01/04/2022

El Mataerratas

Sin calderas en la luna y sin frenos ni acelerones en la evolución lingüística

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Escrito por Arsenio Escolar

Todos los grandes acontecimientos informativos renuevan el lenguaje en los medios de comunicación. Traen nuevos términos, recuperan otros en desuso, sacuden el léxico. Pasó con la pandemia: COVID, coronavirus, cuarentena, sangradura, infodemia, confinamiento, nueva normalidad, triaje, desescalada... Igualmente, ha pasado con el volcán en La Palma. Colada nos sonaba del viejo libro de Ciencias Naturales; fajana, malpaís y piroclastos nos sonaban bastante menos, al menos a mí. Y no digamos ya canarismos como rofe, picón, zahorra o jable, que son los vocablos con que se llama en Lanzarote, Gran Canaria, Tenerife y El Hierro, respectivamente, a esos pequeños fragmentos de escoria volcánica que, desde el pasado 19 de octubre, han cubierto tejados, calles y campos en una parte de la isla de La Palma, y que hemos visto de modo casi permanente en las imágenes de televisión.

Entre la mucha información generada en torno al volcán de Cumbre Vieja, hemos sabido también, por una crónica de José María Rodríguez en Efe del 7 de octubre pasado, que las palabras volcán y cráter apenas se encuentran en la toponimia de Canarias, y ello pese a que las islas son de origen volcánico y registran frecuente actividad sísmica desde la noche de los tiempos. ¿Por qué esos silencios toponímicos tan llamativos? ¿Por miedo a nombrar a la naturaleza que causa estragos? ¿Por eufemismo, uno de los grandes mecanismos de evolución lingüística en todos los idiomas? No. Por una razón histórica, de historia de la lengua: porque la palabra volcán no entra en el castellano hasta el siglo XVII, y para entonces ya tenían los canarios sus propios términos para denominar a ambas cosas, tan frecuentes en las islas. Al volcán lo llamaban montaña; y al cráter, caldera. De ahí los topónimos Montaña Roja, Montaña Blanca, Montaña de Tinaguache o Montaña de Fuego, todos ellos en Lanzarote, o Caldera de Taburiente, en La Palma, muy pocos kilómetros al norte del de Cumbre Vieja, o Caldera de Tejeda, en el centro de Gran Canaria.

En el Diccionario de la Lengua Española (DLE), que ahora elaboran conjuntamente la Real Academia Española y el resto de las instituciones similares de cada país hispanohablante, no se recoge montaña en ese significado, pero sí caldera. “Geol. Depresión de grandes dimensiones y con paredes escarpadas, originada por erupciones volcánicas muy intensas”, dice la octava acepción de caldera del DLE. Obsérvese que el Diccionario no señala caldera como un canarismo, sino como un término procedente de la Geología. Quizás ello se deba a que, según la misma interesantísima crónica de Efe citada antes, el geólogo alemán Leopold von Buch, que había investigado en el Teide y en todas las islas su geografía -por consejo de su amigo Alexander von Humboldt, que las conocía bien-, introdujo el término caldera en el glosario internacional de la Geología, en la primera mitad del siglo XIX. Inciso toponímico extraterrestre: un cráter de la luna, en el sur de nuestro satélite, lleva el nombre de Buch, en su honor. “Crater Buch”, en inglés. ¡Más apropiado hubiera sido “Caldera Buch”!

La lengua es un ser vivo en continua renovación y evolución

La lengua es un ser vivo en continua renovación y evolución. Por lo general, los hablantes van muy por delante de los que hacen las normas. Hace pocas semanas, el Congreso de los Diputados debatía una modificación de la Constitución, en concreto de su artículo 49, que desde la promulgación de la Carta Magna dice así: “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”. A petición del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi), que representa a unos cuatro millones de personas en España, se debatía en la Cámara si sustituir ese “disminuidos”, que, en 1978, cuando se redactó nuestra ley de leyes, era un vocablo que no tenía ningún cariz denigratorio para el colectivo, por un “personas con discapacidad” que se usa más ahora. 

En los años 70 del pasado siglo, “disminuido” era casi un recién llegado al habla cotidiano de la calle. Estaba sustituyendo a otros términos que ya se consideraban entonces inapropiados por buena parte de los hablantes, como “deficiente” o “subnormal”, y convivía con otro, “minusválido”, que pronto también quedó en desuso. O no tan pronto, porque el Cermi antes citado se fundó en 1997, y era por entonces un acrónimo de Comité Español de Representantes de Minusválidos. Cuando este último término cayó casi por completo en desuso, por rechazo general dado su carácter discriminatorio y en ocasiones incluso denigratorio, el Cermi mantuvo su acrónimo fundacional, pero no su nombre completo, que pasó a ser Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad, como antes adelantábamos.

Los desajustes temporales en el lenguaje entre las normas y la calle son continuos, habituales

Los desajustes temporales en el lenguaje entre las normas y la calle son continuos, habituales. Por lo general, lo decíamos antes, la calle va muy por delante de la norma académica o institucional. Y cuando desde las instituciones o desde la academia se intenta provocar cambios lingüísticos, adelantando a la calle o acelerándola, los resultados suelen ser más bien escasos. 

El lector recordará que, en julio de 2018, cuando llevaba pocas semanas como vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo solicitó oficialmente a la Real Academia Española que elaborara un informe para adecuar la Constitución al lenguaje inclusivo. Año y medio después, la RAE hacía público su informe, elaborado por dos académicos y dos académicas -Ignacio Bosque, Pedro Álvarez de Miranda, Paz Battaner e Inés Fernández-Ordóñez-, que fue aprobado por unanimidad en el pleno de la institución. Entre otras cosas, dictaminaba que no era necesario modificar el masculino de la Constitución para hacerla más inclusiva y que los desdoblamientos (“los españoles y las españolas”) son gramaticalmente correctos, pero innecesarios en muchas ocasiones, pues van en contra de la economía del lenguaje. El informe no ha supuesto, al cabo, ninguna reforma de la Constitución, pero sí ha ayudado a fomentar una mayor sensibilización de muchísimos hablantes con este asunto. A la inmensa mayoría de los ciudadanos nos sorprende hoy, para mal, que, en sesión oficial y en el pleno de la institución, un senador (de la extrema derecha, por cierto) llame “presidente” a la persona que presidía en ese momento la Cámara Alta: una mujer, la presidenta.

En las tensiones y desajustes, por llamarlo de algún modo, entre la norma y la calle por asuntos lingüísticos, los medios jugamos un papel fundamental. El genio colectivo del idioma genera los cambios, algunos de esos cambios y evoluciones acaban asomándose al escaparate de los medios; y, cuando en estos menudean y se hacen muy frecuentes y extendidos, acaban llegando a la norma académica o institucional. No hay apenas atajos, los diferentes ritmos de la evolución lingüística son difíciles de regular, ni para acelerarlos ni para frenarlos. 

Por cierto, lo de “personas con discapacidad” probablemente llega ya tarde a las normas. Expertos que trabajan con esos colectivos ya se refieren a ellos con otra expresión: “personas con diversidad funcional”. El cambio lingüístico, que no para.

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