¿Puede la democracia sobrevivir a la crisis de los medios?
Por su interés, se reproduce a continuación un artículo del periodista estadounidense Jacob Weisberg, expresidente de Slate Group y exeditor de la revista Slate, publicado inicialmente en septiembre/octubre de 2019 en la revista Foreign Affairs, con el permiso expreso del medio norteamericano. Siendo “aún demasiado pronto para afirmar que ha pasado la crisis del periodismo, mucho menos la crisis de credibilidad”, Weisberg afirma que “cada medio de comunicación debe encontrar su hueco para sobrevivir, razón por la que la próxima generación de directores de medios tendrán que ser no solo filósofos morales, sino también emprendedores.
JACOB WEISBERG*
En 2004, un año normal, saludable, para el negocio de los medios, The Washington Post tuvo 143 millones de dólares de beneficio. Cinco años más tarde, en 2009, el periódico perdió 164 millones por el cambio de la edición impresa de pago a la digital gratuita, la merma del negocio de los clasificados y de la publicidad local y la crisis financiera global. El desplome de su modelo de negocio forzó continuos recortes, bajas incentivadas y despidos. Ese año, el Post cerró todas sus delegaciones fuera de Washington, incluidas las de Chicago, Los Ángeles y Nueva York.
La posición del Post era la habitual de los periódicos más prósperos del país. Ese mismo año, The New York Times, enfrentándose a una posible bancarrota, vendió la mayor parte de su nueva sede, a la que se había trasladado hacía poco, y acordó con el millonario mexicano Carlos Slim un préstamo de 250 millones de dólares con altos tipos de interés. Por todo el país, los periódicos más vulnerables tuvieron que cerrar o salieron a la venta. Con algunas pequeñas excepciones, las grandes cabeceras en manos de grupos familiares estaban siendo devoradas por firmas de capital de riesgo con muy poco sentido de sus obligaciones sociales y con aún menos conocimiento sobre periodismo.
Desde entonces, la profesión de periodista es cada vez más precaria. Entre 2008 y 2017, el empleo entre redactores de periódicos cayó casi a la mitad. En 2018, el Pew Research Center reveló que los ingresos medios anuales de los empleados de una redacción con un grado universitario se situaban en torno a los 51.000 dólares anuales, un 14% menos que la mediana del resto de los trabajadores con estudios universitarios. Hace 20 años, los especialistas en relaciones públicas sobrepasaban a los periodistas en una proporción de dos a uno. Hoy, la proporción es de más de seis a uno. Según Fortune, las únicas profesiones que están perdiendo puestos de trabajo más rápidamente que los reporteros de periódicos son los carteros, los granjeros y el personal que lee los contadores.
Aquellos que todavía trabajan en los medios de comunicación sienten que están perdiendo prestigio y credibilidad. Ya en 2018, un estudio de la Knight Foundation y Gallup concluyó que el 69% de los estadounidenses había perdido la confianza en los medios en comparación con la década anterior. Entre los votantes republicanos, la cifra era del 94%. Los periodistas que hacen las grandes coberturas en Washington se dan cuenta de la importancia de lo que hacen. También se ven asaltados en mayor o menor medida por troles en las redes sociales, gente que se cree todo lo que escucha en Fox News y al presidente de EE. UU. Pero me repito a mí mismo.
¿Cómo pueden las sociedades democráticas garantizarse el periodismo que necesitan para funcionar?
Tras la elección de Donald Trump en 2016, algunos medios de ámbito internacional –sobre todo, el Post y el Times– empezaron a mostrar signos de recuperación. Algunos abusos intolerables han generado apoyos. Pero parece poco probable que los medios locales se recuperen y en el ámbito global hay pocas tendencias positivas. En países donde estaba empezando a surgir una prensa libre, un cóctel de autoritarismo, audiencias canibalizadas por las redes sociales y debilidad económica está haciendo que se den dando pasos atrás. El periodismo independiente es viable en algunos lugares, pero no en todos. Por todas partes surge la misma pregunta sobre el futuro de los medios de comunicación: ¿cómo pueden las sociedades democráticas conseguir el periodismo que necesitan para funcionar?
Los buenos viejos tiempos
Una buena manera de empezar a responder esa pregunta es mirar a la época en que los medios de comunicación estadounidenses vivían su mejor momento. En su libro On Press [Sobre la prensa], el historiador Matthew Pressman analiza The New York Times y Los Angeles Times entre 1960 y 1980. Durante esa aparente edad de oro, los medios de comunicación más destacados configuraron su fundamental relación con el Gobierno, cambiando de una elevada taquigrafía al periodismo crítico que ha sido la norma. Era la época de la guerra de Vietnam, de Los Archivos del Pentágono y de Todos los hombres del presidente, cuando se consolidaron la imagen de los reporteros como héroes en busca de la verdad y las unidades de periodismo de investigación, proliferaban medios locales y canales de televisión por todo el país.
Pressman argumenta que el periodismo estadounidense alcanzó este cénit como reacción a su fracaso durante la época del macartismo de la década de los 50. En esos años, las teorías sobre la objetividad impulsaron a los periódicos a amplificar las acusaciones y difamaciones del senador Joseph McCarthy para evitar ser acusados de parcialidad. La autocrítica que siguió a la caída de McCarthy, junto con la amenaza que suponía un nuevo competidor como era la televisión, el medio que más había servido de altavoz a McCarthy, hizo que los periódicos se desplazaran de una cobertura en la que recogían solo las declaraciones a una en la que ofrecían contexto, explicación e interpretación. Incluso bien entrada la década de los años 60, Pressman muestra que las coberturas periodísticas tendían a ser aburridas y corteses con el Gobierno. Fueron las mentiras del Gobierno estadounidense sobre la guerra de Vietnam, así como la oposición personal a la guerra de buena parte de la profesión periodística, la que propició el estilo antagonista del periodismo político contemporáneo. Como escribe Pressman, Vietnam “estableció el punto de partida de la rivalidad entre la prensa y el Gobierno”.
No obstante, la desconfianza del periodismo en la autoridad tuvo un efecto bumerán: la prensa se encontró con que ella era la receptora de esa desconfianza, perdiendo la casi automática confianza de la que había disfrutado cuando su actitud había sido menos desafiante. La derecha criticó a la prensa más popular por adoptar una relación de oposición hacia las instituciones establecidas. La izquierda criticó a la prensa porque se había convertido en una institución del poder establecido. El ataque del vicepresidente Spiro Agnew a la prensa por su parcialidad hacia la izquierda fue un presagio de los ataques de Trump. En unos términos que ahora parecen suaves, Agnew acusó a la prensa de no cumplir con su obligación de simplemente informar sobre los hechos y que de esa manera estaba tomando parte en conflictos políticos y, por tanto, ejerciendo una exagerada influencia. Según afirmó Agnew en un discurso en 1969, aquellos que producían los informativos de la noche en los que los estadounidenses confiaban tanto eran “una diminuta y cerrada fraternidad de hombres privilegiados elegidos por nadie” que “disfrutaban de su provincianismo y estrechez de mente”.
Edición y ética
Echando la vista atrás, las décadas de los años 80 y 90 fueron un espejismo para el periodismo estadounidense. Mientras que las élites de los medios se fueron profesionalizando cada vez más, algunos críticos se preguntaban si los reporteros se estaban volviendo demasiado exitosos y acomodados. Sin embargo, en los primeros años de este siglo, estar al frente de una gran redacción estaba siendo obviamente cada vez más difícil. Ya no se trataba solo de hacer frente de tanto en tanto a funcionarios cabreados, ahora todos los políticos estaban permanentemente disgustados con las coberturas que se hacían sobre ellos. Dirigir un medio de comunicación se había convertido en una lucha en todos los frentes: había que reinventar un modelo de negocio en caída que casara con unos recursos cada vez más escasos, mientras que había que calmar a una plantilla insegura en un ambiente de continuo escrutinio público. La vieja cortesía y respeto había dado paso a un cuestionamiento de cada decisión. Al mismo tiempo, el surgimiento de internet y las redes sociales significó que dirigir un medio de comunicación ya no implicaba el mismo poder en el control al acceso de la información. Ya no había puertas que controlar.
Dirigir un medio se había convertido en una lucha en todos los frentes
Dos exdirectores de periódicos, Alan Rusbridger y Jill Abramson, han narrado lo que significa dirigir un medio en este periodo de creciente presión y control menguante. Sus visiones concuerdan con los estilos periodísticos predominantes en sus países. Rusbridger fue director del diario británico The Guardian desde poco antes de que surgieran los medios digitales hasta justo antes del brexit y Trump, y ha publicado unas memorias en las que cuenta los cambios que experimentó en términos personales y anecdóticos. Por el contrario, Abramson ha escrito un libro muy documentado y periodístico sobre una época de transformación en los medios de comunicación que incluye su periodo como directora de The New York Times, que duró de 2011 hasta su brusco despido en 2014.
Rusbridger tomó el timón de The Guardian en 1995 y se comprometió a entregarse a internet, incluso cuando no estaba nada claro lo que ello significaría. En lugar de centrarse en la potencial perturbación para el negocio, él vio una oportunidad para el periodismo. The Guardian, que en sus orígenes tenía la sede en Mánchester y apenas estaba entre los diez primeros diarios británicos en términos de difusión, podía llegar ahora a una audiencia global. Como era un organización sin ánimo de lucro financiada por el solvente grupo Scott Trust, podía invertir considerablemente en hacer crecer su audiencia y en un periodismo de servicio público. Esto le dio a Rusbridger licencia para lanzar largas coberturas en temas tan variados como el cambio climático o los defraudadores fiscales de las multinacionales.
No todo el mundo en la prensa británica tenía una concepción tan alta de su misión, y durante décadas, los medios de comunicación británicos habían mantenido una especie de código de la omertá acerca de algunas actividades poco éticas de la prensa. En 2009, The Guardian reveló las prácticas, comunes a todos los periódicos del grupo News Corporation, de Rupert Murdoch, de intervenir los buzones de voz de determinadas personas y publicar su contenido. Rusbridger presentó su dimisión del club de Fleet Street al revelar estas informaciones. En los años posteriores, mientras Rusbridger publicaba los cables de WikiLeaks sobre la política exterior de EE. UU. y, después, las informaciones aportadas por el analista de la Agencia de Seguridad Nacional Edward Snowden, los periódicos de Murdoch dirigieron las críticas de la turba hacia peticiones de censura y castigo.
Rusbridger trató con una serie de asuntos a los que ningún director se había enfrentado de la misma manera al decidir publicar el material de WikiLeaks. Su fundador, Julian Assange, no era Daniel Ellsberg: Assange era un radical que buscaba fundamentalmente transformar la sociedad a través de la transparencia, mientras que Ellsberg, que filtró los papeles del Pentágono a The New York Times en 1971, era un miembro del establishment [sistema establecido] de seguridad nacional, un halcón convertido en paloma que tenía un objetivo más limitado, como era acelerar el fin de la desastrosa guerra de Vietnam. El potencial daño que había en los archivos que había conseguido Assange iba más allá que cualquier amenaza que se había imaginado que pudieran tener los papeles del Pentágono. “Antes, para hacer periodismo, todo lo que necesitabas eran conocimientos de taquigrafía y leer algunos libros sobre leyes y Gobiernos locales”, escribe Rusbridger. “Ahora, los mejores periodistas tenían que ser filósofos morales y estudiantes de ética”. Astutamente compartió su gran exclusiva de WikiLeaks con The New York Times –por lo general, su competidor–, para conseguir así la protección de la Primera Enmienda. La gran virtud de su libro es la forma en que describe cómo toma decisiones difíciles en situaciones de estrés. Al mirar atrás, su manejo meditado de estos episodios le hace el director más importante de su época.
Como gestor del negocio, la reputación de Rusbridger es más cuestionable. Su visión, más ridiculizada durante su mandato como director, fue asumir que en tanto que no había una forma clara de que un diario fuera al mismo tiempo sólido desde el punto de vista periodístico y financieramente rentable, el periódico tendría que vivir con grandes pérdidas. Pero en retrospectiva, podría decirse que su visión ha sido reivindicada. Hoy, The Guardian es uno de los medios de comunicación más importantes del mundo, y no hubiera sido posible si Rusbridger no hubiera dedicado esfuerzos a internet de la manera en que lo hizo. Tiene una audiencia global más grande que cualquier otro medio británico, aparte de Mail Online, la página web del Daily Mail, un tabloide centrado en los famosos y que ayudó a impulsar la campaña a favor del brexit. Y bajo el mandato de la sucesora de Rusbridger, Katharine Viner, ha reducido costes y anima a los lectores de la edición digital a que hagan donaciones. En 2018, The Guardian tuvo pequeños beneficios. Es uno de los pocos medios de gran calidad que parece que es sostenible.
Tiempos de cambio
Comparada con Rusbridger, Abramson se encargó a sí misma una tarea más difícil al ir más allá en lo que contaba sobre su anterior empresa y escribir de manera más amplia acerca del cambiante negocio del periodismo. Su modelo periodístico es el extenso libro de David Halberstam de 1979 The Powers That Be [Los poderes establecidos] sobre el surgimiento de los medios de comunicación modernos que se desarrolla en torno a las historias de la CBS, Time Inc., The Washington Post y Los Angeles Times. Abramson elige otros cuatro medios para contar la historia de la caída del negocio: de nuevo, el Post, además de The New York Times y dos emergentes digitales, BuzzFeed y Vice. Ella admite su parcialidad en lo que se refiere a su propia experiencia en el Times, una institución que venera de tal manera que tiene en la espalda un tatuaje de la icónica “T” gótica del diario. Sin embargo, sigue dolida por lo injusto que ella considera que fue su despido a causa de errores de gestión que en parte reconoce y en parte niega.
El intento de Abramson por contar su propia experiencia, aún abierta, a través de las convenciones del periodismo objetivo la lleva a un estilo pasivo agresivo, de manera especial cuando describe al exeditor del Times Arthur Sulzberger Jr. y a su sucesor como director, Dean Baquet, a quien culpa de planear su caída. Pero esa parte del libro tiene al menos su entretenimiento como cotilleo de los medios. En contraposición, Abramson parece aburrirse con su detallada crónica sobre los otros medios, que en parte podría explicar cómo ha terminado siendo acusada de plagiar una parte de las fuentes –un hecho del que asegura que no se dio cuenta y por el que ha pedido perdón– y teniendo errores descuidados sobre algunos hechos que fueron descubiertos por los lectores y, en algunos casos, por quienes aparecen en su libro.
Sin embargo, un gran fallo del libro es que Abramsom nunca dice ni una sola cosa de lo que parece pensar: que Vice es un pobre pretexto para un medio de comunicación, fundado por gente avariciosa y deshonesta sin comprender lo más mínimo qué es el periodismo. Durante la burbuja de los medios digitales, Vice se convirtió en el predilecto de los ejecutivos de mediana edad, que invirtieron en él sobre la dudosa tesis de que los asuntos de la actualidad internacional podían ser atractivos para la gente joven a través de contenidos de vídeo que con frecuencia se centraban en sexo, drogas y violencia a lo largo del mundo. Vice ha producido periodismo que merece la pena, la mayor parte de él a través de un acuerdo con HBO que la cadena terminó recientemente. Pero, en esencia, Vice ha sido un timo y los inversores están empezando a ver la luz: Disney, que inyectó en Vice 400 millones de dólares en 2015, amortizó el año pasado casi todo lo invertido.
Abramson mezcla de forma implícita Vice y BuzzFeed. Junto con sus frívolas listas y test de personalidad, BuzzFeed ha hecho, sin embargo, gran cantidad de periodismo de calidad. Y mostró auténtico valor cuando a principios de 2017 publicó lo que se llamó el informe Steele, un documento lleno de comprometedoras acusaciones, aunque sin verificar, sobre la conexión de Trump con Rusia, recopiladas por un agente de inteligencia británico.
Abramson no está de acuerdo con muchos de sus colegas al apoyar la aún controvertida decisión de BuzzFeed de publicar el informe. En cambio, en otros aspectos sigue siendo conservadora en lo que respecta a los medios. Cree que hay un camino correcto para hacer periodismo: el que siguió The New York Times antes de que llegara internet y lo arruinara todo. Probablemente, esta veneración por la tradición es lo que hizo que su periodo al frente del periódico fuera tan difícil. Rusbridger se sintió inspirado por las nuevas oportunidades que internet trajo al periodismo, incluso cuando no las entendía del todo. Abramson se centró en los riesgos y las pérdidas. Ella pensaba que los desarrolladores de software y los analistas de datos eran infiltrados comerciales en la redacción y su frustración fue creciendo a causa de las incursiones en estos límites infranqueables. Cuando la compañía elaboró en 2014 un informe sobre innovación muy autocrítico, Abramson se lo tomó como un reproche personal. El informe selló su destino de una forma inesperada. Como respuesta a la crítica implícita hacia ella, Abramson trató de fichar a Janine Gibson, una editora del Guardian –más avanzada en cuanto a conocimientos tecnológicos–, como directora adjunta sin mencionárselo a quien era director adjunto por entonces, Baquet. Ello provocó el conflicto que llevó a su despido.
Un negocio duro
Dado el cambio constante en los medios, es recomendable que los directores no se tatúen en su cuerpo el logo de ninguno de sus empleadores. BuzzFeed y Vice, dos de los medios que más crecían en la burbuja de las noticias digitales cuando Abramson comenzó a escribir su libro hace varios años, ahora están muy debilitados. Mientras que los inversores de Vice han puesto los pies en el suelo, BuzzFeed ha buscado inversión filantrópica y ha anunciado planes para reducir un 15% su plantilla. Al mismo tiempo, su consejero delegado y uno de los fundadores de la compañía, Jonah Peretti, ha propuesto a varios de sus competidores digitales fusionarse con ellos.
Los insultos de Trump a los medios provocan que la gente esté más dispuesta a pagar por el periodismo
Tanto el Post como el Times, ambos con pérdidas hace unos años, se están ahora recuperando, aunque no tienen la estable rentabilidad de hace unas décadas. En 2013, el fundador de Amazon, Jeff Bezos, compró el Post, y desde entonces ha revertido las pérdidas de su negocio periodístico y ahora se puede decir que el diario es de nuevo rentable. El Times ha devuelto el préstamo a Slim y ha recuperado estabilidad con el apoyo de más de cuatro millones de suscriptores. Otras tantas publicaciones tradicionales, incluidas The Atlantic, The New Yorker y Mother Jones, parece que están saliendo del peligro y girando hacia la viabilidad. Los nocivos insultos verbales de Trump hacia los medios de comunicación han tenido el efecto perverso de provocar que las audiencias estén más dispuestas a pagar por el periodismo, incluso cuando esos comentarios han contribuido a que los periodistas tengan ahora más riesgo de enfrentarse a déspotas cada vez menos controlados.
Aún es demasiado pronto para afirmar que ha pasado la crisis del periodismo, mucho menos la crisis de credibilidad. Todavía no existe un modelo de negocio replicable para los medios locales, lo que ha reducido la rendición de cuentas de los Gobiernos municipales y de los estados. Lo que parece que está funcionando es un variedad de medios híbridos sin ánimo de lucro que llenan el hueco de las coberturas, incluyendo ProPublica –periodismo de investigación–, The Marshall Project –periodismo de tribunales y de sucesos– y The Texas Tribune –periodismo político y regional–. Lo que las empresas periodísticas más innovadoras parecen tener en común es algún tipo de ayuda económica combinada con la habilidad de actuar como si fueran negocios comerciales al uso, incluso cuando no lo son. Cada medio de comunicación debe encontrar su hueco para sobrevivir, razón por la que la próxima generación de directores de medios tendrán que ser no solo filósofos morales, sino también emprendedores.
* Este artículo fue publicado originariamente en Foreign Affairs
TRADUCCIÓN: PATRICIA RAFAEL