación más joven. Los mismos que ahora se extrañan de que en el metro por la mañana la gente esté abducida por sus pantallas no veían raro que antes lo estuvieran por páginas de papel. Los alumnos ahora ojean su timeline [tablón cronológico en redes sociales] mientras escuchan al profesor, y antes dibujaban o se mandaban notas con sus compañeros. Se acentúan los hábitos, si bien no son nuevos del todo.
En lo tocante a la educación, son muchas las propuestas innovadoras partiendo de esa realidad, desde el uso de juegos como Minecraft en las aulas del norte de Europa hasta las múltiples propuestas españolas recogidas en un artículo de Mari Ángeles García en Yorokobu. En lo que respecta a los medios, la problemática es algo más compleja, porque intervienen factores de varios tipos, siendo el generacional el primero de ellos.
La visión más negativa del problema iría justo por ese lado: precisamente porque tenemos un mayor y más inmediato acceso a la información, estamos también acostumbrados a tener más estímulos para captar nuestra atención. Eso ha llevado a que las nuevas generaciones, los llamados “nativos digitales”, hayan llegado al punto de necesitarlos para poder prestarla. Dicho de otra forma: un orador deberá estructurar su mensaje de forma atractiva, dinámica y casi espectacular para conectar mejor con su audiencia.
Una vez más, esto tampoco es nuevo, pero constituye otro paso en una lenta evolución producto de la cultura visual. Ahora hay una parte de la audiencia, la más joven, que directamente habla otro idioma. A esa necesidad de “traducción” respondería, por ejemplo, el apogeo del formato de charlas TED, limitadas a discursos estimulantes y directos de 18 minutos o menos. Desde luego, una clase de hora y media se sale de esos límites, como lamenta Haberkorn. Y también la mayoría de los medios de comunicación, acostumbrados a una narrativa unilateral dirigida a audiencias demasiado pasivas, a las que se requiere un mínimo de interés y atención para poder informarse.
Pero al margen de todos estos síntomas, en realidad, el problema acuciante es el segundo que el profesor señalaba en su escrito: que se esté hablando de periodismo a gente que ya no consume medios. Gente que, en casos extremos, no entiende la necesidad de estar informados y la indefensión que tal cosa supone para un ciudadano.
En eso intervienen de nuevo muchos y variados factores, y el desprestigio de los medios y la percepción por parte de la ciudadanía de que ellos mismos pueden ser agentes activos en un proceso de manipulación interesada no es el menor de ellos. Sin embargo, como se apuntaba antes, son muchas las variables que intervienen en este problema, como las generacionales, así como las tecnológicas y las de negocio.
Cómo informar a nuevas generaciones
La industria mediática lleva más de una década peleándose consigo misma ante el abrupto cambio que le ha tocado vivir. El salto al entorno digital y la crisis económica se unieron en una especie de tormenta perfecta. Muchos empresarios de medios, acostumbrados a una dinámica que había funcionado durante generaciones, fueron lentos –o, directamente, refractarios– a adaptarse al nuevo contexto. La decadencia del modelo basado en el pago previo llevó a la saturación del mercado publicitario, y todo ello junto trajo consigo el cierre masivo de muchas cabeceras, especialmente aquellas que mayores márgenes de gasto arrastraban.
Ahora que el tsunami de la crisis empieza a calmarse es momento de ver lo que queda de todo eso conforme se ha ido retirando la marea. Esos nativos digitales que hablan otro idioma y consumen de forma diferente son ya, diez años después, una parte importante de la audiencia a la que se dirigen los medios. Y sus hábitos de consumo han alterado el panorama de forma perceptible.
Una reciente investigación llevada a cabo por el Instituto Pew Research revela que los europeos menores de 30 años perciben los medios con desconfianza y lejanía, y que prefieren informarse mediante fuentes digitales antes que hacerlo a través de plataformas tradicionales. Sucede especialmente con la prensa y la radio, pero también ya con la todopoderosa televisión.
El estudio no solo refleja un cambio de formatos, sino de hábitos en general, y el ejemplo de la televisión es quizá el más paradigmático en ese sentido. La emisión tradicional da muestras de debilidad, aunque siga gozando de la atención y el dinero de los anunciantes, mientras que los formatos a la carta –Netflix, HBO, Amazon Prime– se abren paso a toda velocidad. Es cierto que este ejemplo concreto responde más a la televisión como plataforma de entretenimiento que como medio de información, aunque sirve para apuntar algo que ha dejado de ser una percepción para convertirse en tendencia.
Otro ejemplo a menor escala sería el de la radio, donde los pódcast han ido poco a poco haciéndose hueco como formato en el que nuevos contenidos han encontrado nuevos públicos, más jóvenes que la media de oyentes tradicionales. A programas como La Cafetera y Carne Cruda –más políticos– se les han unido reportajes periodísticos que exploran de forma atractiva historias de toda índole: desde ETA (en Las tres muertes de mi padre) a las llamadas cloacas del Estado (en V), pasando por la política americana (en Los Hilos de Washington). Hay muchos otros ejemplos aplicados a la tecnología, la divulgación científica o la cultura.
Es erróneo concluir que las nuevas generaciones no están interesadas en la información
De todo lo dicho hasta ahora no debe extraerse la conclusión errónea de que estas nuevas generaciones no están interesadas en la información. Ciertamente, y esa es la esperanza, en lo que no están interesadas es en la forma en que se les estaba informando. Y lo que ahora es una situación emergente será la norma con el paso de los años, puesto que esto no es una moda, o una situación puntual, sino el anuncio de un cambio generacional.
Las alternativas son básicamente dos: o reeducar a la audiencia –empresa que se antoja imposible–, o adaptar la forma en que se crea esa información. Así, igual que sucedía con esos alumnos en el aula, el periodismo debe buscar una nueva vía de acceso a esa creciente parte de la audiencia si es que la industria mediática quiere sobrevivir a medio plazo, porque las inercias nunca duran para siempre.
En general, las respuestas de la industria a todo este cambio han ido apuntando a tres líneas diferenciadas: la personalización de contenidos, su curación y los nuevos formatos.
Respuestas de la industria: personalización de contenidos, curación y nuevos formatos
La primera tiene que ver con que el usuario pueda elegir directamente qué leer entre una selección que vaya más allá de un solo medio. Fórmulas como la de Blendle, que permite el acceso a artículos individuales de una selección de periódicos y revistas, conviven con plataformas como Flipboard, que lleva años ofreciendo la posibilidad de configurar revistas “a medida” seleccionando las fuentes. El riesgo evidente es la creación de las llamadas “cámaras de eco”, en las que resulte complicado encontrar visiones o temas más allá de los conocidos.
La segunda se centra en ofrecer a los usuarios una selección resumida de lo más relevante, todo adaptado a un perfil concreto. Es el caso de Apple News, que ha ido ganando enteros en el mercado norteamericano gracias a su diseño y su selección “humana” de contenidos, y de The Skimm, dirigido sobre todo a público femenino. Son dos propuestas entre otras muchas, como Axios y Quartz, dirigidas a hacer más sencilla y digerible la información. No obstante, no todas las iniciativas en este sentido han resultado exitosas: Yahoo News Digest murió en el intento a pesar de su enorme inversión, y seguramente no será la última en perecer. La crítica más común a este modelo es la supuesta simplificación de la realidad y su vaciado de contexto: informar mediante pinceladas sueltas nunca puede componer un retrato completo y detallado.
La tercera tendencia ha ido de la mano con el desarrollo de los medios digitales: el ejemplo de gamificación [técnicas de aprendizaje mediante la mecánica de los juegos] para explicar robótica en The New York Times, la entrevista con gráficos de Vox.com a Obama o, más recientemente, los long-forms [contenidos largos] multimedia de Univisión y El Faro sobre la emigración centroamericana son solo algunos ejemplos. La idea de fondo es que se puede informar de forma visual y atractiva sobre asuntos “duros” sin por ello deslegitimar el contenido. Es decir, que se pueden aprovechar los recursos periodísticos –no solo digitales– para captar a audiencias perdidas.
El éxito de esas propuestas cuestiona algunos dogmas ampliamente repetidos por quienes alertan de una progresiva vulgarización del contenido en aras de captar a esos consumidores más jóvenes. Que si solo escanean titulares para elegir qué pinchar, que si no leerán textos largos que aporten contexto y profundidad, que si solamente les interesan los temas de ocio en detrimento de aquellos considerados más sensibles. Pero también conviene reconocer que son productos extremadamente costosos de producir y que, en realidad, su éxito no es lo suficientemente abrumador como para atraer audiencias masivas.
La industria de los ‘influencers’
A la luz de investigaciones como la citada del Pew Research –ni mucho menos la única, si bien la más reciente–, se confirma que las nuevas audiencias se fijan menos en los medios como fuente informativa. Si los ejemplos de nuevas tendencias citadas antes no gozan de audiencias masivas, la pregunta parece pertinente: ¿qué tipo de contenidos informativos consumen en su lugar?
De un tiempo a esta parte ha emergido la figura de lo que se ha dado en llamar los influencers [o influenciadores]: creadores de contenidos digitales que sí hablan el idioma de las nuevas audiencias, capaces de construir a su alrededor sólidas comunidades y de desplazar en audiencia y ganancia a poderosos medios tradicionales. Básicamente, son los líderes de opinión de toda la vida solo que desde un enfoque nuevo y con algunas especificidades propias del nuevo entorno.
Los 'influencers' sí hablan el idioma de las nuevas audiencias
Ya desde los primeros estudios de la sociología de la comunicación, avanzado el milenio pasado, se coincidió en señalar la existencia de ciertos intermediadores en los esquemas de comunicación. Personas que, ya fuera por su posición o por su importancia, tenían la capacidad de alterar los mensajes emitidos. Un profesor, una madre o un columnista podrían, por ejemplo, amplificar una idea, cuestionarla o directamente desmentirla. Por más que los emisores tuvieran una enorme influencia, un líder de opinión siempre cumpliría una función vital en ese esquema comunicativo, llegando a tener un impacto mucho mayor por su afinidad con el receptor.
La nueva lógica actual ha introducido muchos cambios en ese esquema. Por una parte, se han multiplicado y alterado los emisores –los medios ya no son los únicos, ni tampoco los más importantes–. Por otra, los líderes de opinión sí se han mantenido, pero se han universalizado –ya no son solo los cercanos física o ideológicamente, sino también aquellos que se erigen en referentes virtuales respecto a temáticas variadas–.
Lo primero es un problema importante para los medios, porque para cumplir de forma efectiva la misión de informar deben ganarse también la capacidad de ser influyentes. Entre las causas de esa pérdida de influencia, como se indicaba antes, no solo hay que atender a ese cambio generacional, sino también a problemáticas propias derivadas de la decadencia del modelo: la crisis de credibilidad, la pérdida de calidad, las guerras ideológicas o económicas y otras derivas similares.
Lo segundo sí tiene que ver con el cambio de consumo: a falta de referentes tradicionales aparecen otros. Los jóvenes consumen menos televisión tradicional, pero se suscriben por millones a canales de sus youtubers favoritos. Ya no se compran revistas de tendencias y moda, pero las instagramers del ramo arrastran legiones de seguidoras que las convierten en activos publicitarios de enorme valor. No leen prensa política o económica, pero algunos tuiteros atraen a miles de personas de toda índole.
El impacto en audiencia y en valor publicitario es demoledor para un sector tan necesitado. El salto a lo digital trajo consigo la multiplicación de medios, lo que implica repartir entre más un pastel publicitario menguante. Si además de eso resulta que los que se van incorporando al mercado cambian de referentes, y que esos referentes consiguen ganar más invirtiendo menos, la situación se vuelve crítica. Durante los últimos años, muchos se han rasgado las vestiduras al saber las cantidades de dinero que se mueven en emisiones en streaming [emisión en directo] de partidas de videojuegos, lo que las marcas pagan por opiniones favorables de sus influencers de cabecera o lo que un youtuber puede conseguir dirigiendo un mensaje a su comunidad. Y eso por no hablar del pernicioso impacto de un tuit político interesado amplificado por miles de voces.
De nuevo, puede caerse en el error de pensar que todo el contenido que se comparte y consume con avidez en esos entornos es menos serio o fiable que el que se puede encontrar entre las páginas de un medio riguroso. Sin entrar a detallar lo que muchos de esos medios han hecho para conseguir audiencia con la que equilibrar la cuenta de resultados –clickbait [cebo de clics], módulos relacionados, SEO agresivo…–, hay varios ejemplos acerca de cómo la información política –por poner un ejemplo– ha ido entrando en los dominios de los influencers para acercarse a esas nuevas audiencias. Y no se trata únicamente de políticos queriendo ganar votos, sino de influencers convirtiéndose en auténticos mediadores del mensaje político.
Es el caso de la serie de entrevistas que Twitter España lanzó durante la campaña de las elecciones generales de 2016 con los candidatos de los cuatro grandes partidos. Rush Smith, un youtuber con más de 300.000 seguidores, emitió en streaming sucesivas entrevistas con Pablo Iglesias (319.000 visualizaciones), Albert Rivera (195.000), Pedro Sánchez (126.000) y Pablo Casado –Mariano Rajoy no quiso participar– (95.000). Con ellos habló de política, de programas, de medidas concretas… y también jugó a algunos juegos populares móvil en mano. En las recientes elecciones colombianas –por citar otro ejemplo–, cinco youtubers del país entrevistaron a tres candidatos presidenciales en un vídeo con más de 1,5 millones de visualizaciones.
Como en cualquier proceso comunicativo, la calidad de la información obtenida va a depender de las fuentes consultadas y, en este caso, de los intermediadores. En esa lucha por la influencia, los medios de comunicación siempre se habían presentado como plataformas confiables, que actuaban en aras de la verdad y con el ánimo de trabajar de forma objetiva y leal. Una vez puesto eso en tela de juicio, la influencia ha recaído también en otros emisores que no siempre han jugado limpio: las injerencias en los recientes procesos electorales, el auge de las fake news y la proliferación de contenido diseñado para la movilización política se han convertido en habituales.
De esta forma, pueden darse casos como los mencionados arriba, pero también otros mucho más peligrosos. En las recientes elecciones brasileñas, el Movimento Brasil Livre (MBL) ha conseguido colocar a 16 candidatos gracias a su impacto en YouTube, donde en apenas un año han creado un canal que ya cuenta con más de un millón de suscriptores.
Ahora bien, ¿está directamente reñido el concepto de periodista con el de influencer? En Muck Rack reflexionaban acerca de las diferencias entre ambos desde el punto de vista del marketing, y ahondaban en una cuestión fundamental: el influencer se convierte en una marca en sí mismo, capaz de hacer dinero funcionando como embajador publicitario, mientras que el periodista que se convierte en influencer saca rédito a su comunidad logrando amplificar el mensaje que comparte.
Los medios intentan recuperar la influencia perdida mediante 'influencers' o con su estilo
En realidad, retomando la idea de la necesidad de la influencia para poder informar, muchos periodistas aspiran a ser influencers. De hecho, hay muchos ejemplos de periodistas que han alcanzado notoriedad profesional después de haber sido influyentes en otros formatos. Sirva como ejemplo Ignacio Escolar, director de eldiario.es, o Arcadi Espada hace años. Hay también casos de periodistas que funcionan como influencers, y cuyo paso de un medio a otro sirve para intentar arrastrar consigo a su comunidad. Es, por ejemplo, lo que ha intentado La Vanguardia con el fichaje de Jordi Évole como columnista tras años firmando en El Periódico, o lo que en su día sucedió con Fernando Garea cambiando las páginas de El Mundo por las de El País.
Y ese es justo el punto en el que ambos mundos se tocan: la construcción de una comunidad propia. El influencer lo es porque tiene gente que le sigue, de modo que un periodista capaz de generar su propia comunidad –como hicieron los citados Escolar y Espada a través de sus blogs– es en sí mismo un activo de influencia que trasciende a la cabecera para la que trabaja.
Esa lógica ha traído a su vez una consecuencia quizá perversa: el fenómeno de que en las redacciones en ocasiones se fiche según el impacto que pueda tener el redactor. Por decirlo de otra forma, un empresario de medios no solo contrata ya a un periodista, sino también a alguien con una audiencia detrás. Como cuando alguien ficha a un profesional con una cartera propia de clientes, pero en un contexto diferente.
Cabe presuponer que si alguien tiene una larga lista de seguidores es porque es capaz de generar contenido interesante y que llegue a su público, y eso ya es un valor en sí mismo. Otra cuestión –que debería ser la primera– será comprobar que, además de popular, pueda ser también buen profesional.
No conviene descuidar que un periodista no solo vive de su capacidad de impacto
Es difícil aventurar si se dirigen las redacciones a un panorama en el que sus redactores tengan que ser también influencers. No parece descabellado del todo, habida cuenta de que los resultados individuales tienen cada vez mayor impacto en las decisiones empresariales, pero no deja de ser peligroso. Parece fácil pensar que un profesional capaz de escribir temas muy leídos y compartidos estará mejor valorado que otro que no lo haga. Sin embargo, no conviene descuidar que un periodista no solo vive de su capacidad de impacto, sino sobre todo de su habilidad a la hora de seleccionar información, acceder a fuentes y explicar lo complejo de forma entendible.
El problema, de nuevo, es el contexto: lograr audiencia es fácil, pero crear una comunidad no lo es. En ese sentido, a la industria de los medios le queda terminar de aprender que el camino corto hacia la consecución de audiencia –temas banales, clickbait y controversias– va justo en la dirección contraria al de la creación de un grupo de seguidores sólido y resistente.
Los influencers han comprendido mejor que los medios que ser escuchado depende de la capacidad de adaptación del mensaje: no es solo personalizarlo, ni hacerlo accesible, ni usar la narrativa adecuada, sino hacer todo eso a la vez. Solamente así, y retomando los antiguos estandartes de la verificación, la objetividad y la transparencia, se puede reencontrar a esas audiencias perdidas.
La influencia pasa por conectar con la gente, por ir a su encuentro, no por seguir haciendo lo de siempre esperando a que los demás lleguen a donde estamos nosotros. La respuesta ante una realidad cambiante no puede ser quedarse quieto. A no ser que uno quiera acabar quedándose solo, ya sea en el aula, ya sea en el medio.