23/10/2018

Sobre la exigencia de titulación y colegiación

La monserga de la titulación obligatoria

Escrito por Fernando González Urbaneja

El autor aborda el debate sobre la exigencia de titulación específica y obligatoria, así como de colegiación, para el ejercicio profesional del periodismo.


FERNANDO GONZÁLEZ URBANEJA*

A la voz “monserga”, la cual sospecho que suena poco amable, el diccionario otorga el significado de “lenguaje confuso o embrollado” y “exposición o petición fastidiosa o pesada”. Y ambas me valen para abordar el debate sobre la exigencia de titulación específica y obligatoria para el ejercicio profesional del periodismo. Anticipo, aunque quizá no haga falta, que no soy partidario de ello, lo cual es de sobra conocido por los que más activamente participan en el debate; pero eso no debe ser óbice para acercarme a la polémica con espíritu conciliador y respetuoso, porque entiendo que, si bien el objetivo es imposible y el debate poco útil, merece la pena exponer los argumentos y tratar de encauzar la cuestión, incluso superarla, para poder dedicar las energías a otros objetivos más urgentes, posibles y provechosos.

Para algunos, más o menos cercanos a las preocupaciones de los periodistas, puede parecer un debate escatológico, nominalista y fuera de tiempo y lugar. No obstante, es un debate real que ocupa tiempo en las facultades de Periodismo y en las organizaciones profesionales. No hay asamblea de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) y de no pocas (no todas) asociaciones, colegios o equivalentes que no dedique tiempo a este debate, con la creencia de que es uno de los problemas de la profesión. Dicha creencia les lleva a imaginar que si se impusiera la titulación obligatoria mejoraría la calidad del periodismo, evitaría excesos y contribuiría a ganar autoestima, prestigio y buena reputación, todo lo cual es muy loable.

No hay ninguna evidencia empírica a favor, ningún caso real y práctico de país en el que esa exigencia haya producido el bien pretendido

Si así ocurriera, si se alcanzaran esos objetivos con la titulación obligatoria, merecería la pena trabajar y presionar para conseguirla, pero no hay ninguna evidencia empírica a favor, ningún caso real y práctico de país en el que esa exigencia haya producido el bien pretendido. Más aún, es un debate que no existe en los países en los que el ejercicio del periodismo se produce con mayores cotas de libertad, responsabilidad e influencia.

Sin embargo, en nuestras facultades de Periodismo, muchas y numerosas en alumnos, la titulación obligatoria forma parte de los tópicos, de las verdades reveladas y compartidas. Sostienen que el “intrusismo” es el problema que condena al paro o la precariedad. La tesis está extendida en las universidades, entre alumnos y profesores. La he escuchado en numerosas ocasiones y no han gustado mis argumentos en contra de la misma. Por ejemplo, que califique de patraña el concepto de “intrusismo”. Acepto que la palabra “intruso” es concluyente y contundente y que va muy bien para establecer una proposición no discutible. No obstante, en periodismo tenemos el deber de utilizar las palabras con propiedad, en su auténtico significado, evitando las monsergas.

El significado de “intrusismo” es preciso: “ejercicio de actividades profesionales por persona no autorizada para ello” (DRAE). Y con ese significado, utilizar esa palabra con respecto al ejercicio del periodismo es incorrecto, ya que no existe autorización previa. Podríamos hablar de “intrusismo” una vez que estuviera en vigor una norma que obligue a una acreditación y colegiación previas para ejercer el periodismo, como existe, por ejemplo, en la medicina y en algunos ámbitos de la abogacía. Pero no existe esa norma y, por tanto, el uso de la voz “intrusismo” es incorrecto, abusivo.

Sospecho que, aunque no sea la intención de cuantos lo sostienen, se trata de un atajo para identificar y endosar el problema de las dificultades y miserias de la inserción y el desempleo de los periodistas, sin reparar en otras causas de más fuste. Una tentación para huir del fondo del problema, que es mucho más complejo y que puede incluso llevar a replantear la naturaleza y función de las propias facultades.

Y con ese argumento, no estoy contra las facultades de Periodismo, todo lo contrario. Creo que, ya que existen, hay que darlas contenido y alcance; que es mucho lo que pueden aportar a la profesionalización y a la buena reputación de los periodistas. Sin embargo, el camino no va por la colegialización y la titulación obligatorias. Aunque esta sea materia para otro artículo más extenso y polémico, apunto que de las facultades tendría que salir un cuerpo de doctrina sobre la deontología de la profesión mucho más elaborado: una panoplia amplia de trabajos de calidad sobre la naturaleza, la historia y el desempeño del periodismo.

A las facultades, y a la profesión, les vendría muy bien una cooperación e imbricación mucho más estrechas para compartir teoría y práctica, experiencia y reflexión. Nos hubiera ido mucho mejor si las facultades, en vez de proponer una carrera asequible, muy generalista y abierta, con el resultado de un título con valoración modesta (una carrera fácil y bonita), hubieran conseguido una titulación exigente, de alta calidad y valoración. Y así, finalmente, ofrecer titulados muy cualificados, no solo para el ejercicio del periodismo, también para otras actividades profesionales que requieren altas capacidades de comprensión, de empatía personal y social, de expresión y de síntesis. Facultades que enseñen a escribir, a expresarse, a entender, a distinguir y a valorar. La realidad es que tenemos muchas facultades, muy demandadas y pobladas, que sirven para montar dobles titulaciones más o menos ingeniosas, las cuales, en el fondo, son artimañas de marketing o procedimientos para extender un año adicional de créditos con matrícula.

Pero volvamos a la titulación y la colegiación obligatorias. Se trata de una aspiración y una reivindicación que algunas asociaciones profesionales han llevado a sus estatutos, de manera que no admiten a nadie que no acredite la titulación. No les preocupa que no acredite también el ejercicio profesional. Consideran que el ejercicio llega después, que la titulación es la antesala del ejercicio profesional.

Las estimaciones sobre empleo periodístico apuntan a un 'stock' de 25.000 puestos de trabajo

La realidad es que, desde que existen las facultades de Periodismo (desde 1976), los licenciados, graduados, con másteres o doctores alcanzan la cifra de 100.000 personas con la titulación de Periodismo (sin contar Comunicación Audiovisual, en la que buena parte de los alumnos también quieren ejercer el periodismo). Las estimaciones sobre el empleo periodístico apuntan a un stock de 25.000 puestos de trabajo, dos tercios en tareas de redacción y un tercio en funciones de comunicación (gabinetes de prensa y asimilados), sobre cuya naturaleza periodística no quiero abrir ahora debate, pues merece una pieza separada para la que ya disponemos de literatura, doctrina y bibliografía.

La asimetría entre titulados y ejercientes es abrumadora, y debería llamar a la reflexión. No soy de los que consideran que la universidad debe estar plenamente conectada con el mercado de trabajo, con las profesiones para las que prepara, pero tampoco puede vivir aislada de la realidad, por respeto a los estudiantes y al sentido común. No me gustan los numerus clausus que limitan la libertad de elección de los estudiantes, si bien tampoco las fantasías que inducen a error a los chicos. Los estudiantes se matriculan en Periodismo para ser periodistas; si luego solo el 25% llegan a la profesión, algo está mal montado y convendría revisar el modelo, los incentivos y las advertencias.

La titulación y la colegiación obligatoria interesa en las facultades y en las organizaciones profesionales, pero los editores no se sienten concernidos y consideran que se trata de una antigualla restrictiva que perjudica su libertad de contratar y que conspira contra la calidad del periodismo. Nunca se han sumado a esa reivindicación, y cuando han considerado conveniente impugnarla, lo han hecho. Y esto es un dato relevante, ya que, si los editores están en contra, será difícil conseguir una norma de ese calado. La complicidad de los editores me parece muy conveniente, casi imprescindible, condición necesaria, aunque no suficiente. 

Ni la legislación española ni la europea están en favor de modelos “obligatorios”

Tampoco la legislación general está en favor de modelos “obligatorios”, ni en España ni en Europa. Las directivas europeas sobre profesiones son exigentes y restrictivas; de hecho, están definidas las profesiones reguladas o regulables y en ningún caso figura el periodismo. Ni figura, ni ha estado en la lista de las posibles. De manera que la reivindicación va contra corriente, sin audiencia en los foros que deben posibilitarla.

Nuestra Constitución de 1978 complica la pretensión, precisamente una de las Constituciones más amables y sensibles al periodismo, con su ejemplar artículo 20, que establece sin fisuras las libertades de expresión y de información y nos honra con dos derechos-deberes de calado: el secreto profesional y la cláusula de conciencia. Pues esa Constitución –a pesar del artículo 36 sobre colegios profesionales, atribuido a los desvelos del protodecano de los abogados, Antonio Pedrol Rius, que reza: “La ley regulará las peculiaridades propias del régimen jurídico de los colegios profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas (…)”– antepone la libertad a la obligatoriedad en el ejercicio de la profesión. Ello no es óbice para la dificultad que entraña definir quién es periodista con los derechos-deberes antes referidos.

Cuando en el Parlamento debatieron ese extremo concluyeron que lo mejor era aplicar la doctrina Antonio Fontán: ¿periodista?, “algo difícil de definir, pero que todos sabemos”. O la de Manuel Martín Ferrand: “alguien que cree serlo, que ejerce como tal y que alguien (el editor) le paga por ello”. Ambas definiciones pueden ser irritantes para algunos por insuficientes, pero sitúan el marco con realismo. Trasladar al editor, al que contrata y paga, la carga de la prueba de la condición de periodista quizá no sea ni satisfactorio ni estimulante, si bien la otra alternativa, la titulación y colegiación obligatoria, lo es menos y, además, no es posible. Ello nos lleva a la tesis que se atribuye a Ortega: “los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía”.

La titulación está ligada al procedimiento de acreditación, incluida la colegiación. Los títulos los expiden las universidades en las que se cursaron y superaron las pruebas necesarias para alcanzarlos. Las universidades españolas cuentan con un buen sistema de emisión, custodia y acreditación de títulos, los cuales, en algunas ocasiones, hay que mostrar como prueba fehaciente, mediante título original o testimonio oficial del mismo. Las organizaciones profesionales, asociaciones o colegios suelen exigir la presentación de ese título a la hora de afiliar. Asimismo, suele requerirse en algunos concursos u oposiciones para obtener empleos públicos y privados.

Los colegios profesionales cumplen una función acreditativa del cumplimiento de los requisitos académicos y profesionales para el ejercicio de la profesión, habilitan para trabajar. En el caso de los periodistas, las asociaciones proporcionan a sus afiliados un carné de prensa que carece de carácter oficial desde hace años, aunque sirve como equivalente acreditativo y distintivo. Hubo un tiempo, durante el franquismo, en el que el desarrollo reglamentario de la ley de prensa (ley de guerra de 1938) estableció un Registro Oficial de Periodistas (ROP), copiado del modelo fascista italiano, gestionado por el Ministerio de Propaganda (luego, Información), el cual se estrenó otorgando sus primeros carnés a Franco y a sus ministros Serrano Suñer y Arias-Salgado. 

Previamente, desde 1930, existió un Censo Profesional de Periodistas, creado por el Comité Paritario de Prensa (editores y periodistas), al que se incorporaban periodistas con contrato de trabajo como tales.

La inclusión en el ROP de 1938, al que se accedía por titulación en la Escuela Oficial o por la llamada “tercera vía” (ejercicio profesional acreditado), era condición necesaria para el ejercicio profesional. Pero no sirvió para limitar su acceso, ya que la profesión de periodista suele ser más esquiva y difusa de lo que establece un requisito administrativo. La FAPE ejerce como depositaria de ese ROP y de los correspondientes expedientes.

A principios de 1982, decayó el ROP, aunque la FAPE ha mantenido vivo el carné y el registro (ahora llamado Registro Profesional de Periodistas –RPP–) con la serie numérica inaugurada por Franco en 1938. Mi carné, emitido en octubre de 1972, lleva el n.º 5.554 y los que ahora facilita la FAPE andan por el 25.000. El carné permite lucir de periodista. Las asociaciones de prensa, que recuperaron el carácter privado (como lo fueron en su origen a finales del siglo XIX, conforme a la liberal Ley de Asociaciones de 1887), exigían para afiliarse que, además del título, se acreditara la nómina en un medio informativo. Es decir, requerían que el titular del carné demostrara que vivía del ejercicio profesional. Mi afiliación a la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) se produjo dos años después de la obtención del carné de la FAPE, una vez alcanzado un contrato estable en una redacción. Son datos para ilustrar el debate.

El ROP oficial quedó en vía muerta tras la Constitución de 1978, que imponía eliminar el carácter administrativo/gubernamental del periodismo. La Constitución reconoce el periodismo en libertad, ya lo he comentado, como ninguna otra ley lo hizo nunca en España y en otras democracias; pero, igualmente, consagra la libertad para el ejercicio del  periodismo. Por ello, cuando se creó el primer colegio profesional, en Cataluña, sus promotores renunciaron a la pretensión de la colegiación obligatoria como requisito previo al ejercicio profesional cuando el defensor del pueblo (Joaquín Ruiz-Giménez, catedrático de Derecho y periodista titulado por obligación para ejercer como director de Cuadernos para el Diálogo) advirtió que recurriría ante el Constitucional la colegiación y titulación obligatoria. La ley de creación del colegio catalán se sometió a esa mutilación de lo que era, para algunos, la justificación del propio colegio. 

Sin la responsabilidad de habilitar el colegio, se convertía en lo que algunos llaman colegio impropio, es decir, que se llama colegio, porque nace por una ley, pero que no es lo que se entiende por colegio típico. Con ese precedente, la transformación de las asociaciones en colegios perdió interés y pasaron años hasta que el Gobierno gallego aprobó la segunda ley de creación de un colegio de periodistas, también impropio. Al interés de los periodistas por disfrutar de un colegio, que parecía añadir un plus a las asociaciones tradicionales, se unió la de los Gobiernos más autonomistas, que quieren extender sus competencias y ser amable con los periodistas.

Durante mi etapa al frente de la FAPE y de la APM, animé la creación de colegios (aunque fueran impropios), sin que ello fuera en demérito de las asociaciones. Estimé que disponer de más recursos organizativos podía contribuir a ganar capacidad reivindicativa. También me animó que en las insistentes conversaciones con los colegas del colegio catalán emergiera como obstáculo para la cooperación su carácter de colegio frente a las asociaciones, que les llevaba a imaginarse “distintos”, complicando la colaboración. En algún momento, percibí también que por debajo, seguramente de forma inconsciente, de la condición de “distintos” se escondía la idea de que también “mejores”, aunque nunca de forma explícita.

De manera que, para no ser “distintos”, requerí en dos ocasiones al Gobierno de la Comunidad de Madrid (Esperanza Aguirre) la creación del colegio de Madrid, en paralelo y coordinado con la APM. Presentamos los expedientes correspondientes, hicimos las gestiones necesarias y, aunque tuvimos acogida y buenas palabras del Gobierno y de los grupos de la Asamblea, el proyecto de ley (que estuvo redactado) nunca llegó al Consejo de Gobierno, que se excusó con el argumento de que ellos eran liberales (yo también) y que aprobar nuestra propuesta les creaba problemas con otras peticiones en espera de una docena de profesiones abiertas, no reguladas.

Los colegios no han modificado el carácter abierto de la profesión

Las asociaciones de otras comunidades (Murcia, las dos Castillas, Andalucía, País Vasco, Aragón, Rioja…) tuvieron más acierto o fortuna y hoy disponen de colegios profesionales (impropios), que añaden organización, pero que no han modificado el carácter abierto de la profesión. Mi convicción en este asunto ha sido siempre pragmática: no me importa tanto la naturaleza de la organización profesional (colegio, asociación, unión…), que el gato sea blanco o negro, lo importante es “que cace ratones”, es decir, que sirva para que la profesión gane respeto, credibilidad y derechos.  Otra cuestión es cómo coordinar eficazmente organizaciones de distinta naturaleza jurídica. No me parece un problema insoluble, porque depende de las ganas de coordinarse que tengan las partes. Lo que me parece importante es que preservemos la FAPE, porque a lo largo de su larga historia, con tiempos buenos y malos, con tropiezos y aciertos, ha servido a la profesión.   

Concluyo: me parece que el debate sobre la colegiación y la titulación obligatorias no tiene salida, es una monserga que confunde y no resuelve. Si algunas asociaciones profesionales están determinadas a que la titulación sea insoslayable, están en su derecho a imponer esa condición como entidades soberanas; sin embargo, no pueden imponerlo a los demás ni van a lograr una legislación efectiva que lo imponga. Deben entender que en otras organizaciones, con la misma legitimidad, bascule la exigencia de la titulación a la acreditación de ejercicio profesional. Asumo que la titulación otorga derecho o apariencia de profesión y que debe ser suficiente para aceptar candidatos a socios, pero sin que sea obligatoria, pudiendo subsanarse por titulaciones equivalentes (casi todas) y, sobre todo, por la acreditación de un ejercicio profesional continuado, por vivir de ello.