Periodismo de riesgo
Hace algunos años, el médico y divulgador británico Ben Goldacre se burlaba del periódico sensacionalista Daily Mail contando que se había embarcado en un proyecto filosófico de proporciones heroicas, revisando cuidadosamente todos los objetos inanimados del mundo, y clasificándolos en dos grupos: los que causan el cáncer y los que lo curan[1].
Sin llegar a esos extremos dignos de parodia, sí que es cierto que casi a diario encontramos en nuestros medios noticias relacionadas con los comportamientos, aparatos, sustancias y comidas que nos pueden ayudar a evitar enfermedades, o que pueden favorecerlas. Típicamente, nos dicen que “dormir más de ocho horas incrementa el riesgo de enfermedad cardiovascular y muerte”, que “comer hongos reduce el riesgo de cáncer de próstata”, que “el cinturón de seguridad reduce a la mitad el riesgo de muerte en accidentes” o que “el ácido fólico reduce el riesgo de ictus e infarto”.
Tal vez sea inevitable que el lector superficial, que no pasa de los titulares, se quede con una mareante impresión de que todo lo que hacemos o comemos causa o previene alguna enfermedad o lesión (aunque no siempre sea cáncer). Pero es más preocupante que muchas veces incluso el lector cuidadoso y atento no encuentre en esas noticias la información suficiente para hacerse un juicio sensato sobre si el comportamiento o el alimento en cuestión representa un peligro alarmante, o un beneficio extraordinario, o si el perjuicio o la ventaja que se derivan de ellos son más bien pequeños y remotos. En el primer caso, nos podemos plantear cambiar nuestros hábitos, y en el segundo, podemos seguir más o menos tranquilamente con nuestras vidas. Por eso sería deseable que estas noticias fueran mucho más claras que las que normalmente nos encontramos.
Un problema tiene que ver con la falta de detalles sobre el comportamiento que supuestamente causa un riesgo o lo reduce
Los problemas son de varios tipos. Uno tiene que ver con la falta de detalles sobre el comportamiento que supuestamente causa un riesgo, o lo reduce. Así, por ejemplo, se nos dice que “fumar aumenta el riesgo de esquizofrenia”, sin que el lector de la noticia pueda averiguar si ese riesgo aparece en todos los fumadores, incluso en los más ocasionales, si se manifiesta solo a partir de un cierto número de cigarrillos diarios y años como fumador, si crece de manera más o menos lineal con la frecuencia del consumo o si lo hace muy aceleradamente a partir de un cierto grado de tabaquismo. Quizás como fumar es malo por tantas razones nos puedan parecer detalles innecesarios, y podemos perdonar la falta de precisión, ya que el mensaje que debe quedar claro es que hay que dejar de hacerlo. Pero sería deseable que todas las piezas de este tipo dejaran clara la cantidad o frecuencia del comportamiento que causa la caída o subida del riesgo.
La contrariedad más importante, sin embargo, es la frecuente falta de claridad sobre la magnitud del aumento o la reducción del riesgo que se produce con tal actividad o con cual alimento. A su vez, esta imprecisión tiene varias modalidades. La más rotunda es la de las noticias que directamente omiten cualquier referencia al tamaño del riesgo en juego. Por ejemplo, así sucedía en la noticia sobre el tabaco recién mencionada, que publicaron varios medios españoles, y en la que simplemente se decía que los fumadores tenían un mayor riesgo de depresión y esquizofrenia, sin más precisiones. De nuevo, si sirve para que la gente se asuste (aún más) y lo deje, pues tal vez podamos darle un pase. Pero, como norma general, construir una noticia sobre una afirmación tan vaga no resulta defendible. De forma que no debería ser aceptable que se publique una pieza titulada “La dieta occidental incrementa el riesgo de padecer alzhéimer”, sin que haya en ella ningún atisbo del tamaño de ese incremento (que sí se incluía en los resúmenes publicados sobre el estudio que lo afirmaba).
La contrariedad más importante es la frecuente falta de claridad sobre la magnitud del aumento o la reducción del riesgo
No obstante, esta total ausencia de cuantificación del aumento o disminución del riesgo no es lo más habitual. Lo más común es que sí aparezca la magnitud del cambio, pero de una forma que no es necesariamente la más comprensible. Veamos algunos ejemplos. Según la web de una radio española, tener sobrepeso antes de los 40 años aumenta el riesgo de cáncer. Más concretamente, el riesgo crecería, entre otros, en el cáncer de endometrio (un 70% más), el tumor de células renales (58% más) y el de colon (29% más). Asimismo, un periódico nos contaba que una dieta rica en fibra y yogur disminuye el riesgo de cáncer de pulmón en un 33% (comparando los que consumían más fibra y yogur con los que menos lo hacían). Muchos periódicos se hicieron eco hace ya algunos años de la declaración de la Organización Mundial de la Salud que consideraba que el consumo de carnes rojas y carnes procesadas causaba un aumento del riesgo de cáncer de colon, que se estimaba en un 17% para las primeras y un 18% para las segundas por cada 50 gramos diarios de consumo medio. Siguiendo con el cáncer (parezco el Daily Mail), otra noticia contaba que consumir 100 mililitros diarios de bebidas con azúcar, incluyendo zumos de frutas naturales, representaba un aumento del riesgo del 18% de tener algún tipo de cáncer. Dejando ya de lado los tumores, podemos encontrar noticias como las que daban muchos medios sobre un estudio hecho en Barcelona que había encontrado que la exposición a un alto nivel de ruido incrementa un 30% el riesgo de sufrir un ictus más grave (de entre aquellas personas que tienen un incidente cardiovascular).
Todas estas piezas parecen informar satisfactoriamente sobre el incremento o la disminución de la probabilidad de padecer diferentes enfermedades. En varios de los casos, aunque no todos, se identifican con cierta precisión la “dosis” de la actividad peligrosa en la que habría que incurrir para experimentar el mayor o menor riesgo (50 gramos diarios de carnes rojas o procesadas, 100 mililitros de bebidas con azúcares). Parece a primera vista una información adecuada. Pero si lo pensamos un poco, nos damos cuenta de que hay un problema: no sabemos cuánto de peligroso es realmente comer 50 gramos de carne roja o procesada (más) al día, porque no sabemos cuál es el riesgo que tendríamos de contraer cáncer de colon si no consumiéramos esa cantidad de carne. Dicho de otra forma: el riesgo de padecer cáncer de colon es una tasa que se expresa típicamente en tantos por cien, por mil, por cien mil... en un cierto tramo de edad, antes de una determinada edad o en cualquier momento de la vida. Por tanto, el crecimiento del riesgo, del 17%, por consumir una media de 50 gramos de carnes rojas al día es un porcentaje sobre otro porcentaje. El riesgo verdadero por comer esa cantidad de carne es el resultado de multiplicar el 17% (o 0,17) por el riesgo base de padecer ese cáncer que tienen las personas que no comen carnes rojas o procesadas. Si ese riesgo base fuera, imaginemos, un 20% a lo largo de la vida, el incremento del 17% implicaría un riesgo extra del 3,4%. Si ese riesgo base fuera en cambio de un 5%, el incremento del 17% representaría un riesgo extra de 0,85%.
Trasladado a un lenguaje más cercano, en el primer caso, por cada 1.000 personas que consumieran una media de 50 gramos de carne roja a lo largo de su vida, tendrían cáncer de colon 34 más que si no consumieran esa carne. En el segundo caso, lo tendrían ocho o nueve más. Expresado así, el aumento del 17% se entiende mucho mejor. Pero también se da uno cuenta de que, sin saber cuál es el riesgo base de las personas que no comen carne, no beben bebidas azucaradas, no tienen sobrepeso o no están expuestas al ruido fuerte, no podemos saber si los aumentos del riesgo de los que hablaban las noticias correspondientes son muy serios y alarmantes o, más bien, algo con lo que podemos convivir sin preocuparnos demasiado.
Así pues, el estándar de referencia de una pieza periodística sobre el riesgo o los beneficios de comer ciertos alimentos, o de realizar ciertas actividades, debe incluir tres valores numéricos: cuál es el riesgo base cuando no se realiza esa actividad o ese consumo, cuál es el cambio relativo del riesgo (respecto al riesgo base) y cuál es, en consecuencia, el riesgo extra o el riesgo eliminado en porcentaje de la población (o si el riesgo es muy pequeño, en tantos por mil, cien mil o millón de personas).
No hay muchas informaciones que cumplan del todo el estándar de referencia de una pieza periodística sobre riesgos
No hay muchas informaciones que cumplan del todo este estándar. Como hemos visto, algunas (pocas) informaciones no dan ninguno de esos tres valores. Otras muchas, la mayoría probablemente, dan solo el segundo de ellos: el cambio relativo del riesgo respecto al riesgo base, dejándonos sin saber realmente cuál es el riesgo extra que asumimos por comer carne roja o el riesgo eliminado por tomar mucha fibra y yogur.
Otras noticias se quedan un poco a medias, dando varias de estas cifras u otras relacionadas, pero no la tercera, que es en realidad la más importante, aunque a veces se puede deducir de números que sí se presentan. Por ejemplo, varios medios españoles publicaron recientemente la noticia de que una gran investigación relacionaba comer setas y hongos con un menor riesgo de desarrollar cáncer de próstata. El estudio se había hecho en Japón con unos 37.000 hombres, a los que se había hecho el seguimiento en dos grupos, durante 13 años en un caso y 25 en el otro. En ese periodo, un 3,3% había desarrollado cáncer de próstata. La reducción del riesgo derivada de comer setas u hongos una o dos veces por semana, independientemente de la cantidad de frutas y verduras, o de carne y productos lácteos consumidos, era de un 8%. Ninguno de los textos publicados pasaba de aquí, quizá porque el 3,3% no era realmente una tasa de riesgo base, sino la tasa de riesgo total en toda la población estudiada (y, además, en dos periodos de tiempo diferentes). Pero aún así, se puede hacer un cálculo aproximado de que una disminución del riesgo del 8% de algo que se da en un 3,3% de los casos estudiados durante un periodo de tiempo de al menos 13 años supondría un riesgo eliminado en torno a un 0,25%. O en otras palabras, de cada 400 hombres que consumen setas u hongos una o dos veces por semana, uno de ellos evitaría el riesgo del cáncer de próstata.
Un caso similar, pero aún más simple de calcular, se daba en las noticias que recogían a principios de 2019 un estudio según el cual “el deporte intenso incrementa el riesgo de sufrir muerte súbita”. Varios medios dieron cuenta de esa investigación aclarando que el riesgo era en ambos casos muy bajo: 0,75 por 100.000 en personas que no hacen deporte intenso y 1,6 por 100.000 entre los que sí lo practican. Haciendo una simple resta, se ve que el riesgo extra por hacer ejercicio físico intenso es de 0,85 casos por 100.000 habitantes. Literalmente, es más probable ganar el premio gordo de la lotería de Navidad que sufrir una muerte súbita por realizar actividad física vigorosa. Pero curiosamente, hasta donde yo he visto, los medios que recogieron la noticia no llegaron a expresar el riesgo extra de esa manera tan simple: menos de 1 de cada 100.000 personas. Al menos, es de agradecer que ninguno de los medios decidiera titular con el cambio relativo: “El deporte intenso duplica el riesgo de muerte súbita”. Y si la noticia diera solo ese cambio relativo, como las que hemos visto más arriba, pero no explicara que la duplicación consiste en pasar de 0,75 por 100.000 a 1,6 por 100.000 estaríamos ante un caso claro de sensacionalismo alarmista, digno tal vez de esos medios parodiados por Ben Goldacre y sus simpatizantes.
En todo caso, cuesta bastante encontrar noticias que digan expresamente cuál es el riesgo extra o el riesgo eliminado. No he hecho un análisis cuantitativo y sistemático, desde luego; pero, entre las que he ido encontrando para preparar este artículo, solo apareció una que lo indicaba expresamente. Se trataba de una noticia sobre el uso del ácido fólico como tratamiento complementario a los medicamentos para la hipertensión y su éxito en la reducción de los casos de ictus e infartos de miocardio, que se expresaba así: “Durante aproximadamente cuatro años y medio, 282 personas (el 2,7%) del grupo con ácido fólico y enalapril sufrieron un primer episodio de ictus, comparado con los 355 casos entre quienes solo tomaban enalapril (3,4%). Una diferencia de 0,7 puntos”. Más adelante, se decía sobre el infarto de miocardio que “la disparidad de casos en ambos grupos es de 0,8% (3,1% en el grupo del ácido fólico frente al 3,9% entre quienes solo recibían enalapril)”.
Ya ven qué sencillo. “Una diferencia de 0,7 puntos” es solo una frase de cinco palabras (o siete, al leerlas). Pero ayuda mucho a la comprensión. Imagino que muchos periodistas no se atreven a escribirlas si la fuente original no se las suministra. No obstante, deberían hacerlo para reducir –disculpen el juego tonto de palabras– el riesgo de que sus lectores u oyentes les interpreten mal.
1 La página web https://kill-or-cure.herokuapp.com/ siguió la broma de Goldacre recopilando una larga lista alfabética de productos que, según el periódico, podían causar o prevenir el cáncer (¡o ambas cosas!)