27/10/2021

Pantallas de audiencia: control de la agenda mediática

El algoritmo sustituye al periodismo

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Escrito por Lucía Méndez

La reconversión tecnológica ha convertido las redacciones de todo el mundo en centros de control llenos de pantallas con números y cifras que presiden y ordenan el trabajo diario de los periodistas. Ahora, en las redacciones se habla más de números, de algoritmos y de porcentajes que de periodismo.


LUCÍA MÉNDEZ*

Evgeny Morozov, el profesor bielorruso que -como tantos otros- es un arrepentido de la adoración tecnológica después de haber pertenecido a esa iglesia, recorre el mundo dando charlas sobre los cambios que internet está provocando en la sociedad y en el comportamiento de cada uno de los seres humanos. La locura del solucionismo tecnológico es su libro de mayor éxito y lo publicó en 2015. Las reflexiones de Morozov sobre la búsqueda de la perfección tecnológica y la máxima eficiencia incluyen a los medios de comunicación como uno de los escenarios centrales en los que las cuestiones profesionales, éticas y morales chocan con el imparable avance de la reconversión tecnológica, que ha convertido las redacciones de todo el mundo en centros de control llenos de pantallas con números y cifras que presiden y ordenan el trabajo diario de los periodistas.

El profesor -que fue cocinero antes que fraile- acuña la palabra “memeficación” del espacio público para definir el destacado papel de los llamados “memes” en el contenido de los medios de comunicación tradicionales. “El problema general de la ‘memeficación’ de la vida pública es que cuando las decisiones editoriales se toman con el ojo puesto en lo que podría o no convertirse en un éxito online, lo que se informa y cómo se informa siempre será afectado. El académico experto en medios C.W. Anderson señala que la última generación de sitios de noticias suele pensar en los lectores como audiencias algorítmicas. La generación anterior de editores de noticias consideraba que sus audiencias eran fundamentalmente deliberativas e intentaba que sus lectores participaran en debates que los mismos medios consideraban de interés público, más allá de si se trataba o no de lo que la audiencia deseaba. Al menos en teoría, eran conversaciones y debates resueltos por la fuerza del mejor argumento, no sobre la base de cuántas visitas recibía cada uno de ellos”.

De la teoría a la práctica. Miles de periodistas que pueblan las desconcertadas y aturdidas redacciones se sentirán plenamente identificados con estas reflexiones de Morozov, que no son más que un ejemplo de los muchos ensayos que existen acerca del cambio civilizatorio que supone la aparición de internet y sus consecuencias.

La revolución digital ha transformado no solo el contenedor, sino también el contenido

En algún momento del siglo XX, el periodismo entró en una crisis de transformación permanente, continua y diaria de la que aún no ha salido. Algunos profesionales, teóricos, gurús, directivos de medios y analistas del optimismo sostienen que lo más importante del ejercicio del periodismo es el contenido, no el contenedor encargado de alojarlo. Así, el venerable papel y la web contemporánea serían la misma cosa. No podemos engañarnos. La revolución digital ha transformado no solo el contenedor, sino también el contenido; y ha alterado por completo las reglas del ejercicio profesional y las buenas prácticas contenidas en la lista de mandamientos elaborados por las asociaciones profesionales de todo el mundo.

La prensa ha dejado de ser el lugar donde los periodistas situaban las noticias jerarquizadas de acuerdo con sus criterios profesionales para convertirse en el contenedor de las historias que los lectores exigen para pagar por los contenidos. Así lo resume Mark Thompson, presidente de The New York Times en su libro Sin palabras. “El efecto más importante que tuvieron tanto la nueva tecnología como la apertura de las industrias mediáticas fue trasladar mucho más poder a las manos del público. Redactores, directivos y propietarios se veían obligados a afrontar una difícil elección: darle a un público más poderoso e inquieto lo que quiere ver y oír, mantenerse fiel a un conjunto preexistente de principios y objetivos o lanzarse a la búsqueda de un punto medio que marcase un equilibrio entre los dos extremos”. No estamos hablando de algo abstracto. Estos son los dilemas concretos que cada día afrontan los medios de comunicación a la hora de ordenar sus contenidos.

Y, de momento, va ganando la tesis del mercado: quien paga manda. Quien paga tiene la posibilidad de intervenir en los contenidos. Quien paga puede exigir que se le proporcionen las noticias de la forma que el consumidor prefiera. Quien paga puede incluso exigir que las opiniones de los diarios sean las suyas propias. El lenguaje y la visión del periodismo han cambiado. Ahora, los lectores son usuarios o consumidores. Ahora, las informaciones, entrevistas y reportajes son narrativas. Ahora, en las redacciones se habla más de números, de algoritmos y de porcentajes que de periodismo.

Quien paga puede incluso exigir que las opiniones de los diarios sean las suyas propias

La adoración de la tecnología y la esclavitud del periodismo dependiente de las audiencias algorítmicas han alcanzado su máxima expresión en la propuesta lanzada por el director del diario británico The Daily Telegraph. Chris Evans ha anunciado que estudia pagar a sus periodistas en función del número de suscriptores y la cantidad de clics que consigan sus noticias. Con absoluta y aterradora naturalidad, el director del periódico elogia el sistema que puntúa con estrellas a los periodistas en función de los lectores que genera, ya que está sirviendo a la empresa editora para determinar qué es lo que mejor funciona a la hora de atraer, comprometer y retener suscriptores. La propuesta ha originado el escándalo correspondiente y ha sido rechazada por los periodistas del Telegraph y del resto de los periódicos británicos. Pero esa idea está ahí, dando vueltas.

Ya no se trata tanto de buscar y escribir las noticias según el criterio profesional de los periodistas, sino de ser capaz de adornar y exhibir los contenidos de forma que llamen la atención del consumidor. Un consumidor que, a su vez, puede decidir cuáles son las noticias más relevantes, cómo han de ir situadas en las páginas del diario y hasta qué sueldo deben cobrar los redactores. Periodistas educados y condicionados -como en el experimento de Pavlov- a base de estímulos para producir clics. No valgo lo que valen mis noticias, valgo lo que valen mis clics. Cuántos más clics, más valioso soy. Y para eso lo de menos es si la historia que cuento está bien o mal escrita, tiene relevancia política, social, cultural o mundial, o no la tiene. Lo importante es que la historia “funcione”, entendiendo por funcionar que haya muchísimas personas que hagan clic y algunas de ellas se suscriban gracias a la capacidad del periodista para envolverla en papel de plata y a las ignotas reglas del algoritmo. La palabra divina para las empresas editoras es “conversión”. Una conversión es un lector que paga por leer un artículo. Oro puro en este momento para cualquier diario ante la debacle de la inversión publicitaria y el hundimiento de las cifras de difusión.

Lograr una conversión no es nada fácil. Hay que llamar la atención del público y eso, en este momento, es decir muchísimo. Los cerebros de los usuarios están sometidos a una cantidad ingente de estímulos y no hay tiempo para detenerse en tantas ofertas. Según algunos estudios, las personas de esta época solo podemos mantener la atención en un programa de televisión durante 19 segundos de media. El tiempo medio de permanencia en los textos de un diario no llega a 60 segundos.

Para que mucha gente se suscriba, hay que epatar con el título, asombrar con el texto, encandilar con el diseño, saber de nuevas narrativas, estimular la hormona de la dopamina y abrir el apetito del consumidor para que saque de una vez su tarjeta de crédito y pague por el contenido que antes leía gratis. El último reto. Para conseguir el pago, es necesario asombrar con fuegos artificiales y técnicas propias del espectáculo, de la publicidad o del marketing. La lógica del mercado aplicada al ejercicio del periodismo. O, más bien, la lógica del supermercado. Noticias, informaciones, entrevistas y reportajes situados en los lineales de los diarios como productos bien envasados e iluminados en busca de clientes que los echen en el carrito y paguen por ellos. Las noticias más vendidas producirán mayores réditos a los fabricantes. Más salario a los periodistas y más satisfacción a directores como Chris Evans, un director bien adaptado a la era del solucionismo tecnológico.

Todos conocemos periodistas que opinan lo que sus fans exigen que opinen

Los informadores, antaño personas centradas en buscar fuentes, hablar con ellas y redactar las informaciones, van camino de convertirse -muchos ya lo son- en una clase especial de celebridades que se pelean por las conversiones y que tienen sus fans correspondientes para jalearlos en las redes sociales. O, por el contrario, existen profesionales del periodismo que sufren a sus propios odiadores a través de insultos y descalificaciones en las redes sociales si no se ajustan a lo que los usuarios quieren de ellos. Los periodistas no son ángeles ni ascetas capaces de situarse por encima del qué dirán. Las opiniones de los antaño lectores y hoy consumidores les interpelan al minuto y, por tanto, pueden condicionar su trabajo diario. La posibilidad de opinar en tiempo real sobre el trabajo diario de los periodistas afecta, y de qué manera, al ejercicio profesional del periodismo. Todos conocemos casos de periodistas que opinan, exactamente, lo que sus fans exigen que opinen. Y que dirigen sus crónicas hacia lo que sus lectores más fanáticos les exigen.

En realidad, la propuesta de Evans de pagar a los redactores por la cantidad de clics que sean capaces de generar no es una simple ocurrencia de una noche de insomnio o una tarde de tormenta de ideas consigo mismo. Hasta este lugar hemos llegado por el camino que los medios de comunicación tomaron al encontrarse en medio de la tormenta perfecta que amenaza con tragárselos. Primero, fueron las noticias más leídas. La clasificación, la lista, los gatos, los memes, los trending topics y los vídeos virales. Las audiencias millonarias de las webs de los diarios en abierto emborracharon a editores, directores, subdirectores, redactores jefes y periodistas sin graduación. Después, llegó el periodismo ciudadano. Cualquiera podía ser periodista con un teléfono móvil en la mano. Pim, pam. Con activar la cámara y el sonido, arreglado.

Más tarde se instalaron pantallas en las redacciones que contenían la clasificación de las noticias más vistas. Imposible no sentir un cosquilleo en el estómago cuando la noticia más vista la firmas tú. Imposible no sentirse un inútil cuando tu noticia se sitúa -horror- en la cola de la lista de preferencias del público. El cliente siempre tiene razón. Si te coloca al final, es que igual no sirves para el periodismo. Jill Abramson, ex directora ejecutiva de The New York Times, relata en uno de sus libros que los nuevos medios y tecnologías llegan a provocar trastornos psicológicos como el de un redactor que le contaba a su psiquiatra su obsesión con Chartbeat, un programa informático de presencia obligada en todas las redacciones del mundo, que muestra en tiempo real cuántos clics tienen las noticias de una web y cómo se están leyendo. Así, los periodistas pueden acabar siendo adictos a los clics de sus informaciones, consultando las pantallas de forma compulsiva.

Pantallas de audiencias, clics y conversiones en tiempo real, altar del templo de los diarios

Apareció también de la red una figura llamada SEO (Search Engine Optimization). Dícese del experto en elegir las palabras clave para que las noticias de la web sean colocadas en las primeras posiciones en el motor de búsqueda de Google. Este es el primer objetivo al que las empresas periodísticas dedican sus mayores recursos. De repente, los periodistas cedieron la competencia de titular las noticias a un personaje llamado SEO. Y las pantallas de audiencias, clics y conversiones en tiempo real pasaron a ser el altar mayor del templo de los diarios. El lugar sagrado hacia donde se dirigen todas las miradas de los responsables de la redacción a todas horas. Si algo funciona, dale tralla. Si algo no funciona, por trascendente que resulte para la humanidad, bájalo. Para que funcione algo, cámbiale el título varias veces al día, que el público enseguida se cansa y exige novedades para seguir atento a la pantalla.

Los expertos en el periodismo digital y los gurús contratados por los medios para buscar nuevos modelos de negocio consideran a menudo que todas las reflexiones que alertan acerca de los riesgos de la revolución tecnológica para el ejercicio del periodismo son fruto de la romántica nostalgia de un mundo que ya no existe. El llanto por el final de una forma de hacer periodismo que ha de cambiar, sí o sí. Tal vez tengan razón. Lo que antecede es la realidad. Sin aditivos. Una realidad a la que estamos sometidos todos los periodistas, los de antes y los de ahora. Resistirse a los cambios es inútil. Pero, tal y como dice Morozov, no estaría mal “hallar la fortaleza y el coraje para liberarnos de la mentalidad del valle del silicio que nos hace ir en busca de la perfección tecnológica”, porque corremos el riesgo de encontrarnos con periodistas ayunos de razonamientos morales y medios de comunicación dirigidos por personas que únicamente piensan en la rentabilidad financiera. Es decir, no en el periodismo, sino en el algoritmo.