Durante estos casi tres años de guerra, la cobertura informativa del conflicto bélico ha variado notablemente en comparación con las primeras semanas, cuando los medios le dedicaban más espacio, pero las visitas al frente eran impensables. Poco a poco, conforme la atención bajaba, mejoraba el acceso al frente y a las historias. El ejército ucraniano ha ido abriendo la mano hasta permitir empotramientos incluso en primera línea, si bien el riesgo es muy elevado. El trabajo de campo, si ya era complicado en una guerra con 800 kilómetros de frente, se ha puesto mucho más difícil con la irrupción masiva de drones.
* ALBERTO ROJAS
Durante la primera semana de la invasión, cuando penetramos en tren en Ucrania desde la frontera polaca, nadie sabía cómo íbamos a trabajar en el interior, dónde estaban exactamente los rusos, cuánto tardaría en caer la capital y dónde podríamos encontrar un wifi decente.
Los vagones llegaban cargados de refugiadas con sus hijos, sus perros o sus gatos y en esos mismos vagones entramos los reporteros. Recuerdo que en la misma cola para acceder al tren estaba con tres portugueses de la agencia Lusa, dos británicas de Channel 4, un fotógrafo polaco y una compañera de Radio Nacional. Las autoridades ucranianas no sabían tampoco qué hacer con nosotros.
Las visitas al frente eran impensables, porque, en realidad, nadie sabía muy bien dónde estaba el frente aquellos días. En el tren, un modelo soviético que conoció tiempos mejores, los militares peinaron asiento por asiento en busca de espías rusos. Nuestros pasaportes fueron revisados a fondo. A los pocos días de aquella entrada, Kiev ya había abierto oficinas de prensa en casi todos lados, había facilitado una acreditación, unos horarios para comparecencias oficiales y varios teléfonos para peticiones de medios.
Aquella primera parte de la guerra fue una gran oportunidad para periodistas jóvenes y freelances que se lanzaron al enorme hueco que dejaron los grandes medios televisivos, algunos de ellos muy reacios a mandar a sus reporteros de plantilla. Varias
mujeres aprovecharon la oportunidad: Nuria Garrido, Sara Rincón y Laura de Chiclana irrumpieron en los informativos de las principales cadenas nacionales para informar en los momentos de mayor audiencia con la guerra. Todas ellas son hoy profesionales contrastadas y conocidas gracias a aquella apuesta valiente.
Poco a poco, el acceso a las historias mejoró, conforme los frentes se estabilizaron y Ucrania fue poniendo orden en el caos inicial. En cuanto las tropas rusas sufrieron sus primeras derrotas a las puertas de Kiev, las autoridades de prensa abrieron el grifo y fue posible visitar lugares como Irpín o Brovarí, primero para ver los corredores abiertos para la huida de civiles. Después, para documentar la pavorosa matanza de Bucha tan solo un día después de haber sido descubierta por el ejército ucraniano. El contacto directo de los reporteros con los vecinos de las víctimas (y las grabaciones de sus teléfonos) tumbó cualquier posibilidad de que la venenosa propaganda rusa impusiera su relato de que habían sido realmente los ucranianos los que habían disparado a los civiles para teatralizar una carnicería urbana.
Los rusos, desde el otro lado, nunca respetaron la labor de la prensa libre. La guerra en Rusia ha estado cubierta, en su mayor parte, por los llamados milbloggers, blogueros militares con permiso del Kremlin (seguidos por el propio Putin) para contar una versión edulcorada y fanática de su invasión, pero ni siquiera la prensa adicta al régimen, la única posible hoy en Rusia, tiene un acceso continuado a primera línea.
La guerra dejó de interesar de forma masiva cuando de verdad comenzamos a verla de cerca
La guerra genera enormes contradicciones. Los combates escalaban mes a mes; sin embargo, el interés informativo decrecía. En los primeros días de invasión, uno podía escribir tres páginas enteras en la edición de papel; un año después, tenías que pelearte por colar una historia cada tres días. En paralelo, conforme la atención bajaba, mejoraba el acceso. Los mismos oficiales de prensa que te negaban hacer tal o cual tema meses atrás y te impedían tomar fotografías de militares ahora te gestionan las solicitudes a gran velocidad. Pasábamos del “no se puede” a “trabajamos mañana”. De repente, no solo retratabas y entrevistabas a militares ucranianos, sino que podías meterte en su intimidad, comer con ellos, viajar en blindados, acompañarlos a sus posiciones, verlos sufrir y morir en un hospital de campaña. La guerra dejó de interesar de forma masiva cuando de verdad comenzamos a verla de cerca.
Desde el principio, pudimos comprobar que, para los rusos, nuestros indicativos de press eran solo una diana. Pierre Zakrzewski, reportero de guerra de la cadena Fox, y Oleksandra Kuvshinova, su productora, murieron acribillados a balazos sobre un puente cuando mostraban sus credenciales con las manos arriba. Fueron de los primeros periodistas en morir y después llegarían muchos más. Del otro lado también murieron blogueros militares enrolados junto a las tropas de la Z, pero en este caso no podemos hablar de reporteros.
Con el transcurrir del conflicto se han creado dos Ucranias con vidas muy diferentes. En el oeste del país, aunque afectado por el conflicto, la población puede disfrutar de una seminormalidad solo rota por los bombardeos nocturnos cada vez más frecuentes. En el extremo occidental del país, la bellísima Lviv aparece como un refugio alejado de la guerra donde disfrutar de cafés y restaurantes, aunque Putin lo ha atacado en numerosas y sangrientas ocasiones con sus misiles de largo alcance.
Pero más allá de la vida en Kiev, entramos en la segunda Ucrania, mucho más expuesta según nos acercamos al este del país. Durante los primeros meses, los reporteros nos alojamos en hoteles en Zaporiyia, Járkiv o Kramatorsk. La prensa se establecía durante semanas allí y tenía la posibilidad de tomar cerveza en el bar del hotel, aunque hubiera toque de queda. Hoy esos hoteles ya no existen, fueron destruidos por Rusia y son pocos los que aún se arriesgan a dormir en establecimientos públicos. La mayoría ya lo hacemos en apartamentos privados, lo que nos iguala al resto de la población de esas ciudades en la lotería macabra de la caída de misiles rusos.
La supervivencia en las ciudades a unos 30 kilómetros del frente es cada vez más precaria. No solo las atacan a diario con
misiles y bombas guiadas, sino que casi no quedan restaurantes abiertos para comer y uno debe acostumbrarse al “menú de gasolinera”. Muchos periodistas deben permanecer semanas a base de perritos calientes y chocolatinas, donde antes había pizzerías y locales de comida tradicional. El ataque a la pizzería Ria, en Kramatorsk, durante el verano de 2023, que dejó más de 50 muertos civiles, entre ellos la activista ucraniana Victoria Amelina, dejó claro que Putin no quería testigos de su guerra imperial en el Donbás.
Hay que tener claro que acompañar a militares te convierte en un objetivo legítimo del enemigo
El trabajo de campo, si ya era complicado en una guerra con 800 kilómetros de frente y miles de bocas de cañón de todos los calibres abriendo fuego 24 horas los siete días de la semana, se ha puesto mucho más difícil con la irrupción masiva de drones. Los hay de todo tipo y todos son letales a su manera. Los drones espía sobrevuelan con su gran ojo electrónico muchos kilómetros en el interior de las líneas enemigas mostrando cada movimiento de cada vehículo. Los drones suicidas se lanzan contra cualquier cosa que no sea capaz de ir más rápido de 90 kilómetros por hora, que es la velocidad que alcanzan. Los lanzadores de granadas son aún peores.
Acceder al frente en un coche particular es una idea de locos. En el caso de que los ucranianos lo permitan y dejen atravesar los últimos checkpoints en solitario, nos expondremos a un ataque de estos terrores tecnológicos o un accidente por ir demasiado rápido en carreteras ya muy afectadas por la guerra o caminos llenos de minas. Lo normal hoy es acceder con una unidad militar durante unas horas. El ejército ucraniano posee antenas inhibidoras de frecuencia en sus coches para cortar la señal de los drones, pero no siempre funcionan. Hay que tener claro que acompañar a militares te convierte en un objetivo legítimo del enemigo y hace que compartas su suerte, si bien a veces no hay otra manera de trabajar y debemos asumir ciertas ventanas de riesgo.
El ejército ucraniano ha ido abriendo la mano mes a mes hasta permitir empotramientos incluso en primera línea, con 24 horas de misión (se accede de noche y no se vuelve hasta la noche siguiente) en trincheras batidas por el enemigo. El riesgo es muy elevado y cada profesional debe medir su tolerancia al miedo y si tal peligrosidad le compensa.
No todos los reporteros estarán de acuerdo con mis palabras, pero la profesionalidad de los oficiales de prensa del ejército ucraniano ha evitado males mayores. Muchos profesionales, por aquello de llegar más lejos o más rápido que el resto, han estado a punto de pagarlo con la vida en varias ocasiones.
El ejército ha tratado de controlar a los periodistas para evitar que nos maten y que publiquemos imágenes de posiciones militares sensibles
El ejército ha tratado de encontrar la manera de controlar a los periodistas y los lugares por los que se mueven. No solo para evitar que nos maten, sino para que no publiquemos imágenes que puedan delatar posiciones militares sensibles. En una guerra, ese esfuerzo tiene lógica, porque mostrar, por ejemplo, dónde está un hospital de campaña, o una base de pilotos de drones, o un puesto de artillería, ya sea en un periódico o en un vídeo de Instagram, conlleva directamente su destrucción inmediata y la muerte de personas. El ejército ucraniano suele exigir fotografías cerradas, en las que no se aprecie el horizonte o algún aspecto que sea geolocalizable. Una de las condiciones para conseguir un acceso es mostrar las imágenes al oficial de prensa antes de que se publiquen para evitar precisamente eso. Generalmente, las imágenes que vetan son las que muestran la línea del horizonte.
Ucrania puso en marcha a finales de 2022 un sistema de colores para diferenciar zona verde (accesible con libertad), zona amarilla (accesible con permiso y acompañamiento militar) y zona roja (acceso prohibido). En realidad, el sistema, aplicado para un frente de 800 kilómetros, nunca ha funcionado del todo bien. Algún press officer que nos acompañó en zonas liberadas de Jersón no sabía si era amarilla o roja, aunque decía: “No pasa nada, porque venís conmigo”. Las aldeas que visitamos estaban llenas de minas sin marcar, bombas trampa y explosivos sin detonar. La peligrosidad era evidente, nadie tenía el control del lugar y aún no existía autoridad alguna más allá de los pocos lugareños que se atrevían a volver a pocos días de la huida de las tropas rusas.
La paranoia sobre la toma de fotografías sensibles ha sido relativa, algo mayor en lugares tan militarizados como el Donbás; pero, en general, la acreditación oficial ha funcionado para evitar detenciones y malos rollos. La actitud general del militar ucraniano ha sido correcta con nuestro trabajo y el que no quería fotos se limitaba a decirlo o a subirse la braga del cuello para no ser reconocible.
La convivencia con periodistas locales ha sido constante y positiva. Muchos profesionales ucranianos han terminado como fixers o “fijadores al terreno” de reporteros extranjeros. En mi caso, el periodista Viktor Kolomiiets me ha acompañado en diez de los 12 viajes y se ha convertido en un actor imprescindible para mi trabajo, ya sea con la producción de reportajes, la traducción al ucraniano o ruso e incluso como “conseguidor” de cosas inencontrables para cualquier otro. Es habitual que el acceso a una zona militar se comparta con algún equipo de radio o televisión de Ucrania. Sus profesionales hablan inglés, tienen experiencia y compartir ese rato con ellos resulta siempre enriquecedor.
Todos los que hemos cubierto este infierno esperamos que el final llegue cuanto antes, también en lo personal, como una manera de cerrar una experiencia extrema, si bien seguiremos acudiendo allí el día después de que se dispare el último cañonazo.
Contenido relacionado:
- Carta a los Lectores: "De la precariedad y la salud mental de los periodistas a los efectos de la IA", por José Francisco Serrano Oceja
- "Los periodistas en Gaza y el Líbano, entre el riesgo mortal y la lucha por la verdad", por Ethel Bonet
- "La guerra contra la prensa y la democracia en América Latina", por Rosental Calmon Alves
- "La derrota de los grandes medios en las elecciones de EE. UU.", por Felipe Sahagún
- "Debilidades y oportunidades del plan de medios del Gobierno", por Isabel Fernández Alonso
- "Prevenir la captura de los medios en Europa: disposiciones de la EMFA sobre la propiedad de los medios y la publicidad estatal", por Adriana Mutu
- "La ignorada amenaza a la sostenibilidad de los medios: la salud mental de los periodistas", por Mar Cabra y Aldara Martitegui
- "La IA y el periodismo: una nueva era de cambios operativos y productivos", por Juan Carlos Mateos Abarca
- "La respuesta a las amenazas híbridas: El caso de la desinformación. La prensa", por Federico Aznar Fernández-Montesinos
- "Huecos para el riesgo y la innovación: proyectos periodísticos más allá de la politización editorial", por Emilio Doménech