Elecciones y comunicación basura
Desde 2016, los procesos electorales han degradado hasta límites insospechados la calidad de la comunicación, entendida esta como transmisión de información y conocimiento.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS*
La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos en 2016 se produjo tras una campaña en la que la veracidad de los mensajes padeció hasta la agonía y la confrontación con el adversario se transformó en una indómita hostilidad que llegó a fomentar auténticas expresiones de odio. Fue esa campaña la que marcó un punto de inflexión en la relación entre los medios de comunicación y el poder emergente del populismo del candidato republicano, quien desplegó toda una cruzada contra los periódicos más acreditados y los digitales, radios y televisiones más solventes.
Trump destrozó con notable éxito la esencia de la función periodística, que consiste en la intermediación. Utilizó abusivamente las redes sociales para mantener una relación directa con sus electores potenciales, inaugurando una nueva etapa en la comunicación política caracterizada por la ausencia de reglas de compromiso, sin vigencia de elementales criterios deontológicos, e inició una deriva según la cual los periodistas resultamos, no solo innecesarios, sino también malignos, cómplices de los poderes ocultos, siervos del sistema, acríticos y mentirosos. Un amplio sector del electorado estadounidense “compró” a Trump esa estigmatización que se extiende ya por todos los países occidentales.
Unos meses antes, en el referéndum británico sobre la permanencia o salida del Reino Unido de la Unión Europea, eclosionaba la llamada “posverdad”, las versiones alternativas, y se iniciaba un nuevo paradigma de la comunicación: las noticias falsas, los bulos, las mentiras como herramientas de convicción. La veracidad, que no la verdad, se deducía no tanto de los hechos comprobables cuanto de las percepciones, en general emocionales, y la realidad política y social respondía mucho más a una composición individual y colectiva sentimental que a un análisis riguroso de los datos que proporcionaba. Muchos medios británicos –especialmente los que conectaban con las corrientes más reaccionarias, nacionalistas y populistas– secundaron acríticamente este deslizamiento de la comunicación electoral de la que luego parecen haberse arrepentido. La respuesta de los profesionales de la información y de los medios más conscientes del peligro que suponían estas prácticas, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, ha sido la fuerte emergencia del denominado periodismo de verificación, el cual ya no relata las noticias ni analiza los acontecimientos, sino que se dedica a chequear, simplemente, la verosimilitud de los discursos electorales encendidos y feroces y de afirmaciones tan contundentes como habitualmente hiperbólicas o directamente falsas.
La comunicación –la periodística especialmente, la que ha contribuido al arraigo de la democracia, la que ha conformado la “mediocracia” en el mejor de los sentidos– es transformativa en la medida en que generaliza el conocimiento cierto y lo socializa, facilitando que la condición ciudadana (aquella que se desenvuelve con un determinado nivel de discernimiento de las realidades políticas, sociales, económicas y culturales) no quede acaparada por los núcleos elitistas y las clases dirigentes. El periodismo, como fielato, como filtro, como intermediación, introduce –lo hacía y pelea ahora por seguir haciéndolo– valores añadidos en la comunicación, y no solo los que se refieren a la veracidad del relato, sino también a aquellos que conciernen a lo que se denominan “virtudes cívicas”. Pues bien, desde hace unos años –2016 fue irreversiblemente nefasto a estos efectos–, unos furiosos dirigentes políticos encuadrados en el populismo, sea de izquierdas o de derechas (si es que se puede admitir esa dicotomía), han entendido la comunicación periodística como un factor de estabilidad de las democracias liberales y, por lo tanto, de obstrucción a sus propósitos iliberales.
Preocupante contagio en España de las peores prácticas comunicacionales
Y en ese trance estamos también en España, en donde los dos últimos procesos electorales –los comicios generales del 28 de abril y los municipales, autonómicos y europeos del 26 de mayo– se han caracterizado por un preocupante contagio de las peores prácticas comunicacionales. Parece poco menos que irremediable que en los procesos electivos la transmisión de los mensajes se haya convertido en un ejercicio de impostura, un territorio en el que todo está permitido –la mentira y el insulto incluidos– y, a la postre, el espacio público de debate se haya convertido en un verdadero basurero cívico. Estamos ya en la fase, muy lamentable pero cierta, de la comunicación basura.
Tendríamos que reconocer que los medios y los periodistas –en muchas ocasiones, víctimas conscientes o viscerales de un sectarismo no menor que el de los partidos y los políticos– hemos sido sobrepasados por la energía sin freno de estos discursos enardecidos, en los que la ofensa al adversario, la mentira persuasiva, la apelación a la emoción y no a la razón, la transformación del ajeno en enemigo y del discrepante en disidente se han estandarizado como procedimientos dialécticos admisibles en el mercado político.
La autoridad de los medios y de los profesionales de la información ha entrado en una crisis en los términos, muy lúcidos, que describe Martin Gurri en la entrevista que Daniel Gascón le hace en el n.º 212 (mayo de 2019) de Letras Libres. El autor de The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millennium [La revuelta del público y la crisis de autoridad en el nuevo milenio] se refiere a la crisis de autoridad mediática (no de poder, cosa distinta) como un signo de los tiempos y subraya cómo los periódicos, las radios y las televisiones son menos creíbles que los nuevos caudillos. Alude Gurri a la “internetización” de la política en referencia a una forma descontrolada de conversación pública, con decibelios altos y siempre en riesgo de indignación. Es este un proceso que él califica como nihilista: “El nihilismo es agarrar un palo y romper cosas”.
La comunicación basura tiene siempre un propósito destructivo y potencialmente totalitario
Justo: una descripción exacta de lo que está ocurriendo. Porque la comunicación basura –ahora imperante– tiene siempre un propósito destructivo y potencialmente totalitario. Apostar por lo propositivo, la invitación a compartir puntos de vista contrarios o una actitud receptiva a los argumentos ajenos no son connotados ya como comportamientos o entendimientos integradores socialmente, sino como planteamientos débiles, faltos de convicción o de fundamentos frágiles. La comunicación civilizatoria, esa que establecía una relación discursiva entre los diferentes, apenas si existe y ha sido sustituida por una comunicación belicista, cargada de trampas torticeras, y profundamente lesiva, de tal manera que no se trata ya de vencer en el debate, sino de destruir al contrincante. Y en España, hemos entrado también en esa perversa dinámica en la que un presidente del Gobierno puede ser acusado de tener la “manos manchadas de sangre” sin que se conmuevan las conciencias individuales y colectivas de la ciudadanía.
Los medios y las instancias democráticas no han reparado en que las propuestas iliberales, filoautoritarias, restrictivas de los derechos y libertades, utilizan la madre de todas estas –la de expresión– para ampliar patológicamente sus fronteras y así convertir el debate público en una auténtica jungla. La libertad de expresión hace sinergia con otras, y en esa conjunción encuentra su sentido más radical. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado que la libertad de expresión (artículo 20 de la Constitución) “no ampara el insulto”. Sin embargo, circula con fuerte caudal la tesis de que el “insulto” es una categoría distinta a la “ofensa” y que esta libertad la acoge cuando se trata de una discusión de carácter político. Es indefectible: cuando se rebasa y se diluye la función mediática del periodismo en la comunicación política, se pervierte también la libertad de expresión, porque no se somete a códigos deontológicos. Y así, se provoca socialmente un efecto anestésico en el discernimiento sobre lo que es admisible y soportable en el juego dialéctico y lo que derrumba su calidad, convirtiendo el cruce discrepante de discursos en un espectáculo tabernario.
La pregunta es cómo revertir este estado de cosas. No hay, obviamente, una respuesta redentora; pero sí algunos apuntes de solución, que pasan por la rehabilitación de la función periodística, por la recuperación de la mediación, por el ejercicio del análisis crítico –y, por lo tanto, profesional y no sectario– de los acontecimientos, por el restablecimiento de un periodismo con conciencia pedagógica sobre los valores que debe incorporar una convivencia democrática. En definitiva, una parte de la respuesta a los iliberales, a los autoritarios, al acaudillamiento social que padecemos, el cual arrasa con los estándares de la democracia, se localiza en el regreso al buen periodismo, a la reivindicación de que la democratización de la información no consiste en la liquidación de los profesionales que se dedican a ella, a la apelación de que los medios y periodistas no solo relatan y analizan, sino que también son garantes de un recto ejercicio de la libertad de expresión. Hace falta para que esa reacción se produzca editores comprometidos con una concepción de la empresa informativa que vaya más allá del negocio y se conciba como un proyecto social y, asimismo, periodistas con capacidad para unir fuerzas en sus asociaciones en defensa de la profesión “más bella del mundo” y ahora, ante el vertedero en el que se ha convertido el mundo comunicacional, también la más necesaria en términos democráticos.