21/12/2017

Tribunales

Viejas leyes para nuevos tiempos (de Gutenberg a internet)

Escrito por Teodoro González Ballesteros

El derecho, en su conceptualización más sencilla e inteligible, es el conjunto de normas que regulan la vida en sociedad. La realidad y convivencia de cada momento histórico requiere un ordenamiento jurídico concreto; y el derecho, en su función de realizador de la justicia, debe evolucionar en orden a las nuevas circunstancias sociales. Ahora convivimos en un tiempo nuevo coloreado en nuestra relaciones con los demás por internet, Facebook, Twitter, Instagram, las redes sociales y un largo etcétera que, voluntaria o involuntariamente, condiciona nuestra supervivencia, en especial y de manera más acusada, la de quienes por razón de edad formamos parte de lo que podríamos llamar el “periodo transitorio”, nacidos y formados en la imprenta y adaptados necesariamente a la “digitalidad”.

(Permítaseme una vivencia personal: con motivo de las pasadas fiestas navideñas, regalé un libro al hijo de unos amigos –siete años–, El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Al poco tiempo, le pregunté al progenitor qué le había parecido a la criatura el regalo; y, tras mucho insistirle, me comentó que se había llevado un disgusto porque, después de darle muchas vueltas, no había encontrado el cable para enchufarlo a la red eléctrica).

Partamos de un principio: internet (término con el que se designa aquí todo sistema de transmisión digital) ha dado lugar a una forma de convivencia en que, salvo las funciones puramente biológicas del ser humano, todo es posible. Su utilidad en el mundo de la investigación científica, el desarrollo cultural, las relaciones laborales, el conocimiento de cualquier situación global en tiempo real o las más simples relaciones interpersonales, entre otras muchas, son señas de identidad aceptadas, y ya ineludibles, en una sociedad universalizada.

Lo hasta ahora privado y personal puede ser público en cualquier momento

De otra parte, todo lo que está en la red puede ser objeto de captación o intervención, lo hasta ahora privado y personal puede ser público en cualquier momento, y no solo los correos electrónicos, los wasaps y los desahogos personales en las redes sociales, sino también –con las dificultades que ello pueda acarrear– archivos guardados en lo que comúnmente llamamos “la nube”. Todo depende de la maestría delictiva de los hackers de turno o de la aptitud investigadora de determinados miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad.

Recordemos, a modo de ejemplo, para algunos sorprendente e ilustrativo, que las tramas de corrupción política descubiertas en España durante los últimos años son consecuencia de las investigaciones realizadas a través de los ordenadores correspondientes. Cabe citar también la Lista Falciani, en la que Hervé Falciani, ingeniero informático del banco suizo HSBC, copió “presuntamente” los nombres de unos 130.000 evasores fiscales y que comenzó a difundirse en febrero de 2015 a través del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés). Sin olvidar las publicaciones similares debidas a Julian Assange (WikiLeaks), Chelsea Manning, Edward Snowden o Antoine Deltour (LuxLeaks) y muchos otros whistle-blowers [filtradores]. Continuando con las referencias, los medios de comunicación clásicos nos informan a diario de ilícitos social y penalmente reprobables tan graves como el acoso escolar, que se produce en uno de cada cuatro casos a través de las redes sociales (ciberbullying); o de la existencia de redes de pedofilia organizadas a través de wasaps, como la última conocida de extensión internacional, con 136 personas detenidas, ramificaciones en 18 países de Europa y Latinoamérica y 360.000 archivos intervenidos. No menos importancia tienen, aunque sí más silencio, las violaciones que afectan a la propiedad intelectual, las cuales se denuncian en raras ocasiones. La sustracción de trabajos o parte de ellos forma ya parte de la normalidad delictiva.

La cuestión fundamental que nos ocupa bascula en comprobar si, en este ámbito, nuestro ordenamiento jurídico dispone de los instrumentos legales precisos para amparar las actuaciones legales y condenar las delictivas. Al efecto, debe tenerse presente que las acciones se refieren al contenido de los mensajes que circulan por la red y cuyo conocimiento es dificultoso para personas no especialmente interesadas o desconocedoras de los mismos, siendo de repercusión pública, en caso de ilicitud, difícilmente evaluable, no a los que se difunden a través de medios de comunicación tradicionales legalmente constituidos.

En nuestro ordenamiento jurídico actual, además de la Constitución, hay dos textos básicos que deben tenerse en cuenta a la hora de interpretar o juzgar los contenidos que se vehiculan tanto por la red como por otros instrumentos ad hoc: el Código Civil y el Código Penal. El primero, máximo exponente del derecho privado, en su Título Preliminar, relativo a la aplicación y eficacia de las normas jurídicas, nos dice que los jueces y tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido (ley, costumbre y principios generales del derecho). La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo (TS) al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas. Procederá la aplicación analógica de las normas cuando estas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón. Por último, señala que las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos de los comprendidos expresamente en ellas (arts. 1, apdos. 1.º, 2.º y 3.º; 3, 1.º; y 4, 1.º y 2.º).

En lo que hace al orden penal, a través del cual se interpreta legalmente el contenido de los mensajes transmitidos por vía digital, el texto fundamental es el Código Penal en su versión modificada por la Ley Orgánica de 30 de marzo de 2015 sobre materia de delitos de terrorismo, promulgada, según su preámbulo, para combatir el terrorismo internacional de corte yihadista. Según su art. 573, 1, “se considerarán delito de terrorismo la comisión de cualquier delito grave contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medioambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, contra la Corona, de atentado y tenencia, tráfico y depósito de armas, municiones o explosivos, previstos en el presente Código, y el apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de mercancías, cuando se llevaran a cabo con cualquiera de las siguientes finalidades: l.ª) Subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo; 2.ª) alterar gravemente la paz pública; 3.a) desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional, y 4.ª) provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella”.

Por su parte, el art. 578 concreta, esencialmente, que “el enaltecimiento o la justificación públicos de tales delitos o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares, se castigará con la pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a 18 meses”. Tales penas se impondrán en su mitad superior cuando los hechos se hubieran llevado a cabo mediante la difusión de servicios o contenidos accesibles al público a través de medios de comunicación, internet o por medio de servicios de comunicaciones electrónicas o mediante el uso de tecnologías de la información, en cuyo caso el juez o tribunal podrá ordenar la retirada de los contenidos o servicios ilícitos. Subsidiariamente podrá ordenar a los prestadores de servicios de alojamiento que retiren los contenidos ilícitos, a los motores de búsqueda que supriman los enlaces que apunten a ellos y a los proveedores de servicios de comunicaciones electrónicas que impidan el acceso a los contenidos o servicios ilícitos.

Debe tenerse en cuenta que la Ley Orgánica de 30 de marzo de 2015 es consecuencia de la Resolución 2178 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de 24 de septiembre de 2014, en virtud de la cual todos los Estados  miembros deben velar por el enjuiciamiento de toda persona que participe en la financiación, planificación, preparación o comisión de actos de terrorismo o preste apoyo a los mismos.

Vista la normativa aplicable a las cuestiones que nos ocupan, y al no existir todavía resoluciones concretas del Tribunal Constitucional (TC), procede reflejar alguna del Supremo a los meros efectos interpretativos del ordenamiento jurídico. La ponderación de derechos que en cada caso hace el TS se centra en determinar el derecho preferente, si la libertad de expresión en su vertiente ideológica o el honor y dignidad de las personas afectadas en los mensajes difundidos. De las sentencias ya conocidas, la más representativa es la STS 4/2017, de 18 de enero, lo que nos lleva a reflejar su contenido incluyendo el doctrinalmente importante voto particular de uno de sus magistrados contra la decisión condenatoria del resto del tribunal. La peculiaridad más trascendente de esta resolución radica en que la Audiencia Nacional (AN), mediante su sentencia de 18 de julio de 2016, absolvió al procesado del delito de enaltecimiento del terrorismo y humillación a las víctimas de que era acusado y, posteriormente, el TS lo condenó a la pena de un año de prisión, con seis años y seis meses de inhabilitación absoluta. Los comentarios en la red social Twitter, recogidos en la sentencia de la AN, por los que el procesado fue primero absuelto y después condenado, difundidos entre noviembre de 2013 y enero de 2014, son los siguientes:

  1. El 11 de noviembre de 2013, a las 21:06 horas: “El fascismo sin complejos de Aguirre me hace añorar hasta los Grapo”
  2. El 27 de enero de 2014, a las 20:21 horas: “A Ortega Lara habría que secuestrarle ahora”
  3. El 30 de enero de 2014, a las 00:23 horas: “Street Fighter, edición pos-ETA: Ortega Lara versus Eduardo Madina”
  4. El 29 de enero de 2014, a las 00:07 horas: “Franco, Serrano Suñer, Arias Navarro, Fraga, Blas Piñar... Si no les das lo que a Carrero Blanco, la longevidad se pone siempre de su lado”
  5. El 20 de diciembre de 2013, a las 23:29 horas: “Cuántos deberían seguir el vuelo de Carrero Blanco”
  6. El 5 de enero de 2014, a las 23:39 horas: “Ya casi es el cumpleaños del rey. ¡Qué emoción!” Otro usuario le dice: “Ya tendrás el regalo preparado, ¿no? ¿Qué le vas a regalar?” A lo que contesta: “Un roscón-bomba”

Según dispone la sentencia de la AN en su prolija exposición, no se acredita en la causa que el procesado buscase con estos mensajes defender los postulados de una organización terrorista, ni tampoco despreciar o humillar a sus víctimas.

La sentencia condenatoria del TS, antes de entrar en su parte dispositiva, recoge una razonable interpretación del art. 578 que, como bien señala, no está exenta de dificultades. “De una parte, porque no faltan autorizados juristas que estiman que el delito de enaltecimiento del terrorismo o de desprecio y humillación a las víctimas representa la negación de los principios que han de informar el sistema penal. De otra, porque la necesidad de ponderar analíticamente los límites a la libertad de expresión y de hacerlo a partir de la equívoca locución –‘discurso del odio’– con la que pretende justificarse la punición, no hacen sino añadir obstáculos a la labor interpretativa. Las dificultades se multiplican cuando de lo que se trata es de determinar, como en tantas otras ocasiones, el alcance de lo intolerable. De ahí la importancia de no convertir la libertad de expresión –y los límites que esta tolera y ampara– en el único parámetro valorativo para discernir cuándo lo inaceptable se convierte en delictivo. No todo exceso verbal ni todo mensaje que desborde la protección constitucional pueden considerarse incluidos en la porción de injusto abarcada por el precepto. Nuestro sistema jurídico ofrece otras formas de reparación de los excesos verbales que no pasa necesariamente por la incriminación penal. El significado de principios como el carácter fragmentario del derecho penal o su consideración como última ratio, avalan la necesidad de reservar la sanción penal para las acciones más graves. No todo mensaje inaceptable o que ocasiona el normal rechazo de la inmensa mayoría de la ciudadanía ha de ser tratado como delictivo por el hecho de no hallar cobertura bajo la libertad de expresión. Entre el odio que incita a la comisión de delitos, el odio que siembra la semilla del enfrentamiento y que erosiona los valores esenciales de la convivencia y el odio que se identifica con la animadversión o el resentimiento existen matices que no pueden ser orillados por el juez penal con el argumento de que todo lo que no es acogible en la libertad de expresión resulta intolerable y, por ello, necesariamente delictivo. Otro hecho complica, todavía más si cabe, nuestro análisis. Y es que la extensión actual de las nuevas tecnologías al servicio de la comunicación intensifica de forma exponencial el daño de afirmaciones o mensajes que, en otro momento, podían haber limitado sus perniciosos efectos a un reducido y seleccionado grupo de destinatarios. Quien hoy incita a la violencia en una red social sabe que su mensaje se incorpora a las redes telemáticas con vocación de perpetuidad. Además, carece de control sobre su zigzagueante difusión, pues desde que ese mensaje llega a manos de su destinatario éste puede multiplicar su impacto mediante sucesivos y renovados actos de transmisión. Los modelos comunicativos clásicos implicaban una limitación en los efectos nocivos de todo delito que hoy, sin embargo, está ausente. Este dato, ligado al inevitable recorrido transnacional de esos mensajes, ha de ser tenido en cuenta en el momento de ponderar el impacto de los enunciados y mensajes que han de ser sometidos a valoración jurídico-penal”.

Lúcida interpretación del Supremo que luego no acoge en su decisión final

Lúcida interpretación del Supremo que luego no acoge en su decisión final condenatoria, ya que, según afirma, el art. 578 solo exige para su aplicación el conocimiento de los elementos que definen el dolo. En el caso que nos ocupa, tener plena conciencia y voluntad de que se está difundiendo un mensaje en el que se contiene una evocación nostálgica de las acciones violentas de un grupo terrorista que se menciona con sus siglas de forma expresa y en el que se invita a otro grupo terrorista, fácilmente identificable por la identidad de algunas de sus víctimas, a repetir el secuestro más prolongado de nuestra reciente historia. “La afirmación del encausado de que no perseguía la defensa de los postulados de una organización terrorista y de que tampoco buscaba despreciar a las víctimas es absolutamente irrelevante en términos de tipicidad. […] Basta con asumir como propia la justificación de una forma violenta de resolver las diferencias políticas, basta con la reiteración consciente de esos mensajes a través de una cuenta de Twitter, para descartar cualquier duda acerca de si el autor captó con el dolo los elementos del tipo objetivo”.

Para la Sala, la libertad ideológica o de expresión no pueden ofrecer cobijo a la exteriorización de expresiones que encierran un injustificable desprecio hacia las víctimas del terrorismo, hasta conllevar su humillación. No se trata de penalizar el chiste de mal gusto, sino que una de las facetas de la humillación consiste en la burla, que no está recreada en nuestro caso con chistes macabros con un sujeto pasivo indeterminado, sino bien concreto y referido a unas personas a quienes se identifica con su nombre y apellidos. En el caso de la humillación y menosprecio a las víctimas del terrorismo, el desvalor de la acción que sanciona tampoco quedaría totalmente protegido mediante la sola figura de las injurias, siendo así que su contexto lleva a ubicar esta intromisión entre los delitos de terrorismo.

Por su parte, el voto particular contrario a la condena señala que “las seis frases publicadas por el procesado son, ciertamente, de su personal responsabilidad, pero, como fenómeno, no constituyen un dato aislado. Por el contrario, resultan ser fielmente expresivas de la subcultura de algunos grupos sociales, integrados preferentemente por sujetos jóvenes, duramente maltratados, en sus expectativas de trabajo y vitales en general, por las crueles políticas económicas en curso desde hace ya un buen número de años. Forman, pues, parte de una manera difusa de reaccionar, de ‘contestar’, aquí exclusivamente en el plano del lenguaje, la cultura de un estáblisment del que, no sin razón, se consideran excluidos. Es, por decirlo con el vocablo a mi juicio más adecuado, un modo de épater. Esto es, de provocar o de escandalizar. No van, ni debe llevárselas, más allá”.

Para el magistrado firmante, “no hace falta ningún esfuerzo argumental para concluir que las frases recogidas en los hechos probados no tienen la mínima consistencia discusiva y, según se ha dicho, no pasan de ser meros exabruptos sin mayor recorrido, que se agotan en sí mismos; desde luego, francamente inaceptables, pero esto solo, pues carecen, por su propia morfología y por razón del contexto y del fin, de la menor posibilidad de ‘conexión práctica’ con algún tipo de actores y de acciones técnico-jurídicamente susceptibles de ser consideradas terroristas. En cualquier caso, pero más en el momento de nuestro país en que fueron escritas y difundidas”.

Es necesario que el derecho regule la realidad social fruto de las tecnologías de la comunicación

Volviendo al principio, es necesario que el derecho regule, en el marco del desarrollo normativo de los arts. 18 y 20 de la Constitución, la realidad social fruto de las tecnologías de la comunicación. El remedio de incluir en el ámbito de una ley como la de 2015, dictada para combatir el terrorismo internacional de corte yihadista, a fin de preservar en las redes sociales el honor de las víctimas y el ejercicio del derecho a la libertad de opinión, es difícilmente aceptable desde la perspectiva de un régimen de convivencia democrático. Todo ello con independencia de la presumible vulneración de algunos principios penales, tales como la intencionalidad, la caducidad o prescripción delictiva, o el contenido de la inhabilitación de sus autores. Los nuevos instrumentos de convivencia precisan de leyes acordes con el tiempo en que han de ser aplicadas.